La novela de la memoria en el tiempo de las distopías
Escribir sobre la novela de la guerra civil española en 2022, en medio de la guerra de Ucrania (que, evitando asimilaciones fáciles, va repitiendo patrones de lo sucedido con la de España: un ataque inesperado que hace prever primero una victoria rápida de los agresores, frenada pronto por una resistencia inesperada en la capital; una condena casi unánime al atacante que sin embargo no logra cambiar la relación de fuerzas; una retórica de apoyo al bando percibido como víctima que se va debilitando según la guerra comienza a alargarse), tras una pandemia global sin precedentes, y en medio de un complejo proceso de hibridación entre la inteligencia humana y la artificial, correría el riesgo de parecer un anacronismo, en una época en la que novelas como Membrana (2021) de Jorge Carrión, Omega (2021) de Javier Moreno o Circular 22 (2022) de Vicente Luis Mora, parecerían reflejar mejor las preocupaciones de nuestra época, y cuando el propio Isaac Rosa (Sevilla, 1974), que debutó, al filo del milenio, con La malamemoria (Del Oeste Ediciones, 1999), novela que reflejaba la herencia del conflicto en nuestro presente, se interesa ahora por lo distópico, como muestra su última novela, Lugar seguro (2022), donde el protagonista, Segismundo García, se dedica a vender búnkeres para proteger de la inminente catástrofe y colapso globales.
Y sin embargo, cuando uno lee dicha novela, lo que se evidencia es una desconfianza hacia los catastrofismos hoy tan en boga que suelen correr parejos a una idealización de un pasado que suele implicar una agenda conservadora, cuando no reaccionaria. En una entrevista reciente, Rosa afirmaba que «ahora mismo, las dos grandes fuerzas que tiran de nosotros son la nostalgia hacia el pasado y la mirada distópica hacia el futuro», frente a lo cual recordaba que «el futuro será lo que estemos dispuestos a defender». Por eso, hay en Isaac Rosa una visión de la escritura que, aunque se resista a etiquetar bajo el nombre de compromiso, tiene una de sus constantes en las ideas de responsabilidad y de hacer frente a los poderes del pasado. Esto se mostró claramente en dos de sus novelas, que abordaban la guerra civil y el franquismo desde una de las escrituras más originales para narrar esos periodos cuya ficcionalización recurrente no ha evitado muchas veces el riesgo de la banalización.
Evolución o devaluación de la novela de la memoria
Desde principios de los años 90, la guerra civil y el franquismo fueron tema principal de una parte importante de la narrativa escrita en España. Se habló, a posteriori, de un silenciamiento de dichos temas, pero lo cierto es que, sobre todo desde el exilio (otra cosa es que la literatura exiliada se ignore), la guerra civil española había sido el mayor venero ficcional, con ciclos novelísticos tan importantes como El laberinto mágico, de Max Aub, o Crónica del alba, de Ramón J. Sender. Este silenciamiento tuvo lugar más bien en las décadas de los 70 y 80. En una época de optimismo económico y de percepción de la Transición como éxito colectivo, volver a esa guerra fratricida parecía un gesto de masoquismo digno de mejor causa. Al hilo, sin embargo, de la reivindicación de las asociaciones de la memoria, la novela volvió sobre la guerra que aún hoy sigue dividiendo en dos la memoria de los españoles.
“El futuro será lo que estemos dispuestos a defender”. Por eso, hay en Isaac Rosa una visión de la escritura que, aunque se resista a etiquetar bajo el nombre de compromiso, tiene una de sus constantes en las ideas de responsabilidad y de hacer frente a los poderes del pasado
Obras como El jinete polaco (1991) de Antonio Muñoz Molina, La larga marcha (1996) de Rafael Chirbes, El lápiz del carpintero (1998) de Manuel Rivas o Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas, muy distintas entre sí, fueron grandes éxitos que señalaban el renacido interés hacia nuestra historia reciente y que se recibieron dentro de un movimiento creciente por la recuperación de la memoria histórica, aparentemente sepultada por la posmodernidad optimista de los años ochenta hasta los fastos de 1992. Siguiendo la dicotomía elaborada por Aleida Assmann, ante la inminencia de la desaparición de la «memoria comunicativa», surgía la premura por integrar el recuerdo de las víctimas en la «memoria cultural». Una necesidad que, frente a las protestas de los publicistas de derecha, no implicaba ningún tipo de revanchismo, y era expuesta en términos sumamente conciliatorios, como en las novelas mencionadas de Muñoz Molina y Cercas, representativas de este periodo.
El éxito de estas obras, y la asunción por gran parte de la ciudadanía de la necesidad de incluir el recuerdo de las víctimas en nuestra memoria histórica, produjo una amplia ola de novelas y películas situadas en la guerra civil. Como toda corriente literaria de éxito, la novela de la memoria trajo consigo un gran número de obras que solamente asumían los elementos más llamativos y produjo un cierto hastío del género. Hasta el punto de que, con la ley de lo nuevo que rige inevitablemente el campo literario, era esperable que la atención crítica privilegiara pronto propuestas novelísticas radicalmente distintas, como las de la etiquetada como «generación Nocilla», y que la novela de la guerra civil no captara la atención de los más jóvenes narradores, con excepciones como la que se tratará aquí.
Si se produjo ese hastío es porque la memoria de la guerra civil y el franquismo, incorporada a la discusión política, parecía agotada como materia para la novela más innovadora, mientras que pasaba a la novela de consumo masivo en otros autores, renunciando, para llegar a un público amplio, a cualquier pesquisa formal.
Muy distinto es el caso de Isaac Rosa, que muestra su inconformidad con la asimilación de la traumática historia reciente y presenta una alternativa de representación en sus novelas El vano ayer (2004) y ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2007).
La crítica al discurso heredado en El vano ayer y el cambio de paradigma narrativo
Con ocasión de la publicación de El vano ayer, Isaac Rosa confesaba que, sobre la guerra civil y el franquismo, siempre le había «parecido insatisfactorio y reduccionista el discurso que se ha transmitido desde la ficción: en la novela, en el cine, en la televisión».
El vano ayer, que surge de esta insatisfacción, adopta la forma del work in progress. Con la sinceridad y la ironía de quien escribe tras el éxito de otros autores con novelas como Soldados de Salamina que adoptaban la forma de la quest, de la búsqueda de una vida real que había que rescatar del olvido, Rosa no finge un encuentro inesperado, sino que describe su deliberada búsqueda en la historiografía del franquismo de una vida novelable, espigando los nombres hasta que da por azar con el de Julio Denis, que utiliza con el propósito de escribir un «relato real» en una época en lo que se ha convertido en el género de moda.
El narrador, situado entre una multitud de «jóvenes novelistas» con «ansia por entregarnos al relato real» se encuentra sin embargo con la saturación del panorama novelístico y por eso, se propone «construir una novela que no mueva al sonrojo al lector menos complaciente», una novela «que no sea en vano, que sea necesaria». Así, el narrador muestra una extrema autoconciencia, que le hace ponerse en guardia frente a los «tópicos, más o menos afortunados clichés» y los estereotipos aptos para el «lector perezoso» que ha llegado a conocer la historia del franquismo a raíz de la boga de novelas sobre el tema que la usan como mero gancho. Un hecho que, si por una parte parecería beneficioso al haber extendido al grueso de la población la conciencia sobre los crímenes de la dictadura, habría venido acompañado de una banalización, convirtiendo en lugar común y descargando de su realidad a «palabras como represión, clandestinidad, régimen, comunista, célula, camarada».
El narrador de El vano ayer, por ello, está siempre en guardia, consciente de que por su tema, es «un relato amenazado por plagios y lugares comunes». No menor es el riesgo de la deformación que supone la presentación grotesca del régimen, que minimizaría su carácter represivo y criminal. Con ello, señala el escritor sevillano, se forma «una memoria que es fetiche antes que de uso; una memoria de tarareo antes que de conocimiento, una memoria de anécdotas antes que de hechos, palabras, responsabilidades. En definitiva, una memoria más sentimental que ideológica». Frente a esa caracterización del franquismo como régimen grotesco, que aparece con frecuencia en películas como Madregilda (1993) y del franquista como personaje cómico, incluso entrañable (recuérdese al protagonista de la serie Lleno, por favor, televisada por Antena 3 con gran éxito entre 1993 y 1994), Isaac Rosa sabe conjugar en su novela lo grotesco con el horror, como al recordar las víctimas de la represión franquista y los inverosímiles partes de defunción aparecidos en la prensa, hablando de «otros que ya perdieron sus nombres y que fueron capaces de prodigios envidiados por Houdini: ahorcarse con las manos esposadas, bucear pantanos con el cráneo astillado a balazos, detener a voluntad la respiración y los latidos del corazón (parada cardiorrespiratoria lo llamaban los esforzados forenses) o lanzarse cual futbolísticos guardamentas a atrapar con el pecho las balas perdidas que en las manifestaciones buscaban el cielo».
El narrador, hacia el final de su obra, declara haber «arrojado a los pies del lector materiales enfermos, explicitado mecanismos que normalmente son encubiertos por la habilidad manufacturera del novelista, el andamiaje siempre se disimula tras hermosas cortinas». Confiesa que el motivo de ello es su «hartazgo ante cierta escritura de plantilla» y «ese meritorio runrún que destilan ciertas novelas y del que salimos con sensación de desvalimiento, de haber sido llevados de la mano por alguien que considera que no sabemos andar». Por el contrario, como ha señalado Melanie Valle, en El vano ayer, «se enfoca el proceso de construcción de la historia al mismo tiempo que se cuestiona la relación entre realidad y ficción» y se invita al lector «a ser más crítico cuando escucha o lee relatos a propósito de una experiencia pasada y, en particular aquí, relatos que cuentan unos acontecimientos ubicados en la guerra civil o la dictadura franquista».
La novela se cierra con una «adenda bibliográfica», que resulta un ejemplo representativo del «documentalismo parahistoriográfico y hasta cierto punto antipoético» que el hispanista alemán Ulrich Winter observa en las últimas novelas españolas sobre la guerra civil. En la misma línea, Antonio Gómez López-Quiñones y Christian von Tschilschke habían hablado de una «retórica de la anti-literariedad», y que lleva a novelas más ensayísticas y polifónicas, entre las que pueden mencionarse Enterrar a los muertos (2005) de Ignacio Martínez de Pisón o Ayer no más (2012) de Andrés Trapiello.
Reescritura satírica y autocrítica.
Este cambio de paradigma se hace más evidente en el libro de Isaac Rosa ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2007), «lectura crítica que realiza un anónimo comentarista sobre La malamemoria y cuyas apostillas, en letra cursiva, acompañan la reedición de esta novela que cuestiona el ingenuo paradigma anterior, desde la declaración de denuncia con la que concluía su prólogo a esta novela, donde de manera no poco retórica sentenciaba:
Nadie sabe nada, nadie conoce o recuerda nada, y la ignorancia y el olvido permiten y fomentan la desidia de los válidos, la impunidad de los más callados criminales, el insulto de las víctimas, la muerte discreta de los notables, la ignominia de los héroes y el anonimato de los humildes, la gloria de los falsarios, la corrupción de los amantes y la muerte del sentimiento.
El «más callado criminal» es el protagonista, Gonzalo Mariñas, cuyo nombre es una referencia hipertextual a Javier Mariño, protagonista de la novela homónima, y al autor de esta, Gonzalo Torrente Ballester, y cuya elección parece apuntar a una denuncia paralela a la limpieza de su pasado realizada por no pocos escritores de pasado fascista. La trayectoria de Mariñas, que participó de manera despiadada en la represión para luego evolucionar «como tantos otros, desde el triunfalismo franquista hasta posturas reformistas» (2007) hace pensar en otras figuras de novelas posteriores como el Rubén Bertomeu de Crematorio (2007) de Rafael Chirbes.
Es cuestión de palabras: para transformar la historia pasada solo hace falta utilizar distintas palabras para contarla
Un poco al modo del Pálido fuego de Nabokov, la novela consiste en un comentario, cuyo autor denuncia (frente a la complejidad de los personajes mencionados, especialmente el protagonista de la novela de Chirbes), lo plano y maniqueo del protagonista, rápidamente adscrito por el lector al tipo del cacique, «una imagen construida de tópicos, de manera que cualquier intento de presentarla tropiece en el lugar común, cansino para el lector, que dirá eso de bueno, ya está el típico cacique… […] Y es que la clase dominante, como decíamos, se protege de ser desvelada mediante su congelación en el estereotipo, que a fuerza de mostrarla la encubre, no sé si me explico». Como el Luis Forest de La muchacha de las bragas de oro (1978) de Juan Marsé, Mariñas aspira a blanquear su pasado mediante la escritura de sus memorias, pues «es cuestión de palabras: para transformar la historia pasada solo hace falta utilizar distintas palabras para contarla».
El anónimo comentarista critica agriamente las representaciones de los personajes campesinos y obreros, inevitablemente tipificados, en un «belenismo» o cosificación que no hace sino negarles su identidad individual, y lo hace con notable ironía al remitir al parte final de guerra del general Franco: «Vencido y desarmado el realismo social, la clase trabajadora ha sido expulsada de la literatura, y se resigna a no ser representada más que desde esta idealización, como algo pintoresco que da olorcillo a las novelas». La novela escrita por Rosa en 1999 caía en otro de los defectos que criticaba el narrador de El vano ayer, como el final efectista con la aparición del presuntamente fallecido Mariñas y el anudamiento de una historia de amor entre el protagonista y la mujer que conoce en su búsqueda. Como se apunta al final, la guerra civil y la represión «se convierten en pretexto narrativo» al servicio de «una historia entretenida, un ejercicio de estilo, una convencional trama de autoconocimiento y, por supuesto, de amor». La guerra civil serviría como simple decorado donde paradójicamente «el lector se siente cómodo».
Para Juan Goytisolo, la lectura crítica de Rosa suponía un «ejercicio de valentía y lucidez» por aplicar a su propia obra la crítica de la «formalización temática» (2007) de la novela sobre la guerra civil. Pero además, al mismo tiempo, esta lectura párrafo por párrafo continuaba, ahora desde el punto de vista del lector, el giro performativo que, con su desconfianza hacia la ficción y el regreso a la historiografía, estaba tomando la producción novelística más innovadora sobre nuestro pasado reciente. Quince años después, todo parece indicar que, en un clima de polarización creciente, la novela de la memoria ha vuelto precisamente a los cauces de mero escenario con personajes previsibles que cuestionaban las dos memorables novelas de Isaac Rosa, cuya lectura, o relectura, sigue siendo igual de recomendable.