Antonio Muñoz Molina:
Un andar solitario entre la gente
Seix Barral, Barcelona, 2007
494 páginas, 21.90 € (ebook 12.99 €)
POR ANA RODRÍGUEZ FISCHER

Un andar solitario entre la gente es, en gran medida, el desarrollo exacto —y contundente— de lo que su título enuncia. Un libro que quizás sorprenda a algunos lectores: los que conocen, sobre todo, al Antonio Muñoz Molina novelista y no están tan familiarizados con otras facetas de su obra —ensayo, articulismo, reportaje— que también se encuentran en estas páginas. De igual modo que se anudan aquí estopas que sirvieron para trenzar el cañamazo de algunas novelas singulares del autor, desde el viaje en tren que abría las páginas de Ardor guerrero (1995) a Como la sombra que se va (2014) —armada en torno a tres viajes: el del prófugo Earl Ray que en 1968 asesinó a Martin Luther King, el del joven Antonio que en 1987 va a Lisboa para escribir su segunda novela y el del narrador que desde el presente indaga en torno a esos dos hombres—, pasando por Sefarad (2001), novela que amalgamaba un haz de historias que tenían por raíz común la huida o el éxodo que se vieron obligados a emprender las víctimas de las persecuciones político-ideológicas desatadas en la Europa del siglo xx: el fascismo hitleriano, el totalitarismo soviético-estalinista y también nuestros republicanos del exilio de 1939. El viaje —el del nómada o el del transeúnte— afloraba, asimismo, en Sefarad en historias que narraban los merodeos cotidianos por una ciudad —tiempos de espera o de indecisión— y en otras que evocaban los viajes narrados en los libros, aparejadas todas esas peripecias a la experiencia íntima: la angustia ante la incertidumbre o la brevedad del plazo de tiempo de que se dispone, el sentimiento de extrañeza que va instalándose en quien se ve obligado a abandonar su país.

Ya había transitado previamente Antonio Muñoz Molina por algunas de las sendas narrativas que articulan Un andar solitario entre la gente (incluida esa que ha dado en llamarse «autoficción»), un libro que está muy próximo a Ventanas de Manhattan (2004), al que, hasta cierto punto, prolonga ahora el autor en la segunda parte, titulada «Don Nadie», que narra el regreso a Nueva York y su despedida de la ciudad donde vivió un buen puñado de años.

Todo el oficio de escritor labrado a lo largo de una dilatada y reconocida trayectoria y toda la experiencia del hombre maduro no bastaron, sin embargo, para ahuyentar la «sombra negra» que se apoderó de Antonio Muñoz Molina durante el tiempo que vivió apresado en la oscuridad, «con una pesadumbre que me inclinaba la cabeza hacia el suelo y me agobiaba los hombros siempre encogido […], cuando cualquier calle era un túnel y cada habitación una celda irrespirable en un sótano. Abría los ojos muy temprano azuzado por un hocico de angustia y en la primera claridad turbia ya encontraba esa presencia a los pies de la cama…». La crónica de aquel dolor —extrañeza, malestar, desapego, miedo, ennui, spleen, weltschmerz— y, sobre todo, el relato de la lucha por defenderse de la oscuridad y no dejar que esas sombras se acercasen, ni, mucho menos, rendirse a ellas de antemano, es uno de los ejes que articulan Un andar solitario entre la gente y, posiblemente, la razón principal de que el autor emprenda esta peculiar travesía literaria que deviene un auténtico viaje interior, mientras recorre la ciudad y registra todas sus voces (incluidas las mudas) y ausculta todo cuanto aflora y nos reclama.

La ciudad es un espejo que emerge a través de los carteles y letreros y anuncios publicitarios, o de las múltiples pantallas que la pueblan, o de los grafitis y murales de los artistas adscritos al street art. Su latido también resuena en las conversaciones captadas al azar y que el narrador transcribe en una sucesión inconexa, yuxtaponiéndolas en tiradas que semejan poemas en prosa, igual que hace con algunos titulares de prensa o con breves noticias que acotan el tiempo presente: verano de 2016, cuando arranca esta experiencia, y con ella el propósito de «vislumbrar los chispazos de poesía que brillan de golpe en un anuncio o en una crónica del periódico, en una conversación que escucho al paso». La ciudad es, asimismo, otros espacios: los cafés que frecuenta y los museos cuyas exposiciones visita, el metro en que se desplaza, pero, especialmente, las calles y las plazas que atraviesa, a veces, en un recorrido casi sonámbulo. Porque, pese a la hostilidad y el ruido y la inmundicia, es durante estos merodeos y extravíos que bordean el automatismo cuando comparecen otros caminantes o paseantes o flâneurs, igual de solitarios y perdidos que nuestro narrador.

Es el otro poderoso hilo narrativo de Un andar solitario entre la gente: la evocación y la crónica de los pasos de Thomas de Quincey por el Londres de 1803 y 1821; de Baudelaire por el París que a él va asociado, aunque entonces la ciudad no reconociera a su poeta, o por la Bruselas donde se «exilió» brevemente no mucho antes de morir; de la huida de Walter Benjamin desde Berlín y sus estancias en Ibiza o París hasta el final en Portbou; de Oscar Wilde en su último regreso a París; de Fernando Pessoa por la Lisboa que Benjamin no alcanzó a pisar; de Melville en Nueva York o del (para mí desconocido) fotógrafo Miroslav Tichý, «un Robinson Crusoe vestido con harapos de náufrago que iba por su ciudad» con «una cámara inverosímil hecha de residuos diversos: una chapa de cerveza invertida atravesada por una tachuela le servía de rueda con la que pasar el rollo de película; el objetivo era como un trozo de catalejo rescatado del mar, sujeto con trozos de cuerda y de esparadrapo».

Además de crónicas o relatos, estas evocaciones o retratos son un homenaje a la literatura porque testimonian el encuentro del propio Muñoz Molina con la obra de unos autores (y otros que no puedo mencionar para no extenderme) que lo han acompañado desde siempre y cuya mirada y cuya voz moldearon o perfilaron las del propio escritor, que ahora los rescata para sus lectores de hoy. Por eso, en la segunda parte del libro emprenderá una larga caminata para visitar la casa de Edgar Allan Poe, que nunca vivió en Londres ni en París, pero cuyos Londres y París estimularon a tantos otros. Hay en Un andar solitario entre la gente muchos encuentros, y también desencuentros (en el sentido de encuentros truncados o frustrados, que no llegaron a suceder, si bien fueron posibles) tremendamente sugestivos: el de Joyce y Benjamin, que se cruzan por París en vísperas de la invasión alemana, o el de Benjamin y Joseph Roth.

Del mismo modo, se consigna el encuentro del propio Muñoz Molina con un enigmático personaje, al que sorprende por primera vez en el café Comercial oyéndole decir «El gran poema de este siglo sólo podrá ser escrito con materiales de desecho», y cuya silueta reaparece intermitentemente, incluso durante los días neoyorquinos. Es una figura de lo más sugestiva e inquietante, quizás por la nebulosa que envuelve a este hombre, y creo sospechar quién es, por un detalle: la cartera negra que porta.

Comparecen, asimismo, en estas páginas otras ciudades y otros espacios, porque la escritura de Un andar solitario entre la gente coincidió con un breve periodo de obligado nomadismo, cuando, a raíz de un retraso en la entrega de la casa adonde se mudaría el autor, éste tuvo que instalarse provisionalmente en apartamentos alquilados, habitaciones de hotel o pisos de amigos, espacios que acogen los encuentros con su mujer. Y es que el libro tiene, además, su parte de dietario o diario íntimo. Tanto como de cuaderno de notas, en el que se ha vertido la reflexión y el análisis metanarrativo. Y se nos habla aquí de la deambulogía, que es «el estudio de los itinerarios seguidos por escritores, artistas, científicos, visionarios, indigentes y lunáticos», que quizás constituye una rama de la topobiografía, «cuya adivinable finalidad es el estudio de los domicilios distintos en los que han vivido o viven estos mismos personajes». Y hay una espléndida entrada donde se expone esa poética a base de materiales de derribo, porque «en cada momento se ha hecho lo que había que hacer con los materiales que se tenían a mano y lo que hay ahora más a mano es la basura, o la chatarra o el detritus». Una afirmación que se empareja con el rechazo del artificio —vale decir de la impostura—, o de lo artístico del arte, lo peliculero de las películas, lo teatral del teatro, lo novelero de las novelas, etcétera. Esta dimensión metanarrativa incluye los autorretratos del autor, ya no en su atelier, sino caminando con su oficina ambulante a cuestas, con su «oficina de los instantes perdidos», esa cartera de asa anterior a la época de las mochilas donde lleva lápices y cuadernos, el teléfono móvil que emplea como grabadora y los numerosos materiales que, como un furtivo, va recolectando en las calles o las papeleras (muy a lo Kurt Schwitters, artista que evoqué al recorrer estas páginas, aunque aquí no esté): folletos publicitarios, paquetes de tabaco vacíos, antiguos formularios y otros materiales que servirán para los collages que ilustran Un andar solitario entre la gente, libro que también contiene una hermosa reivindicación del componente artesanal de la escritura, de la necesaria intervención de todos los sentidos, así como de la lentitud y el silencio, para que la tarea —no el trabajo— resulte verdaderamente gozosa: «El trabajo tiene un propósito, una dirección, un principio y un fin. La tarea está completa a cada momento y se basta a sí misma y no parece que vaya en ninguna dirección, y por eso cualquier azar que entorpecería el trabajo a ella la beneficia».

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