«Me parece que tengo que escribir lo que se me cante la regalada gana, que no tengo que especular ni dejar que especulen conmigo tampoco»Por Belén López Peiró

Fotografía de Guillermo Albrieu

La noche que conocí a Camila, había un bar repleto de gente que esperaba escuchar su voz. Las luces estaban apagadas, los asientos ocupados, y atrás, bien atrás, al fondo, mis alumnos y yo haciéndonos un lugar, intentando ir hacia adelante, estar más cerca del escenario, una tarea casi imposible entre tanta, pero tanta, expectativa: no cabía un solo alfiler.

Era 2019 y comenzaba a dictar mis primeros talleres de escritura. En los encuentros surgía a cada rato la noticia de una autora que había publicado un libro, de nombre Las Malas, que era un éxito por muchos motivos, empezando por su calidad literaria, pero sobre todo porque venía a contar algo nuevo, desconocido hasta entonces, ocultado mejor dicho hasta entonces, y lo contaba desde adentro, desde el ojo del huracán, sin una pizca de vergüenza ni solemnidad: las aventuras de la Tía Encarna y sus amigas travestis que se prostituían en la oscuridad de la noche del Parque Sarmiento, en el corazón de la Ciudad de Córdoba, la segunda ciudad más grande de Argentina: «Soy una prostituta que anda por las calles de noche cuando las mujeres de mi edad duermen en sus camas».

Aquel día, como quien se entera de que una artista internacional llega de visita a su ciudad, uno de mis alumnos comentó que Camila estaba en Buenos Aires y por decisión unánime abandonamos las sillas del taller y salimos a la calle a buscarla. Era el Festival de Arte Queer de Casa Brandon, espacio referente en el panorama cultural LGBTTIQ+ argentino. Se ve que no leímos bien el programa, pensábamos que íbamos a escucharla leer en vivo, eso queríamos, eso esperábamos, pero no pasó.

Cuando subió al escenario, con un vestido rojo ceñido al cuerpo y una rosa que aparecía por delante de su oreja; la piel luminosa y un micrófono en mano, Camila no leyó, Camila cantó, y créanme: deslumbró.

Ese día entendí que no importaba la plataforma, el medio, el soporte; no importaba si cantaba, actuaba o escribía; lo que de verdad importaba era su voz.

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Fotografía de Guillermo Albrieu

Camila Sosa Villada nació en Córdoba en 1982. Vivió durante años en un pueblo pequeño llamado Los Sauces, en una casa al borde de la ruta que no tenía luz eléctrica ni agua corriente, sólo trampas en el jardín que su padre construía para atrapar a los gatos del monte y a los zorros que se escabullían en la noche y mataban a las gallinas. Era un pueblo abrazado por la sierra que aparecía y aparece como una sombra amenazando la tierra y los ríos y por qué no los molles y las acacias y toda la vegetación que crece silvestre por el paisaje del norte cordobés. Ahí nace el universo literario de Camila. Ahí su padre le enseñó a escribir y su madre a leer. Ahí escribió las primeras cartas de amor, su primera novela romántica con el tono de Corín Tellado donde por primera vez se nombra a sí misma como mujer, como una niña enamorada del profesor de gimnasia de su escuela. Pero esa novela no tuvo final: antes de terminarla, se la mostró a una amiga y esa amiga a sus padres y esos padres a la directora de la escuela quien molesta la llamó a la dirección para decirle que no era buena idea andar diciendo por ahí que era homosexual. «Desde entonces todo se volvió cuesta arriba, por aquel acto de travestismo literario toda mi vida se torció, aunque sea injusto decir que fue por la escritura» (Sosa Villada, 2018).

A los quince años, se mudó con su familia a Mina Clavero, otra localidad cordobesa, tal vez un poco más grande y más turística, pero tampoco tanto; tampoco tanto para empezar a travestirse y salir a la calle y estar a salvo: partía de su casa vestida de varón y cuando nadie la veía se ocultaba en una construcción abandonada, de ladrillos sin revocar, y con una linterna para alumbrar la noche, procedía a convertirse en Camila. Para eso, utilizaba pares de medias robados a su abuela, vestidos que cosía a mano con telas de cortinas, maquillaje que descartaba su madre, perfumes que robaba de la farmacia, zapatos que compraba con el dinero que su padre le daba para el recreo. Una vez en el boliche, sus compañeras de escuela la evitaban, mientras otros le quemaban el vestido con cigarros o le ponían la traba para que tropezara, pero a ella no le importaba, seguía en sintonía con su mundo: iba a los reservados y ahí bailaba llena de vida, llena de bronca, llena de deseo, hasta que la noche se apagaba y entonces caminaba de vuelta a su casa, escabulléndose de la policía.

Con dieciocho años, se mudó a Córdoba Capital para estudiar Comunicación Social en la universidad pública. Todo empezó ahí o, mejor dicho, todo creció ahí: de día, iba a la universidad; de noche, se prostituía junto a otras travas en el Parque Sarmiento, y al volver escribía poemas y relatos sobre sus aventuras que luego serían publicados en un blog llamado La Novia de Sandro, que fue eliminado por ella misma cuando dejó Comunicación para estudiar Teatro y empezó por fin su carrera como actriz: tenía miedo de que conocieran su pasado.

Fue su madre quien atravesó el desierto y llegó a San Juan en un Renault 12 destartalado y pidió a la Difunta Correa que su hija dejara la prostitución, que por favor encontrara otro trabajo, y la santa popular le concedió el milagro y su hija estrenó en 2009 la obra Carnes Tolendas, dirigida por María Palacios y con asesoramiento de Paco Giménez, obra que fue bisagra en su vida: dejó la prostitución, se subió a un escenario, obtuvo prestigio; obra que ella misma creó a partir de improvisaciones que cruzaban parte de su historia de vida con la obra de Federico García Lorca y los tangos de Julio Sosa y el vals de Nelly Omar. «Al ser una actriz trans que comenzó su carrera ya adulta, comprendo que no se han escrito personajes para mí. Que hay que ser de determinada manera para tener un lugar en obras de teatro o películas o series de televisión. Esas maneras incluyen muy poco a las travestis». En 2011, el director Javier van de Couter la eligió como protagonista de la película Mía, con Rodrigo de la Serna en el reparto, y en 2012 filmó la miniserie La viuda de Rafael dirigida por Tony Lestingi.

Luego llegó la literatura: en 2015 publicó su primer poemario La Novia de Sandroen honor al blog; en 2018, el ensayo El viaje inútil en Ediciones Documenta, donde compartió catálogo con Juan Forn, el autor que fue también maestro y la impulsó y acompañó en la escritura de Las Malas, publicado en la colección rara avis de Tusquets; el libro que la convirtió en una de las escritoras contemporáneas más exitosas del país y le dio prestigio internacional: vendió más de cien mil ejemplares, fue traducido a más de diez idiomas, y ganó numerosos premios literarios como el Sor Juana Inés de la Cruz en la FIL Guadalajara, el Finestres de Narrativa de Barcelona y el Grand Prix de l’Héroïne Madame Figaro. Luego vino Tesis sobre una domesticación, que integró la colección de la Biblioteca Soy de Página 12, también en 2019, y que ahora está fuera de circulación por una reescritura, y que será llevado al cine de la mano de la productora de los mexicanos Gael García Bernal y Diego Luna. Soy una tonta por quererte es su último libro de cuentos.

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Soy vaga, no profesional, a mí me gusta dejarme llevar por una imagen, pero lo cierto es que después se hace el trabajo, porque ése es el verdadero trabajo de la escritura: la corrección; el trabajo que una termina haciendo sobre la imagen primitiva. Siempre es la corrección, no hay otra forma de hacer un libro que no sea corrigiendo

En El viaje inútil escribís: «Podría decir que hay dos tipos de escritores, los que escriben fantasías y los que escriben recuerdos. Yo me encuentro entre éstos últimos. Siempre se trata de mí. Ya existe todo lo que puedo escribir, mi trabajo es robarle a la memoria una impresión, un daguerrotipo. Robarle al pasado un pedacito de muro y escribirlo». ¿Cómo es este proceso?

En principio, lo primero que tengo es una imagen, es decir, de Las malas eran las travestis cruzando la Avenida del Dante en tacos, escapando de la policía y mandándose al monte a esconderse en las canaletas. En El viaje inútil era yo sentada en la falda de mi papá dibujando las letras. En los cuentos también es así, una imagen para cada cuento, por ejemplo, en Gracias, Difunta Correa, es la imagen de una creyente que se arrastra de rodillas para llegar hasta el altar y mi mamá llorando al ver esto. Siempre son imágenes que o me las inventé o las vi en determinado momento, y a partir de ahí yo dejo que esa imagen me conduzca. Eso está muy mal como escritora, se supone que una tiene que tomar nota, ser profesional, prestarle mucha atención a las ocurrencias, a las contradicciones que aparecen en el proceso de escritura. Por ejemplo: ahora que estuve reescribiendo Tesis sobre una domesticación tenía que armar una escaleta, decir cuánto duraría la novela, cuándo se casa la protagonista, cuánto tiempo lleva viviendo en esa casa gigante, cuándo adoptó a la criatura. Y fue lo peor que me pasó en la vida porque no me gusta hacerlo, soy vaga, no profesional, a mí me gusta dejarme llevar por una imagen, pero lo cierto es que después se hace el trabajo, porque ese es el verdadero trabajo de la escritura: la corrección; el trabajo que una termina haciendo sobre la imagen primitiva. Siempre es la corrección, no hay otra forma de hacer un libro que no sea corrigiendo.

 ¿Y en el teatro? ¿Te sucede algo parecido respecto al proceso creativo?

En el teatro pasa igual, es ensayo puro, cada ensayo te va acercando más y más a lo que vos querés parecerte, y cada vez más vas quitando las cosas que son innecesarias. Lo mismo en la escritura: cada vez que me leo y releo me doy cuenta qué cosas me juegan en contra, en qué cosas me favorezco, qué cosas suenan cursi, qué cosas me causan risa… Al principio escribo algo, siento alivio, lo dejo reposar una, dos, cuatro semanas, y cuando vuelvo me doy cuenta de que solo sirve la mitad. Casi siempre escribo cuatrocientas páginas y quedan doscientas. Hay doscientas páginas enteras que pienso que son horribles.

Yo necesito mucho tiempo de ensayo, de relectura, para limpiar de mí misma un texto. Quiero decir: como narradora muchas veces me cuesta hacerme a un lado y embarro lo escrito con cosas que tienen que ver conmigo y no está bien. Al final, lo más interesante es quitarme a mí del medio y dejar que los demás personajes hablen. Y para eso se necesita mucho tiempo. 

Limpiarlo de vos misma incluso aunque partas de un recuerdo…

Es que la memoria es una ficción. No es que yo respete a la memoria como algo fidedigno, como una prueba en un juicio, no es así, es una ficción, entonces admite ser traicionada. Sólo es un punto de partida.

Cuando empecé a hacer psicoanálisis lo primero que aprendí es que ese recuerdo que yo llevo a la sesión es falso. Ese recuerdo que me marcó es una impresión de un momento particular que seguramente si me sucediera ahora sería diferente, aunque ya sabemos que nada sucede dos veces.

En tu obra hay un trabajo maravilloso en relación a la oralidad. «Aspiro a escribir como hablo y a hablar como escribo», es una de tus frases predilectas. ¿Cómo lográs hacerlo?

Matando a la escritora, porque somos ambiciosas, no nos gusta callar, tenemos toda una escuela gramatical encima y la oralidad prescinde de eso, es más espontánea, menos correcta, pero como el error no me preocupa no tengo problema, y habrá correctores que luego se ocupen de que eso funcione. Me rige más una cuestión semántica que el oficio de escritura en sí. Entiendo que algunas cosas aprendí de leer, otras de tomar un curso de gramática, pero es lo que menos me importa.

Alguna vez citaste en tus obras a Marguerite Duras, quien dice: «escribimos dictados por los niños y las niñas que fuimos». Al día de hoy, ¿sigue hablando esa niña?

Sí. También habla ese niño. Sobre todo, porque en la infancia, por lo general, se tiene tiempo para contemplar el mundo: los gestos de tu mamá, de tu papá, de tu maestra; lo que pasa alrededor. Supongo que también haber sido un niño muy solitario, haber estado mirando siempre hacia afuera, y evitando que me miren, que me registren… ese niño, esa criatura, hizo un trabajo muy fuerte con la memoria. Recuerdo la infancia con detalles precisos, pero me cuesta mucho recordarme a los veinte o a los treinta. Así que evidentemente es muy poderosa la infancia y es muy poderoso el tiempo presente, el pasado cercano, sobre todo, en mi caso, por el salto. Quiero decir: en algún momento, no sé por qué, yo salté de una región a otra y me costó mucho volver hacia atrás. Pertenezco a una generación de travestis que vio cómo cambió el mundo con la aparición de la Ley de Identidad de Género o la Ley de Matrimonio Igualitario, entre un tiempo que fue ominoso y espantoso donde sucedió realmente una matanza, a un tiempo de manipulación mediática y política en el que algunas servíamos más que otras, algunas estábamos gentrificadas, habíamos ido a la universidad, nos habíamos hecho conocidas por alguna cosa en particular como yo con la actuación y ahora la literatura. Fue como un aterrizaje forzoso, muy violento para mí, primero porque venía de una aparente inestabilidad, ansiedad económica, crueldad política, y caí a un mundo prometido; un mundo prometido que al final es esta mierda, aterricé acá en este planeta complicadísimo, cada vez más hambriento y sediento y esta constatación está muy vigente y me perturba y por eso me interesa escribir. 

¿Qué es para vos la transescritura? ¿Es un género? ¿Un marco de lectura? ¿Una lengua? ¿Una forma que viene a romper con la grandilocuencia y la solemnidad de la escritura?

Son libros más imprecisos, que no es tan fácil ubicarlos en una corriente, en una escuela, en un género como sucede con El viaje inútil. Me parecía que correspondía ese subtítulo porque en el libro hablaba de la relación entre escribir y travestirme. Era una buena manera de decir: esto está escrito por una travesti. No está escrito por alguien que puedan reconocer o en la que puedan reconocerse. Sólo eso. No tengo ninguna teoría ni opinión formada ni mucha palabra para decir qué significó, sólo para decir que fue escrito por una travesti.

Aterricé acá en este planeta complicadísimo, cada vez más hambriento y sediento y esta constatación está muy vigente y me perturba y por eso me interesa escribir

La obra de teatro Carnes Tolendas fue la primera obra que creaste y presentaste al público y tuvo un éxito arrasador, mucho antes de tu primera publicación literaria. ¿Esto te dio confianza? ¿Hizo que creas en vos?

No, no creo en mí, nunca nadie tuvo el poder de hacerme creer en mí misma. No me interesaba qué pensaban de mí, nunca me interesó mucho, seguramente tiene que ver con un desapego. Me tocó perder muy de chiquita la confianza de mis viejos, me tocó ser trava, perder de un momento a otro su confianza y me la tuve que construir yo misma, siempre siendo muy temeraria, pero no sé si es porque alguien me hizo confiar en mí. Un poco sí Gabriela Halac, de Ediciones Documenta, cuando me invitó a escribir El viaje inútil y me dijo: yo quiero que cuentes cómo fue tu experiencia para convertirte en escritora. Yo en ese momento tenía sólo La novia de Sandro. Ahora me cuesta mucho encontrarme ahí, en algunos poemas más que en otros, porque el tema del amor cada vez me resulta más lejano, por ejemplo, las pasiones con los tipos, ya no son temas que me interesen, pero ella me vio como una escritora a pesar de conocerme como actriz, me dio lugar para conocer también a Juan Forn y así se desató mi carrera literaria.  

Hay una teoría del error que aparece en tu ensayo: «Estoy convencida del error. Hay un error en lo que escribo. Un error que se convirtió en estilo». Y en el fanzine Poesía travesti, de la escritora chilena Claudia Rodríguez, en el cual escribiste el prólogo, hay también una aclaración inicial de los editores de Té de boldo: dicen que se trata de una escritura que no se sometió a la gramática dominante, de una «contra escritura», de una «narrativa trava cruzada interrumpida, mal trecha, contradictoria, desobediente, acorralada, totalmente anti lineal». ¿Qué hay de bueno en el error? ¿En incluir el error como parte de la obra?  

Lo que pasa es que la escritura que llega a los lectores, en mi caso, ya está intervenida por una gramática dominante. La Claudia por suerte no. Claudia es más libre, más feliz, en ese sentido. Además, sería imposible para mí editar en una editorial como Tusquets si no estuviera regida por una gramática dominante, lo que me coloca en un lugar espantoso que es ser una especie de judas de las letras travestis. Una traidora. Y es muy triste para mí, ¿sabés? Es muy triste perder eso que tiene la Claudia, que es más libertad, y por eso la admiro. Yo no tengo corazón para auto editarme, no tengo corazón para ir con los libros en la mochila y venderlos en una charla. Yo amo ser una persona rica, ser una travesti de 41 años con muchísimo dinero, y no me interesa ser de otra forma. La literatura no es romanticismo, es un trabajo. No lo hago para cambiar el mundo, ni porque me interese derribar el capitalismo ni ninguna norma, escribo porque soy egoísta, mezquina, me quiero mucho a mí misma, y escribo porque hago dinero cuando escribo, si no no lo haría. Antes hacía teatro y no lo hacía para cambiar el mundo, daba casualidad de que era travesti, pero así son las cosas, ¿para qué te voy a mentir? 

Otra de tus referencias literarias aparte de Marguerite Duras y Carson McCullers es Wislawa Szymborska, quien habla de «no tomarse nunca en serio».  La autora polaca se llevó el Premio Nobel de Literatura y en su discurso habló sobre la importancia de no saber el oficio de escribir: «El no saber es lo que nos empuja a seguir escribiendo y a tener mucho trabajo por delante».

Sí, el combustible de la escritura es la escritura. No necesita de un ánimo, de un rigor, de una regularidad. La escritura acontece o no acontece, entonces no tengo un motivo para escribir, esa es la verdad. 

También entiendo que no puedo hacerlo bien. Leo, por ejemplo, a Joan Didion, a Leila Guerriero, a Mariana Enríquez y digo: esto está bien hecho. Por supuesto, su escritura también pasó por una edición, pero yo no puedo hacer eso. No me sale. Fallo porque no estoy fría. No estoy distanciada nunca de lo que escribo. 

En Las malas, narras la historia de la Tía Encarna, una travesti que encontró y adoptó al hijo de la Difunta Correa mientras se prostituía en el Parque Sarmiento. Es una novela donde algunos fragmentos de tu vida se unen como rompecabezas dentro de una ficción mucho mayor, donde algunos personajes se convierten, incluso, en animales. Sin embargo, en el prólogo que escribió Juan Forn para el libro, hay una intención muy clara de él de acentuar el universo realista, de conducir la lectura de modo diferente, algo más cercano a la crónica. ¿Qué generó eso en vos?

Tal cual, es una trampa. Eso es porque sabe escribir, condujo la lectura y sigue conduciendo la lectura de muchísimas personas que llegan al libro sin saber o decir: esto le pasó a la autora. Sin embargo, es lo que se lee: que es un libro autobiográfico. Igual hay mucha gente que lo lee de otra forma. En Brasil, por ejemplo, las preguntas tenían que ver con realismo mágico y la influencia de la telenovela en la escritura. En México, de movida entendieron que era autobiográfico y no hubo forma de correr a los periodistas de la autobiografía. En Colombia lo mismo. Me molesta un poco en términos políticos, no literarios. Político en tanto y en cuanto solo se nos permite hablar de nuestra miseria, por eso me gusta tanto Tesis sobre una domesticación, porque Tesis no es una escritura que pida empatía o piedad.

¿Pero no te importa que te subestimen?

Me jodió hasta hace un año, ahora ya no me importa. Sí políticamente. Es decir, que las travas no puedan hacer ficción. Pero es lo mismo que pasa con el cine argentino. Las películas, las series que recorren festivales, que están nominadas a los premios, que van muy bien en el exterior, sobre todo en Europa, son las que hablan de las dictaduras, de los desaparecidos, la pobreza, la delincuencia; nunca es sobre nuestro plano imaginario. Un ejemplo es lo que hace Freddy Mamany en Bolivia con la arquitectura, eso no trasciende en Europa, ¿cachái? No trasciende porque no se acomoda a la idea que tienen de Latinoamérica. Por eso, no les interesa si un personaje se convierte en pájaro o no, quieren saber cuál es la enfermedad que tiene realmente María la pájara. No les interesa lo que somos capaces de inventar, sólo saber que somos salvajes con monedas inestables, con dictaduras espeluznantes. 

«Eso somos como país, el daño sin tregua al cuerpo de las travestis. La huella dejada en determinados cuerpos, de manera injusta, azarosa y evidente, esa huella de odio», decís en un fragmento de Las malas. ¿Hay algo ahí de escribir como una forma de mantener viva la memoria de las travestis? ¿De reparar algo de todo el daño?

No sé si es consciente, la verdad que conscientemente te digo que no, pero es evidente que sí. Igual te vuelvo a repetir: es interés literario, no mío como activista o ser humano filántropo, no es por eso.

Respecto a los premios que recibió este libro, dijiste: lo premian por lo que calla. ¿Por qué?

En ese momento me molestaba que piensen que es autobiográfico y yo decía: miren que no dije nada, es solo un tráiler, si yo me pusiera a hablar verdaderamente de lo que pasaba, lo que vivía en la calle, hubiera sido insoportable. Forn sacó un pasaje que era cierto, pero me dijo: te hace quedar como una resentida. Y yo le hice caso, pero claramente lo que no se dice en el libro es lo que lo hace tan tentador. Porque lo que callamos es demasiado. El dolor que vivimos no es ni el 10 % de lo que cuenta el libro.

Fotografía de Fabiana Casco

Decís que el travestismo se parece a la escritura en términos de celebración secreta. ¿Cómo es tu celebración en particular? Si tuvieras que describirla. Tu ritual cotidiano del oficio.

Con whisky, con tequila, con gin tonic… ¿qué te voy a decir? Esas son mis celebraciones y la lectura es un poco así. Leo en el baño. Soy sucia. Escribo en pelotas. Veo videos porno. Viene un chongo, me garcha y vuelvo a escribir. Todo lo espantoso de una persona está ahí cuando escribo. Ésa mi celebración.

Decís que cuando escribiste Tesis sobre una domesticación tenías miedo de ser capaz de arruinarlo todo y luego fue tu libro preferido. ¿En qué estado está la reescritura? ¿Qué sentís de que vaya a ser llevada al cine?

Tesis sale en septiembre en Argentina y en España. Y estoy muy contenta, yo quiero mucho a ese personaje y lo quiero mucho en tanto y en cuanto es lo opuesto a lo que escribí hasta ahora. La protagonista lo pasa mejor que cualquier trabajador argentino. Es una mina con mucho dinero que está casada y vive en un departamento de 312 metros cuadrados, que hace lo que quiere: tiene todos los privilegios habidos y por haber, pero es travesti. Y la novela va de cómo eso también puede ser una cárcel. Tener ese privilegio le cuesta muchísimo: estar casada, tener un hijo. Cuando salió el libro, Javier van de Couter lo leyó y le interesó mucho llevarlo al cine, y me dijo que el personaje tenía que hacerlo yo. Ahora estamos en las últimas semanas de rodaje acá en la montaña. Y la verdad es que haber hecho ese personaje en el cine fue fuerte, me dio una dimensión de la protagonista que no tenía, colaboró en la reescritura del libro y ayer mismo terminé de corregirlo y lo mandé a mi editora. Me interesa que le vaya bien al libro y creo que puede haber gente que se acerque a través de la película.

¿Cuál fue para vos la domesticación que más sufriste?

La de la guita. Fue terrible para mí darme cuenta de que no sabía tener plata, que era muy difícil mantenerla, que había que tener mucha lucidez para gestionar bien los contratos, las regalías, cambiarlo a dólares para que no se devalúe.

Yo no vuelvo más a ser pobre. Nunca más en mi vida paso hambre. Y después algo peor: hay algo más que el dinero, que no sé qué es, pero es más importante que la guita. Creo que es la crueldad. Atreverse a ser cruel, que no todo el mundo lo puede hacer, o no lo hacen conscientemente, y eso es muy fuerte. Si querés tener mucho dinero tenés que ser cruel. Es así. Pero el amor no me ha domesticado. 

¿Qué pasa con el éxito? ¿Cómo hacer para no cristalizarte?

Porque el éxito no es este. El éxito es otra cosa: haber nacido con dinero. Saber que nunca en tu vida te vas a tener que preocupar por si estás haciendo algo bien o mal. 

A veces sentía que me condicionaba, que me presionaba, que si escribía algo mal iba a perder lectores, pero bueno es así. También me pasó en el teatro, gané muchos espectadores que me encargué de perderlos durante el resto de mi vida.

¿Y lo haces porque querés probar algo nuevo?

Sí, totalmente. Pero además hay que limpiar la casa. Carnes tolendas Las malas son dos rarezas que no se pueden repetir y si no admito eso voy a seguir haciendo lo mismo durante toda mi vida y no quiero eso, no me quiero repetir. Mi editora Paola Lucantis me dice: yo te quiero mucho, no quiero que te repitas. Y es verdad. No puedo estar hablando toda la vida de las travestis pobres porque yo ya no soy más una travesti pobre y me da pudor.

Una vez contaste que fuiste a una lectura de La novia de Sandro y no reconociste la obra como propia: «parecían escritos por otra mujer». Decías: soy una escritora distinta cada vez. ¿Cuál sos ahora?

Soy la misma tarada de siempre. Soy un poco más impune. Me parece que tengo que escribir lo que se me cante la regalada gana, que no tengo que especular ni dejar que especulen conmigo tampoco, a pesar de que cuando interviene el dinero inevitablemente se especula. El verdadero éxito sería conservar el dinero que gané, hacer que crezca, que no se estanque. Aprovechar ese coletazo porque no sé cuándo me va a pasar algo así otra vez. Y después seguir escribiendo lo que me guste escribir o lo que me haga sufrir escribir, pero no especular ni dejar que especulen.

He cometido errores a veces por necesitar la guita. Escribir columnas, por ejemplo, es condenarte al fracaso, a morir en un texto de 800 palabras. No puedo hacerlo. Me quiero dar el lujo de escribir para mí. No quiero estar economizando para un diario o una revista.

En ese momento me molestaba que piensen que es autobiográfico y yo decía: miren que no dije nada, es solo un tráiler, si yo me pusiera a hablar verdaderamente de lo que pasaba, lo que vivía en la calle, hubiera sido insoportable

¿Estás escribiendo algo nuevo?

Estoy escribiendo un libro que es lo más raro que he hecho hasta ahora, un ensayo sobre los buscavidas, esos vendedores ambulantes que un día te preparan una comida y otro día se van a trabajar al campo y vuelven y se van a vender caramelos en el subte de Buenos Aires. Mis viejos eran buscavidas, yo también lo fui, lo soy, y estoy escribiendo sobre eso, pero es un libro enorme, no sé cuándo lo voy a terminar, pero es para Ediciones Documenta, una editorial que me permite ser un poco más incorrecta, no prestar tanta atención a esa gramática dominante. 

¿Te moviste alguna vez de Córdoba? ¿Te gustaría? ¿Cómo te ves migrando? ¿A dónde irías?

Ahora pienso que me gustaría tener una casita en la sierra, en Mina Clavero, a donde viven mis viejos. Pero quiero una casita para mí. Irme a vivir a otro lado no. Cuando filmé Mía estuve en Buenos Aires tres meses y me gustó, pero nunca moví un dedo para quedarme y eso que tenía oportunidades. No me imagino viviendo en otro lugar. Y eso que he conocido ciudades lindas, pero nunca me imagino en esos lugares teniendo afectos o amantes. Es acá. Y, ¿sabes qué? En Bogotá conocí a unas travas que habían estado exiliadas en Europa, que hablaban de cómo ellas tenían necesidad de volver a donde se habían hecho travestis. Volver a Bogotá aun con todos los peligros que prometía. Ellas nunca perdían la noción de su territorio, de dónde era su verdadera casa. Yo no nací acá, pero acá me hice travesti de punta a punta, una travesti premium, alcancé el máximo nivel de travesti posible y entiendo que puede ser una pista de algo que no sé responderte, pero que tiene que ver con cómo una quiere los lugares incluso por lo que ha sufrido, incluso por lo que ha pasado de triste.

Respecto al crecimiento de las letras travestis en el panorama literario: hablamos de Claudia Rodríguez en Chile, podemos mencionar también a Amara Moira en Brasil. ¿Cómo lo ves?

No sabemos cuántos maricones que escribieron por las noches se travestían. Cuántos habrán sido los gays que publicaron que en verdad eran travestis cuando podían… Lo que me preocupa es que no nos dejen hacer ficción. Que la exigencia de los lectores sea cierto documentalismo respecto a la existencia trava pobre latinoamericana. Creo que tenemos mucho más adentro, somos expertas en mentir, en hacer ficción, en decir una cosa por otra, en usar el lenguaje a nuestro favor. Eso es a lo que estoy atenta en este momento. A escribir ficción, a hacer una estría en el lenguaje, a dejar una marca, una cicatriz, algo simbólico que sea ficcional. Entonces espero con ansia por cuentos, por novelas, cualquier cosa que hable de nuestra capacidad de hacer mundo.

Es que no podemos pecar de ingenuidad. El mundo está muy feo. No sabemos cuándo se termina. No podemos morir sin darnos el lujo de escribir lo que queramos solo por una exigencia editorial o de un público que no dimensiona el oro que tenemos por dentro. Y eso es una trampa. El público o los lectores parecen algo sagrado que no se puede traicionar y no es así.

Fotografía de Catalina Bartolomé
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