Martyn Rady
Los Habsburgo. Soberanos del mundo
Traducción de Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda
Taurus, Barcelona, 2020
501 páginas, 25.90 €
En origen, la dinastía de los Habsburgo reinaba en Europa Central y Austria constituía el corazón de su territorio, pero en los siglos XVI y XVII también pasaron a ser los monarcas de España y de las posesiones españolas en los Países Bajos, Italia y el Nuevo Mundo. Los Habsburgo fueron los primeros gobernantes cuyo poder abarcó el mundo entero «y lograron su grandeza –escribe Martyn Rady– gracias a su buena suerte, pero también por el uso de la fuerza». Concebían su poder como algo para lo que estaban predestinados y como una parte del ordenamiento divino del mundo. Hablaban de un «imperio universal» y de una «monarquía universal», en definitiva, de un régimen acaudillado por soberanos de la casa de Habsburgo, e imitaban la épica clásica para presentar a los emperadores de esta dinastía a la manera de los césares romanos.
Los Habsburgo adoptaron una visión global de un mundo unido bajo el dominio intangible de un solo soberano, entregado al servicio de la religión, a la consecución de la paz entre los cristianos y a la guerra contra los infieles. Pero ese principio, tal y como nos dice el autor de este extraordinario libro que comentamos, nunca llegó a convertirse en un programa político ni siquiera dentro de los territorios gobernados por ellos. Martyn Rady, catedrático de Historia de Europa Central en la University College de Londres, nos relata, paso a paso, esta realidad de cómo la política se inmiscuiría en el panorama general, confundiría la mística de la monarquía habsbúrgica y haría que sus manifestaciones resultaran a menudo superfluas y banales. «Pero algo quedaría de esa visión –puntualiza el profesor Rady–, incluso cuando la dinastía de los Habsburgo llegó a las últimas décadas de su existencia, hace poco más de un siglo». La finalidad de esta gran obra es explicar su imperio, lo que ellos imaginaban y cómo lo imaginaban, así como los fines, los proyectos, los éxitos y los fracasos de la que llegó a ser la primera empresa global de la historia. El profesor Rady nos cuenta en su riguroso trabajo cómo durante más de nueve siglos, los Habsburgo engendraron bobalicones y visionarios, aficionados a la magia y a la masonería, fanáticos religiosos, monarcas comprometidos con el bienestar de sus pueblos, mecenas de las artes y adalides de la ciencia y constructores de grandes palacios e iglesias. Algunos de sus miembros se entregaron abnegadamente a la paz, mientras que otros se embarcaron en guerras estériles.
Este libro muestra que la pista de los primeros Habsburgo solo puede seguirse hasta finales del siglo X, cuando vivían en la región del Alto Rin y de Alsacia, en la actual frontera entre Francia y Alemania, y en Argovia, al norte de la Suiza actual. De esta etapa inicial, se alimentó la creencia de que los primeros Habsburgo no fueron más que una banda de magnates desaprensivos que recorrían los campos asesinando a sus habitantes y saqueándolo todo. Cierto o no tan cierto, la realidad nos muestra que a mediados del siglo XIII los Habsburgo eran la familia más poderosa del ducado de Suabia. Sus posesiones se extendían desde Estrasburgo hasta el lago de Constanza y desde el río Aar hasta los valles boscosos de los Alpes, es decir, desde lo que actualmente es el Este de Francia hasta la frontera occidental de Austria, incluido un buen pedazo del Norte de Suiza. Aquí se apunta que los Habsburgo tuvieron la suerte de que el corazón de sus tierras cruzara los caminos y los puestos de cobro de portazgos y derechos de aduana que iban desde el norte de Italia hasta Francia. También tuvieron suerte con sus alianzas políticas y su robustez genealógica. Los Habsburgo fueron unos supervivientes. «Generación tras generación –observa Rady–, lograron engendrar herederos; si no tenían hijos varones, siempre tenían a mano a algún primo o a algún sobrino».
Rodolfo de Habsburgo es señalado como todo un personaje que consiguió ponerse al frente del Sacro Imperio Romano Germánico. Fue elegido en Aquisgrán en septiembre de 1273 y coronado al mes siguiente con la diadema real. Pero, de momento, solo era rey. Para titularse emperador, tenía que coronarlo el papa en Roma. Hasta su muerte, acaecida en 1291, batalló por conseguirlo, sin embargo, no logró que el papa lo coronara emperador y tuvo que conformarse con el título de rey. De sus inmediatos sucesores, el autor destaca la figura de Federico, duque de Estiria, coronado emperador con el nombre de Federico III y que vivió más que sus parientes y que sus adversarios, y pudo así reconstruir el patrimonio dividido de los Habsburgo en un solo bloque. Cuando falleció en 1493, eran una familia imperial, pues llevaban ya cincuenta y cinco años como titulares del Sacro Imperio Romano Germánico. El hijo de Federico, Maximiliano, ascendió al poder a la muerte de su padre. Casado con María de Borgoña, tras su prematura muerte tuvo que batallar duro por mantener su autoridad en los Países Bajos. En 1494, Maximiliano se vio obligado a ceder el poder a su hijo Felipe, pero Felipe murió en 1506, momento en el que su mencionado padre asumió la regencia en nombre del hijo del difunto, Carlos de Gante, todavía un niño pequeño. Con el fin de mitigar la oposición, Maximiliano confió la regencia a su hija, Margarita. En resumen, podemos decir que Maximiliano consiguió que los Habsburgo dejaran de ser una dinastía mediocre de Europa Central para convertirse en la primera potencia del continente al lado de Francia. Cuando su nieto, Carlos V, le sucedió en el trono imperial, los Habsburgo dieron un paso más y se convirtieron en una potencia mundial.
El joven Carlos V se hizo cargo de la grandiosa herencia española en 1516 a la muerte de su abuelo materno, Fernando de Aragón. Pasó así a ser también Carlos I de España. Además, en 1519, resultó elegido titular del Sacro Imperio Romano Germánico. Carlos fue coronado rey de romanos en Aquisgrán. Poco después presidió la reunión de la dieta imperial convocada en Worms. Fue allí donde conoció a Martín Lutero, a quien el papa ya había excomulgado. Después de la celebración de la dieta, Carlos regresó a España, adjudicando las tierras que los Habsburgo poseían en Austria a su hermano Fernando, que no logró frenar la difusión de la Reforma protestante que había inspirado Lutero. A partir de 1555, Carlos V abdicó de sus títulos paulatinamente y se retiró en el monasterio de Yuste, en Extremadura. Cuando falleció, justo en el momento de máxima expansión, los dominios de los Habsburgo fueron divididos en dos: una parte española gobernada por Felipe, el hijo de Carlos, y otra parte centroeuropea, perteneciente al hermano de Carlos, Fernando.
El autor nos muestra que Fernando no logró imponer un Gobierno uniforme, del mismo modo que tampoco pudo aplicar la concordia religiosa. Por su parte, Felipe, heredó de su padre la convicción de que los monarcas de la casa de Habsburgo debían defender y promover la fe católica y de que esa era la primera obligación de la dinastía. Felipe llegó a declarar: «Antes de sufrir la menor quiebra del mundo a lo de la religión y del servicio de Dios, perderé todos mis estados y cien vidas que tuviese, porque no pienso ser señor de hereges». Tras hacer un riguroso recorrido por todo el reinado de Felipe II, el autor destaca la importancia de las dos posturas distintas adoptadas por las dos ramas de los Habsburgo ante la religión católica: una llevaba los dones de la paz y el compromiso, y la otra la espada de la España militante, lozana y vigorosa después de su victoria de Lepanto. Por su parte, los emperadores Maximiliano II y Rodolfo II fueron siempre como mínimo ambiguos por lo que se refiere a sus convicciones religiosas. Años después, su sucesor, Fernando de Estiria, recuperaba su compromiso con la fe católica con palabras que recuerdan las de Felipe II: «Antes preferiría perder mis tierras y a mi pueblo que causar algún quebranto a la religión». Sus descendientes serían igualmente devotos.
Medio siglo después de la paz de Westfalia, el emperador Fernando III volvió a asumir el papel de protagonista en el Sacro Imperio Romano Germánico. Seguidamente, su hijo Leopoldo lo mantuvo. Sin embargo, no acertó a la hora de perseguir a los protestantes ni en su afán de despojar a los judíos de sus bienes. Durante su reinado tuvo lugar el famoso asedio de Viena, que se prolongó por espacio de dos meses. Finalmente, los aliados consiguieron la victoria. Los otomanos no volverían a recuperarse nunca de la derrota sufrida a las puertas de Viena. Tras numerosas conquistas y grandes reconocimientos, en 1700, a la muerte sin herederos de Carlos II de España, de nuevo, se reanudó el conflicto. El emperador Leopoldo y Luis XIV se disputaron la herencia del rey difunto y las potencias europeas contemplaron aterrorizadas la perspectiva de que el rey de Francia se apoderara de España y de sus territorios ultramarinos.
Después de un interesante capítulo dedicado a los últimos Austrias españoles, titulado significativamente «Los reyes invisibles de España y la muerte del hechizado», con el fallecimiento de Carlos II, el dominio de los Habsburgo en la península ibérica tocó a su fin y, con él, el dominio de los Austrias en las Américas y el Pacífico. En adelante, sus dominios quedarían confinados a sus posesiones en Europa. Su «imperio de dos mundos» había acabado.
Tras José I y Carlos VI, un especial reinado vino a ser el de la hija de este último, María Teresa, que gobernó desde 1740 hasta 1780 con un aparato de control y vigilancia administrado desde arriba, bajo el control general del gobernante y sus agentes; es lo que se conoció con el nombre de «Estado mecánico». Este mismo sistema también lo siguió su hijo, José II, que fue emperador en colaboración con su madre desde 1765 y luego único monarca de la casa de Habsburgo de 1780 a 1790, fecha en la que fue sucedido por su hermano Leopoldo II, personaje definido como «cínico y manipulador». Dos años después de ascender al trono, Leopoldo falleció a causa de una apoplejía y le sucedió su hijo, el joven Francisco II, que reinaría de 1792 a 1835. Recién estrenado su reinado, Francia declaraba la guerra. De este periodo, el autor destaca el papel fundamental jugado por Clemens von Metternich, cuyo mayor logro está en el mapa de Europa. Napoleón lo había destrozado, pero él lo restauró y dio al nuevo Imperio austriaco una posición hegemónica en el centro del continente.
En 1835, Francisco fue sucedido por su hijo Fernando, que padecía raquitismo infantil y epilepsia y, después de considerables desastres y concesiones, en 1848 abdicó a favor de su sobrino, el archiduque Francisco José, quien en menos de veinte años de reinado perdió Lombardía, Venecia y la Confederación Germánica, y pudo mantener Hungría gracias a la intervención de dos personas: la del jurista y político Ferenc Deák y la de la emperatriz Isabel, esposa de Francisco José. A partir de 1867, las muertes violentas se convirtieron en algo habitual en este reinado. En 1889, Rodolfo, el príncipe heredero, se quitó la vida. Sissi, la emperatriz, fue asesinada en Ginebra en 1898 por un anarquista italiano. En junio de 1914, el archiduque y heredero Francisco Fernando y su esposa fueron masacrados por dos tiros mortales disparados por el terrorista serbio Gavrilo Princip. De inmediato, Austria-Hungría declaraba la guerra a Serbia y, seguidamente, Europa toda entraba en guerra. Al finalizar la contienda, el Imperio de los Habsburgo se disolvía en distintos estados-nación independientes.
Estoy del todo de acuerdo con los historiadores y críticos que afirman que este es el mejor y más completo libro que se ha escrito sobre los casi diez siglos de historia de los Habsburgo.