Jazmina Barrera
Cuaderno de faros
Pepitas de Calabaza, Logroño, 2019
128 páginas, 15.50 €
Discretamente, prescindiendo de mayúsculas en la tipografía de portada, llega a nuestras manos cuaderno de faros de la escritora jazmina barrera (Ciudad de México, 1988), un libro que se define como algo menor de lo que realmente es. Protegido de la expectativa, guarecido en la discreción de lo que entendemos por cuaderno, y en una minúscula que relaja la ampulosidad de la autoría, este primo menor o estadio anterior del libro sería un creativo cuaderno de bitácora si acompañase al navegante pero, en este caso, la aproximación al faro es por vía terrestre. No hay bitácora sino guantera. Road trip que encuentra en el hallazgo del faro, refugio solitario, para habitarlo, paradójicamente, en compañía de ecos literarios.
Coleccionar, dice la autora, faros o cualquier otro motivo, «es una forma de escapismo». Canaliza la obsesión creativa en una dirección y, además, aporta ritmo. Los faros que visita —va de Yaquina Head a Jeffrey’s Hook, de Montauk Point al Faro de Goury y de Blackwell al Faro de Tapia— son el estribillo (cada faro corresponde a un capítulo), el mantra, dice ella en un momento dado, que articula este cuaderno para que el divagar no devenga en pérdida: forman una cadencia que evita lo errático. Una vez situada y situado al lector en el lugar, vincula la crónica del viaje con fragmentos de lecturas que amplían su experiencia individual, unos extraídos de la memoria lectora que ha formado su imaginario, otros fruto de la investigación que contribuye a hacer del diario, un apunte especializado («Todos los faros. Todo sobre los faros»). ¿Somos lo que leemos?
Se convierte así el cuaderno en una exploración acerca de qué significan los faros para sensibilidades afines, como puedan serlo, en ciertos momentos, la de Edgar Allan Poe, quien poco antes de fallecer comenzó a escribir una historia contada como una serie de entradas de diario, articulada en torno a un faro, metáfora de aislamiento. Que este cuaderno no es un diario, y lo dice, si no recuerdo mal, en un par de ocasiones. Pero digamos que no es un diario en la medida en la que la pipa de Magritte no es una pipa. También aparece Walter Scott, quien también escribió un diario, en su caso, durante el viaje que hizo junto con el abuelo de Stevenson para visitar los faros que este había construido por Escocia; y, especialmente, Virginia Woolf, cuya obra Al faro acompaña a la escritora en el despegue del viaje, forzando la coincidencia, sin duda, para, apoyada en lo literario que le es afín, construirse, armar la arquitectura del cuaderno. Circulan entre estas páginas referencias a Lawrence Durrell, Suetonio, Homero, James Joyce, Herman Melville o Luis Cernuda: compañeros de este viaje informativo y poético, lúcido y contenido. Todos fueron seducidos en algún momento de su obra por la figura del faro. También, de soslayo, asoman otros escritores que no se han resistido al imán, si no del faro, de su gemelo en tierra: la torre. Como Montaigne, cuya biblioteca estaba situada en una torre de su castillo del Périgord, o Quevedo, Señor de la Torre (señor sin reconocimiento de su señorío y torre, bueno, si el nombre hace a la cosa…), quien en su destierro halló paz y refugio en compañía de «pocos pero doctos libros juntos», o Hölderlin, doblemente aislado durante más de treinta años, en una torre medieval de Tubinga y en su propia mente trastornada: monstruo de su laberinto. Por cierto, no está en estas menciones Segismundo, para quien el aislamiento no fue refugio sino confusión y, el mundo, ficción.
El valor simbólico y nostálgico del faro recogido por tantos autores incita a esta viajera en busca de una realidad que imite de alguna manera a la ficción. Hay un homenaje a la literatura entre estas páginas, literatura aprehendida y convertida en camino. No obstante su estilo es contenido, medido, a la manera de esos cuadernos de bitácora que antes mencionábamos, un apunte, un dardo. Algo seco a veces, austero. Tanto es así que podemos decir que su prosa necesita, en determinados instantes, callar. Al silencio suelen darle más espacio e importancia los músicos (y los poetas) que los novelistas o ensayistas. También el marinero calla. Aquí baila la prosa en torno al faro impasible, se detiene, respira. El faro de piedra, el cuerpo que piensa, la escritura que los vincula, entre lo orgánico y el objeto, cosa rara, el libro.
También entre: entre la geografía y la literatura, viaja este cuaderno, aunque sin avanzar apenas, bajo una luz melancólica, como en ese óleo de Hopper en el que aparece un faro. Toda pintura es estática, en cuanto objeto que es, pero la de Hopper más. Y este libro pareciera bañado en esa luz, naturalmente cómodo con ella, tanto como esa frase de John Berger que cita la autora: esa luz que se siente, que posa su mano sobre tu espalda y «no te vuelves porque reconoces su tacto desde hace mucho, mucho tiempo». Esa mano detiene este diario de viaje, permite que el estatismo del farero se filtre en lo narrado. Aunque quizá no sea quieto, sino más bien un movimiento del que va y viene, puesto que la colección de faros es punto de partida, camino, dirección y meta. Avanza y gira, asciende y desciende en el tiempo y en la geografía: desde el faro de Alejandría a las esculturas de Chillida en San Sebastián, que no son faro, pero casi.
Su propósito no es chico: coleccionar lo que no puede juntarse. El aislamiento está en el ADN del faro. De hecho, algo duele levemente en su lectura: la imposibilidad. El faro expulsa la definición misma y se explica, más bien, en parejas contradictorias: la luz y el granito, lo sólido y lo líquido, lo pleno y lo vacío, lo inerte y lo orgánico, lo masculino y lo femenino. «No se puede pensar el faro sin el mar. Porque son uno, pero a la vez lo contrario» dice Jazmina Barrera. El faro es un alivio temporal, pero como lugar de cobijo es hosco, poco acogedor. Estate de paso, parece decir y luego márchate. El riesgo de la permanencia, el aislamiento, tal vez, la locura. Quizá sea esa dicotomía entre la búsqueda de refugio en un lugar que salva y expulsa, lo que tizne este diario de una tensión de impulsos antagónicos. Del faro emana una fuerza de gravitación y una luz que proyecta y atrae hacia la espiral ascendente y descendente de su espacio interior: energía en reposo pero secretamente activa.
Hacia el faro aunque, finalmente, hacia sí, transcurre esta experiencia con una voz narrativa que se mira sólo de soslayo, lo que no es mal truco. Desviar la atención para protegerse: «si me concentro mucho en mí misma, me duelo» y, para alojarse en un mundo de afinidades —literarias— electivas. Es un buen disfraz para el introspectivo, habitarse en la experiencia leída y mostrarse a través del espejo que está más allá del espacio-tiempo: «hablo de Scott en presente y de mi viaje en pasado». Un pasado que se convierte en presente (leemos aquí y ahora), más presente mientras el libro está abierto que ese otro presente que cierra el libro y añora la experiencia inaprensible de ese otro, que es uno, en otro tiempo y lugar. Los japoneses tienen una palabra precisa para este galimatías: «Hiraeth quiere decir nostalgia por un hogar al que no se puede volver o que nunca existió», dice Barrera. No hay vuelta atrás salvo hacia adelante, y tampoco. ¿Cuál es entonces el camino que toma este cuaderno?
Dejemos que lo diga ella: «Quisiera ser un barco que lleva a las personas al Pharos. Quisiera ser el Pharos» Se nota, se imanta. El ritmo que toma su prosa es sólido, atemporal, desapasionado, indiferente, como el faro mismo. Voz que atrae porque se encuentra en un punto frágil: en equilibrio entre la pasión (en forma de coleccionismo, de deseo de poseer) y la renuncia. Y son esas voces narrativas que penden de un hilo las que mantienen al lector sujeto bajo cierto magnetismo, atrapado como supongo a los marinos ante la voz de las sirenas: entre la belleza y el abismo, entre el sí y el no, sostenido en equilibrio. No se puede apartar la vista del que camina en la cuerda floja, algo está a punto de pasar.
Por cierto, ¿dónde está aquí, de haberlo, el monstruo? En las historias con mar suele haberlo. Barrera señala cómo en El faro del fin del mundo de Julio Verne lo terrible está afuera, el temor de lo desconocido. En cambio, en historias más contemporáneas de fareros los monstruos son más bien internos. No hay faro en El corazón de las tinieblas, y por tanto no está en este libro, pero la inmersión en el aislamiento de Kurz lo lleva a un lugar en donde se dan la mano el monstruo exterior y el interior. Fascinación ante el abismo. Un explorador y viajero conocido se ha referido alguna vez al peligro de la imagen de los volcanes. Demasiado magnéticos, bellos. Ceder a su contemplación y no dar la vuelta a tiempo puede ser fatal. Barrera dice algo semejante: «Me estoy enamorando de una idea de belleza que por momentos se parece demasiado a la muerte. Ciertas colecciones estarán para siempre incompletas y a veces es mejor no persistir». Claro, de ahí el cuaderno, inacabado, fragmentario.
La analgesia del faro («Here is Belladonna, the Lady of the Rocks, The lady of situations»): monstruo narcotizante. Frente a ese deseo de que «no suceda nada», el cuaderno es apuesta vital por lo inacabado en balanza compensatoria. Saber soltar antes de que el yo, el autor, quiera hacer la colección más completa, ceda a la vanidad de lo cerrado que otorga el derecho a la mayúscula. No decirlo todo, porque no hay ese todo y, al saberlo, ser tránsito, cuaderno.