Coordinado por Valerie Miles

Fotografía de Nina Subin, de Manolo Yllera y cedida por la autora

VALERIE MILES

Pertenecer a una generación implica, más allá de las diferencias individuales, compartir experiencias, eventos significativos y referencias culturales que moldean la forma en que vemos el mundo y nos relacionamos con él. ¿Qué pasa cuando estos eventos y referencias incluyen tiempos oscuros, de trauma colectivo, dictadura y exilio? Pero también cuando existe el contrapunto de una presencia deslumbrante, como la de un Borges cercano, en primera persona, maestro y mentor. La influencia de Borges, tejedor de intrincadas tramas literarias, figura emblemática, continúa expandiéndose entre las jóvenes generaciones de lectores y escritores de hoy con su genio literario, sus enigmas. ¿Cómo era vivir ese Borges tan cercano?


CLARA OBLIGADO

Madrid, a finales de febrero.

Querida Teresa, está lloviendo a cántaros, y eso hace que tenga ganas de escribirte. Madrid es muy seca en general, pero de pronto, se pone tan Buenos Aires, húmeda, gris, y entonces ya sabés, la nostalgia, amanece en un día que parece que ya he vivido. Llueve en el pasado, tan etimológicamente (nostalgia; del griego, «nostos», regreso, «algia», dolor. Como una lumbalgia del alma). Llueve siempre en otra parte y en otra época, hacia atrás, la lluvia es siempre remota. Para mí llueve en un país donde estábamos juntas, donde fuimos jóvenes, y en un texto de Verlaine, il pleut dans mon coeur comme il pleut sur la ville, o en un verso de Borges, La lluvia es una cosa, que sin duda sucede en el pasado. Podría seguir con Machado y su melancolía de lluvia tras los cristales, pero no era melancolía, eso me lo acabo de inventar, sino monotonía, pero creo que es mejor que me deje de hacer asociaciones y no abuse de tu paciencia.

¿Llueve también en tu bonita casa de Cambridge? Pienso en las forsythias, que quizá ya hayan florecido, y también en los olivos que acabo de plantar en la terraza y que estiran sus hojitas grises y sedientas ante el agua inesperada. Pienso, por ejemplo, que tendría que ir a prepararme un mate, pero aquí no tomo mate, así que me caliento un café, y vos sin duda leerás mi carta con un té entre las manos. Espero que mejore el tiempo para cuando vengas, te estamos esperando, tengo muchas ganas de conversar. ¿Qué es la amistad, sino una larga charla ininterrumpida? ¿Un soliloquio de a dos?

Encontré una carta tuya de la época de la facultad. Llovía también en la Facultad, veíamos llover desde la ventana y sobre la avenida. Me llega el sonido de esas tardes: Borges leyendo el Beowulf, las sirenas de los patrulleros. Qué contradicciones, ¿verdad? Me sentía dividida entre la pasión literaria y la política. Es cierto que Borges no había sido aún santificado. Papá detestaba a Borges, decía que no entendía nada de los gauchos y que sólo pintaba el campo en verano. Que Borges parecía un veraneante, un turista. Pobre papá, no sabía en qué se iba a convertir el turismo. Desde mi ventana en la Puerta del Sol oigo las rueditas de las maletas que me crispan los nervios.

¿Seguís estudiando holandés? ¡Con la cantidad de idiomas que ya sabés podrías hacerte guía turística! Yo sigo intentándolo con el inglés. Ahora aprendo poemas de Mary Oliver y dudo que su vocabulario, que se refiere a gansos, cisnes, bosques oscuros y cosas por el estilo, pueda servirme para tener una conversación formal en, por ejemplo, un aeropuerto. Esta carta parece una de nuestras charlas, que empiezan en un tono sublime y terminan compartiendo la receta de los scones. Llueve, sí, hay pequeños ríos que fluyen por la terraza, oigo el sonido de Madrid y a Borges recitando en anglosajón, parafraseando un kenning para reírse luego de esas construcciones abstrusas de los textos antiguos. Los primeros novios y nuestra ansiedad, Borges mirando el reloj de bolsillo para ver si se terminaba ya la clase. ¿Tenés ganas de hacer algún paseo especial cuando vengas a Madrid?

TERESA PARODI

Cambridge, 28 de febrero

Para mi sorpresa las plantas opinan que es primavera: los junquillos, las camelias. Y los cerezos se preparan. Hay esperanza de que aclare, pues. Clara, gran plan el de mi visita a Madrid. Ya es hora de verse en persona. ¡Qué curioso que hayas guardado una carta prehistórica! Leo que hay una exposición en el Prado que muestra el reverso, el lado oculto de los cuadros. Suena a perspectiva iluminante.

¿Qué si sigo con el holandés? Ja, zeker. Guía turística, no. Cambridge no es la Puerta del Sol, diosgracias, pero aquí también son agobiantes y siempre estoy al borde del turisticidio cuando se me cruzan en el camino de la bicicleta ensimismados en busca de la foto. ¡Que no, que esto no es Disneylandia! ¡Las bicicletas y los semáforos son de verdad! Mejor que me calle: pronto seré yo turista en Madrid.

No sé si te conté que, en la misma época en que a Borges le hicieron difícil la entrada a la UCA, le pasó algo por el estilo en una institución de cultura inglesa en Buenos Aires: ofreció un grupo de lectura en anglosajón, que se canceló al poco tiempo porque, como tenía lugar los sábados por la tarde, no les venía bien pagar a alguien sólo por abrir y cerrar el lugar. Así pasaron las reuniones a la esfera privada y Borges nos invitó a reunirnos en casa de su hermana Norah. De ahí, alrededor de 1974, emigramos al piso donde vivía con su madre, que ya tenía muchos años y se estaba desmejorando.

Ya me conocés. Yo era una buena niña, alumna aplicada de la UCA, salida, como vos, de un augusto bachillerato humanista donde estudiábamos latín y griego. Y mi interés por los griegos y latines también me dio curiosidad por ver cómo leía Borges y así llegué al grupo de anglosajón. Esperaba, y más a mis veinte años, cierta solemnidad. Para mi sorpresa, allí nada era académico ni reverente, ni en la selección de lecturas ni en la lectura misma. Leíamos, sí, poemas y prosa en anglosajón, no siempre los más célebres, pero también hundíamos nuestras narices en Jack London y Dylan Thomas. La meta no era aprender anglosajón, sino descifrar los textos para luego observar las palabras, las imágenes, el ritmo. Ay, Borges y el ritmo.

Al final lo que aprendí fue a leer con más libertad y menos academicismo. Cuando fui a parar al departamento de clásicas en Tübingen con mi beca para estudiar griego, los filólogos me resultaron reverentes y acartonados. Así, a fuerza de contrastes, descubrí que un enfoque normativo de la lengua no era lo mío, y empecé a estudiar la estructura de las lenguas en boca de sus hablantes. Monolingües, bilingües, multilingües, los que hablan dialectos poco reconocidos ni siquiera por ellos mismos. Así terminamos vos y yo, multilingües e itinerantes: castellano peninsular, argentino, alemán, inglés, etc. Buenos Aires, Madrid, Extremadura, por un lado, diversas estaciones en Alemania y Cambridge por el otro. Y las conversaciones, que siguen enhebrándose.

CLARA OBLIGADO

Querida Teresa, qué rápida tu respuesta. Me gusta mucho esa relación entre costura, amistad y literatura. Sigamos, pues, con este hilo de nuestra conversación y, aunque sea un poco dispersa, no demos puntada sin hilo.

Sí, es cierto. Borges y su falta de solemnidad. ¿Tan poco solemne como nosotras, equiparando bordado y escritura? Borges, tan sacralizado, cuando él era todo lo contrario. Decía que, a su muerte, le gustaría que lo confundieran con Quevedo. Basta que digas que fuiste alumna de Borges para que la gente te mire con admiración, así es ahora, no tiene nada que ver con lo que sentía yo entonces. ¿Me enseñó Borges a escribir? Quizá mucho más tarde. A lo que sí me enseñó fue a leer. Libros de Marlowe más que a Shakespeare, porque él daba por hecho que a Shakespeare era de cultura general. Leíamos al bies, manga ranglan, diría una costurera. Esa manera tan peculiar de acercarse a los textos, más como fuente de placer que como erudición. Yo sigo leyendo así, con entusiasmo adolescente. A medida que me hago mayor releo más que leo, es verdad, pero también mezclo y me asomo a libros que están en los márgenes.

Cuando recorro sus prólogos me resuena esa voz monótona, insegura, el tartamudeo. Los versos en anglosajón, de seis a ocho de la tarde, los martes, cayendo sobre la tarde gris de Buenos Aires, el clima político irrespirable, el cansancio y el aburrimiento. Qué no daría hoy por tener un maestro. Pero la edad nos quita eso también, y nos toca enseñar a nosotras. La voz de Borges, su manera de levantar los ojos casi ciegos hacia el techo para empezar a recitar. Brillaba. Era un aeda.

No recuerdo haberlo escuchado jamás hablar de su propia escritura. No sé cómo será en la academia, pero los escritores, hoy, nos damos codazos para hablar de nuestros libros, somos una promoción ambulante, el primer plano de las fotos. Él, en cambio, tenía una curiosidad insaciable y una ironía que te dejaba sin aliento. Una ironía educada y demoledora. Lo iba a buscar a la facultad un peluquero. Sí, un peluquero, alguien totalmente anónimo, estoy viendo su melena rizada, su conmoción. Así, pues, Borges se asía a su brazo de lazarillo, salía de clase y bajaba la angosta escalera, taponándonos el acceso al bar; una procesión de jóvenes incapaces de interrumpirlo. Como si la clase no hubiera terminado, seguía hablando y hablando. Era un manantial de literatura.

¿Te convertiste en lingüista gracias a Borges? ¿Me convertí en escritora gracias a él? Es muy difícil saberlo. Nunca me sentí tocada por el dedo de su gracia, pero, conforme pasan los años, lo admiro más y más. Copiar a Borges es una de las peores ideas que puede tener un escritor, disfrutar de esa sombra que las palabras dejan cuando se despojan de su semántica es, quizá, uno de los momentos más luminosos de mi vida.

TERESA PARODI

Muy cierto eso de que hablaba de sus lecturas, pero no de su escritura en clase. Curioso, ¿no? En el grupo de anglosajón, casi nunca. Allí uno leía en voz alta, otro manejaba el diccionario. Borges escuchaba y comentaba lo que se le iba ocurriendo: «esto suena a Carriego», «¿Y esto? Parece aquella nota agregada por el autor de un poema diciendo “oportuna licencia poética, ya usada por…”». Irreverente y con razón las más de las veces. Claro que recitaba y recitaba: un aeda ciego. Los que no le permitían los ojos se lo daba el oído, creo, y allí su sensibilidad por el ritmo. Mientras los textos anglosajones eran el centro, también aparecían en los comentarios autores de cualquier época, De Quincey, Silvina Ocampo (más inteligente que Victoria, decía), Swinburne, Quiroga, Hölderlin. Y la Encyclopedia Britannica.

Nos reuníamos los domingos por la tarde varias horas. El grupo consistía en unas siete u ocho personas, de lo más variopinto: María Kodama, por supuesto, un hombre muy formal, interesado por la lectura y por los pájaros, otro nada formal, con gran interés por las lenguas exóticas (del anglosajón al quenya), una señora inglesa muy leída, un chico de a lo sumo 20 años, que había ganado un concurso en televisión contestando sobre Borges (y quería el dinero del premio para comprarse un caballo). Al grupo se agregó el Beppo, el gato, y nos mantuvimos bastante estables a lo largo del tiempo. De vez en cuando aparecía alguien que quería hacer una entrevista o una serie de fotos. La regularidad de los encuentros cambió un poco después de la muerte de la madre, en 1975, cuando Borges empezó a viajar, ahora acompañado por María. Cuando me fui a Alemania a principios de los 80, todavía seguían reuniéndose.

La casa era típica de ese barrio de gente acomodada y conservadora. Conversadora, también. La habitación de Borges era muy pequeña: una cama angosta, una silla, una estantería a la medida del lugar, donde tenía sus libros más queridos, entre otros una edición de la Edda que nos mostraba, pero que no se podía tocar. ¿A dónde habrá ido a parar ese libro? ¿Dónde estarán los libros de Borges?

La mayor parte del tiempo estábamos en la sala, con su sofá y varias sillas para todos. Una para Beppo, que no compartía, de la que era imposible arrancarlo. María era bastante indescifrable, muy cuidadosa de su vida privada, entre ellos había mucho afecto sin el menor atisbo de sentimentalidad. Era también irónica, con un lado que nadie comenta: le encantaba salir a bailar, a lugares de mucho ruido. Me prometió llevarme en uno de nuestros últimos encuentros, pero no llegamos a hacerlo.

CLARA OBLIGADO

Te mandan saludos mis gatos. ¿Por qué no tenés un gato? Serían felices en tu casa, en tu jardín. Se meten entre mis sábanas y en mis cuentos. Por la mañana saltan a la cama y ronronean mientras trabajo y tomo café, el ordenador sobre una almohada. Abro un ojo y ya están.

Desde la cama veo la terraza, los ciclámenes en flor. ¿Y si organizamos un viaje al jardín blanco de Vita Sackville-West? Ya es hora de que hagamos aquello que siempre quisimos hacer, a nuestra edad se trata de ahora, o nunca. Pasamos muchos momentos oscuros, ¿verdad? Se cumplen cuarenta y ocho años del golpe militar que desencajó nuestra generación. Qué corte tan brutal en ese mundo que parecía idílico. Fui estrepitosamente joven, gasté a conciencia esos años y no echo de menos nada. Me viene una escena que ahora me parece soñada: Borges en la Biblioteca Nacional. Era noviembre, creo, porque el recuerdo es azul jacarandá. Esos árboles de Buenos Aires, jacarandá, con acento agudo. Allí nos recibía, y allí lo fui a ver con la impertinencia de la edad, y escuchó pacientemente lo que tenía que decirle.

Minifalda, seguro, mi librito de la colección Austral, dispuesta a debatir con él mi lectura de El asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, uno de los creadores del género policíaco, que a Borges le encantaba. Me oyó en silencio, asintiendo cada tanto a mis observaciones. En la sala estaban también Victoria Ocampo, que llegó alegre y ruidosa, calzada con alpargatas, y Bioy Casares, guapo como el galán de una película antigua. Seguro que yo interrumpí alguna conversación interesante, o divertida, pero Borges me escuchó con toda su atención y salí de allí sintiéndome a su nivel. Así te hacía sentir Borges. Cuando llegó el día del examen, que era oral, también me escuchó asintiendo. Luego lo escuché decir, «¿cómo voy a interrumpir a una señorita?», y me puso la nota máxima. No por mi genialidad, sino porque se la ponía a todo el mundo, feliz, sin duda, de ese rato de literatura compartida.

Hoy es 24 de marzo, y ese 24 de marzo quebró nuestra historia, nuestra vida, empezamos una diáspora que aún no ha terminado. Borges dice: Los hechos graves están fuera del tiempo y es una gran verdad. Cuando me preguntan qué otros escritores o escritoras componen mi generación, no sé qué decir. Somos una generación rota. Hace muy poco Leila Guerriero sacó un libro, La llamada, que habla sobre una mujer que perteneció a nuestra generación. Seguro que es muy bueno, pero no creo que lo lea, luego tengo pesadillas. Qué difícil me resulta cerrar estas historias. Si acerco demasiado la mano a los recuerdos me quemo.

Libros, jardines, familia, y ahora el bordado. Bordar, unir, pero también clavar la aguja en la sangre. Somos arañas tejedoras, como decía Louise Bourgeois. Los remiendos, como poner un parche de belleza sobre un hueco que dejó la historia. Recuerdo cuando nos reuníamos en tu casa para traducir griego. La Anábasis de Jenofonte, creo, o la Odisea, tal vez. Vos, a toda velocidad, tan segura. Yo, como quien tropieza sobre las piedras. Lo mío nunca fue la lingüística, y sigo admirando tu facilidad. Siempre pienso que éramos como un yo dividido, hacíamos la misma carrera, pero nos especializamos en zonas casi opuestas. ¿Te das cuenta de que tenemos casi la misma edad que tenía Borges cuando nos daba clase? Ni vos ni yo vivimos ya en el Sur, en ese Sur al que siempre descendía, y recuerdo esa frase suya, tan lapidaria, tan efectista, de su poema «Buenos Aires». «No nos une el amor, sino el espanto, será por eso que la quiero tanto». ¿Tuvo sentido que él, que había decidido vivir en el Sur, viniese a morir al Norte? Mis padres están enterrados en el Sur, yo, probablemente, moriré en el Norte.

TERESA PARODI

Bruselas-Cambridge

Difícil cerrar la historia de una generación rota, dispersa, pero también remendada y sobreviviente. Un poco como esa técnica japonesa de arreglos que no ocultan las fracturas: las resaltan con oro y mantienen la historia del objeto. Similar a la idea de Celia Pym en su libro On mending: stories of damage and repair: no hay nada que no se pueda reparar. Hace unos remiendos fascinantes que incluyen el desgarro como parte del diseño.

Nuestro mundo idílico de las lecturas siguió después del golpe, pero también conocíamos el reverso. Te acordás que poco después del golpe Videla invitó a un grupo de intelectuales a un almuerzo. La historia tiene un capítulo que nunca te he contado. La primera reacción de Borges, que estaba invitado, fue que no iría. Pero al cabo de un rato pensó que era una oportunidad para llevar las cartas de familiares de desaparecidos que venía recibiendo. Y fue. En la foto todos sonríen. Claro que me recuerda la espléndida exposición del Prado: ¿quién sabe lo que se oculta del otro lado? La imagen que se trasluce, la imagen en negativo, algo enteramente distinto…

Llevamos, en efecto, años y años escribiéndonos. Los delirios familiares, las mudanzas de país en país, las casas, los jardines. ¿Bordar parecido a escribir? Sí, claro: las conversaciones escritas o habladas se bordan, se desmadejan, se vuelven a encaminar. Con variedad de hilos, buscando el más adecuado: ¿mejor otra lengua? ¿Mejor otro estilo? ¿Has visto cómo los hablantes, chicos y grandes, se abren paso en una o muchas lenguas? Intuyen qué andamios sirven y van armando su sistema, su gramática. Es curioso que hayamos terminado las dos trabajando con la palabra, pero en vías distintas: vos con la pluma al vuelo y exquisita sensibilidad para las palabras y el ritmo, y yo con la palabra hablada y las estructuras.

Pintoresco también que nos parezcamos en una vida itinerante: vos presentando tu libro, yo a un coloquio de lingüística. Quizá por los viajes no tengo gatos. Sí tengo mascotas de ficción, sin realidad material. Una visita al jardín de Vita Sackville-West no es descabellada. La lluvia sigue y sigue, pero a todo esto se ha declarado la primavera: florecen los cerezos. Gran abrazo, Teresa


Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El PaísThe Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés. 

Clara Obligado nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976, donde dicta Talleres de Escritura Creativa. Recibió el premio Lumen por su novela La hija de Marx, el Juan March Cencilio de novela breve por Petrarca para viajeros (PreTextos) y el Setenil al mejor libro de cuentos del año por El libro de los viajes equivocados. Sus ensayos Una casa lejos de casa y Todo lo que crece han sido reeditados en múltiples ocasiones y el último está siendo traducido al inglés. Como antóloga incursionó en el microrrelatos con Por favor, sea breve y coordinó para Nórdica Editorial el Atlas de Literatura Latinoamericana (arquitectura inestable). Su último libro es Tres maneras de decir adiós, Páginas de Espuma, marzo 2024.

Teresa Parodi originaria de Argentina, es lingüista en la Universidad de Cambridge (Reino Unido). Desde 1996 y se especializa en la adquisición de la gramática en niños y adultos bilingües y multilingües. Antes pasó 12 años en Alemania (en Tübingen, Düsseldorf, Hamburgo), también trabajando en el campo de la adquisición de la sintaxis. Una publicación representativa es Speaking in tongues ( en The Conversation), un artículo de difusión.

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