Antes de separarse definitivamente de María MacKenzie, viaja por primera vez a Europa en 1953, adonde vuelve para una estadía más larga en 1959, gracias a una beca de la unesco. En esta ocasión realiza una primera estancia en China, adonde regresará en 1965, ya casado con su segunda esposa Hilda Ortiz May, ya padre de un segundo hijo, Gonzalo Rojas-May, y autor de un segundo libro: Contra la muerte (1964).

 

Con el triunfo de la Unidad Popular comienza una nueva etapa en la vida del país y del poeta. En 1971 Salvador Allende lo nombra agregado cultural en la República Popular de China, que lo fascina y lo aburre a un mismo tiempo, y donde sólo se queda un año antes de ocupar el mismo cargo en Cuba. Pronto, pasa a ser encargado de Negocios en la isla y, la víspera del golpe militar del 11 de septiembre 1973, es nombrado embajador sin poder ejercer nunca su misión diplomática. La junta militar chilena lo despoja de su pasaporte y lo expulsa de todas las universidades del país.

La República Democrática de Alemania lo acoge en calidad de exiliado y le asigna una cátedra en la Universidad de Rostock. Pero no le atribuyen ningún alumno por desconfianza hacia sus programas de curso poco ortodoxos. Pronto le incordian esta situación y el régimen comunista. Su poema «Domicilio en el Báltico» le vale ser condenado simultáneamente por la dictadura militar y el exilio chileno.

En materia política, la crítica (que algunos confunden con la contradicción) despierta sospechas entre todas las facciones. Gonzalo Rojas repite que no es el hombre de la adhesión total, retomando las palabras de André Breton. Con ello quiere significar que no está dispuesto a sacrificar su capacidad crítica, única garante de su libertad de juicio. Algunos intelectuales no le perdonan dicha actitud, y su caso recuerda la incómoda postura de Octavio Paz en México que, a la par de su «hermano de horizonte», es el blanco de los repudios de la polarización política del momento. Gonzalo Rojas prefiere definirse como «anarca», sin limitar el calificativo al ámbito político. Es más bien un rebelde, un insumiso, a veces un incomprendido, sobre todo en su propio país: «Adoramos la costumbre, la cama costumbre, la certeza costumbre, la respiración costumbre como si eso durara. Por eso a los disidentes de la estabilidad nos llaman locos».

Se muda a Venezuela con su familia para vivir la segunda etapa de su exilio y enseña en la Universidad Simón Bolívar de Caracas. Allí aparece Oscuro (1977), que reúne sus dos libros anteriores y un buen número de poemas nuevos. Gracias a esta compilación, su obra se difunde en América Latina y en España, y deja de ser «un poeta para poetas». Sin embargo, nunca abandona su peculiar modo de difusión: cada vez que escribe uno o varios poemas, los manda a numerosos destinatarios repartidos por el mundo. Estos destinatarios son los muchos poetas con los que ha creado una amplia red de intercambios, fruto de su sociabilidad y su gusto por tratar a talentos confirmados y nacientes. Si bien el exilio le vale las penurias y la amargura propias de todos los exilios, irónicamente, también favorece la circulación de su obra en el mundo y el reconocimiento de la crítica internacional, así como las traducciones al inglés, al alemán y al griego, entre otros idiomas más exóticos. Prohibida su publicación en Chile, los libros de Gonzalo Rojas se editan en España (Transtierro, 1979) y en México (Del relámpago, 1981).

Regresa a Chile gracias la primera amnistía de 1979, pero, a su arribo, hace declaraciones que siembran suspicacia entre las izquierdas chilenas. Establece su domicilio en Chillán, la ciudad sureña de su esposa, y juntos construyen el mítico Torreón del Renegado en las faldas de la Cordillera, pero no encuentra trabajo en ninguna parte y se ve obligado a rehacer sus maletas para enseñar en universidades norteamericanas y dar recitales poéticos. Vive sucesiva y semestralmente en Nueva York, Chicago, Austin y Pittsburg, antes de anclar en Provo, en el Estado de Utah, donde la Universidad Brigham Young lo contrata como profesor y poeta en residencia. Procura regresar cada verano a Chile, pero su reinstalación en el país no será definitiva hasta 1994.

Un pequeño editor chileno, David Turkeltaub, tiene la valentía en tiempos de la dictadura militar de publicar dos libros nuevos en su producción: 50 poemas (1982) y El alumbrado (1986), con reducidos tirajes e ilustrados por el pintor Roberto Matta, con quien el poeta inicia una colaboración y una amistad que sólo se detendrá a sus respectivas muertes.

A partir de 1992 los premios nacionales e internacionales le llueven después de años de aridez. Extrañamente suele inaugurar la primera edición de premios creados en el ámbito hispanoamericano (Premio Reina Sofía de Poesía, 1992; Premio José Hernández, Argentina, 1998; Premio de Poesía y Ensayo Octavio Paz, México, 1998, entre otros), hasta culminar con el Premio Cervantes en 2003. Después de haber renegado de los premios durante casi toda su vida, los recibe con agrado e impaciencia y termina afirmando en un poema: «Estoy hasta la tusa de los premios».

En su país, la prensa y algunos intelectuales ven con malos ojos el rosario de reconocimientos a su obra y el hecho de que los acepte desdeñándolos. Aunque difícil de comprender y, sobre todo, de cumplir en la poesía, se concede que la contradicción reviste una connotación positiva y hasta elevada, casi sagrada, en el ámbito de la creación artística. No tan fácilmente, se le atribuye la misma virtud en la vida. Sin embargo, la conducta de un poeta en su obra no puede ser distinta de la que rige su existencia. Es más, el poeta no puede crear una obra de estas características si, en su vida, no está habitado por el principio de contradicción o, al menos, por la conciencia de las contradicciones en las que descansa la vida.

Su compañera durante treinta años, Hilda Ortiz May, muere en 1995 a consecuencia de un cáncer. Gonzalo Rojas vive sus últimos años en su modesta casa de Chillán, tan larga como una hilera de vagones en fuga hacia ninguna parte, entre los 20.000 libros de su biblioteca, mudándose de un cuarto a otro según las apetencias del día. No obstante, declara que no es un viudo a la Nerval –es decir, «desconsolado»–, y se multiplican sus aventuras amorosas hasta pasados los ochenta años, al compás de los recitales, las ediciones poéticas y los incesantes viajes por el planeta. Goza de una salud privilegiada y una energía que no decrece con las décadas. Los públicos juveniles lo revigorizan con el fervor que le manifiestan en cada lectura poética.

Si se repasan rápidamente otras facetas de la vida de Gonzalo Rojas, aparecen otras contradicciones que, a mi juicio, forman la columna vertebral de su existencia. Poesía de rescate y poesía de vanguardia son las dos cuerdas opuestas que Gonzalo Rojas no cesa de jalar a un mismo tiempo. Poesía de contemplación y poesía activa son dos etapas en su vida, pero no tan aisladas como suelen presentarse. La ambigüedad sella su actitud frente a los reconocimientos que desdeña al tiempo que los cosecha. En el terreno amoroso, es un apasionado y llega a ser cruel con las mujeres que ama e inmortaliza en su poesía. Es un hombre cordial y altivo, sin que se distingan los motivos de este trato contrastante con sus contemporáneos. Tiene un humor sin par, vivaz, y puede abismarse en las más hondas tinieblas bajo el sol del trópico. Ama la vida y nunca pierde de vista que la muerte, «su tórtola occipital», habita los latidos de su sangre.

José Emilio Pacheco resumió en un solo párrafo las tantas y tan discrepantes facetas de su expresión poética: «Por virtud de su radiante maestría, Rojas puede darse el lujo de ser prosaico, imprecatorio, irónico, elegiaco, erótico, oracular y cien cosas más sin dejar de ser nunca un gran poeta». El único Libro que escribió a lo largo de su vida, esa suma que él no conoció y que ahora existe bajo el título de Íntegra (FCE, México, 2012), atestigua la pertinencia de los adjetivos propuestos por José Emilio Pacheco, a los que cada cual añadirá los de su preferencia.

Gonzalo Rojas sigue escribiendo poemas casi hasta el último suspiro –«De qué más se te acusa Gonzalo Rojas» es el postrero– y entrega un puñado de versos finales a un joven editor, Ernesto Pfeiffer, con un simbólico título: Con arrimo y sin arrimo (2010). Aunque varios malestares físicos enturbian sus últimos meses de vida, pertenece a la raza de los longevos. «He vivido larga y profusamente», asegura a un entrevistador. Un accidente cerebral lo derriba en febrero de 2011 y lo deja en un estado de sopor comatoso del que no despierta hasta su muerte el 25 de abril 2011. El gobierno de Chile decreta dos días de duelo nacional y organiza funerales solemnes. Desde entonces, Gonzalo Rojas descansa en el cementerio de Chillán, a unos metros de su «centaura» Hilda.

«Borges no fue feliz, yo sí», aseguraba Gonzalo Rojas en una entrevista hacia el final de su vida. ¿Habrá sido cierto? Difícil asegurarlo o negarlo. La verdad es que si la felicidad se midiera por el cumplimiento de una obra, entonces sí; la poesía de Gonzalo Rojas bastaría para corroborar sus palabras. Pero su integridad no reside en una «grandiosidad grandilocuente», como a él le hubiera encantado decir, sino más bien en esto que René Char sostiene: «Al gran poeta, en verdad, se le reconoce finalmente por las páginas insignificantes que no ha escrito».

Instituto de Investigaciones Filológicas,
Universidad Nacional Autónoma de México