Eduardo Lago
Walt Whitman ya no vive aquí. Ensayos sobre literatura norteamericana
Sexto Piso, Madrid, 2018
324 páginas, 21.90 €
POR HUGO ABBATI 

Bob Dylan, premiado con el Nobel de Literatura, supo popularizar, ayudado por su guitarra, aquello de que los tiempos estaban cambiando. Era el año 1964 y, efectivamente, los tiempos estaban cambiando. Al menos en el ámbito de la novela norteamericana, que comenzaba a transitar caminos no convencionales, nuevas formas que cuestionaban el modelo realista imperante.

Eduardo Lago, escritor y docente de literatura en Nueva York por más de treinta años, aborda la cuestión en su necesario e importante Walt Whitman ya no vive aquí, cuyo subtítulo define el tema: ensayos sobre literatura norteamericana. Como Lago se desempeña, también, como periodista cultural, ha tenido la oportunidad de entrevistar a muchos de los escritores que menciona. Se encuentra, por lo tanto, en una situación ideal para abordar el tema.

La primera parte del libro es la que contiene los ensayos y, por ello, la más interesante desde el punto de vista del abordaje analítico e historiográfico; la segunda parte centra su interés en la ciudad de Nueva York, aquí la escritura abandona su rigor crítico y la lectura se distiende, y emerge, por lo tanto, la propia literatura del autor.

Como si fuera una declaración de intenciones, el libro se abre con una entrevista, hasta entonces inédita, a David Foster Wallace, y se cierra con otra a John Barth, dos de los escritores que pertenecen al «arco iris de la dificultad», feliz expresión del mismo Lago que parafrasea el título de la obra magna de Thomas Pynchon, El arco iris de la gravedad.

El autor toma partido por la dificultad; enfrente, el realismo y su poderosa historia. Esta confrontación recorre gran parte del libro y late por debajo de las obras y los escritores que el autor analiza sin (afortunadamente) rigor académico, sino como simple y avezado lector. Lago pone sus gustos sobre la mesa, de modo que se puede disentir con él, dialogar críticamente con sus textos. De hecho, él mismo muestra, por momentos, ciertas dudas respecto a obras que, respetando el modelo realista, alcanzan la excelencia de la gran literatura, valoración difícil de justificar pero intuitivamente accesible. El autor no elude la dificultad.

Los reconocimientos es una novela de William Gaddis editada en el año 1955, mil páginas de innovaciones de todo tipo que estalla en soledad, y que será recuperada muchos años después para señalarla como la obra que dio el pistoletazo de salida de ese movimiento del que se ocupa Eduardo Lago. Vaya como anécdota que en el año 1995 la editorial Alfaguara edita la novela en España, y al poco tiempo se la podía encontrar en librerías de lance por un precio ridículo, así el pobre Gaddis debió repetir en esta tierra lo que ya le había acontecido en la propia. Y también aquí vivió su propia resurrección a través de una nueva edición de la obra en el año 2015. De modo que se puede afirmar que las verdaderas innovaciones confunden, incluso, a la mercadotecnia editorial.

Los reconocimientos, junto con El arco iris de la gravedad (1973) y La broma infinita (1996) de Foster Wallace, constituyen para el autor los hitos más relevantes de la llamada, según él mismo propone, «escuela de la dificultad». De los tres, es Gaddis el que volverá a resucitar como eje de un debate teórico que le sirve para desarrollar la confrontación que en verdad le interesa: tradición o renovación, o mímesis o vanguardia, o realismo versus posmodernidad, o, forzando los términos, arte frente a entretenimiento. Esta dicotomía lo lleva a crear el concepto de «doble hélice», donde una de ellas será, precisamente, la dificultad, y la otra esa literatura convencional que tiene como misión «representar la vida». La dificultad, por el contrario, será consciente del carácter ficcional que subyace a todo texto literario. En el fondo, se trata de cuestionar el pacto lenguaje-realidad que el realismo establece como algo que viene desde el origen de los tiempos. En medio de estos extremos, una casi infinita variedad de grises que Lago asumirá con honestidad: reconocerá la calidad de los textos por encima de sus innovaciones formales. El debate, que centra esta cuestión, surge entre dos escritores muy significativos: Jonathan Franzen y David Foster Wallace que, además, eran amigos, y lo fueron hasta la muerte de Wallace. Nos detendremos en este debate porque permite desarrollar las inquietudes que el libro pone sobre la mesa.

Todo comienza con un artículo de Franzen publicado en el año 2002 y cuyo título evita todo equívoco: William Gaddis y el problema de los libros duros de leer, publicado posteriormente con el título, aún más ácido, de Cómo estar solo, soledad que se debe atribuir a Gaddis, no a Franzen. En él, Franzen, que devendría autor de superventas (no al modo de Dan Brown, sino preservando su calidad literaria), cuestiona que el escritor de ficción deba poner las cosas difíciles («el lector es un amigo, no un contrincante o un espectador», dice). Dificultad que alejará al lector puesto que no tendrá modelos que le permitan identificarse con lo que el texto narra, asunto que, parece, se logra con la creación de personajes sólidos, pinceladas realistas de tipo social, descripciones psicológicas fuertes, o sea: tema, estructura y caracteres. Al fondo, Tolstói, Balzac y Dickens sonriendo por encima de los tiempos. Wallace se opone a esto y, al oponerse, pone en el centro del debate la pregunta que en verdad importa: ¿qué literatura para estos tiempos? Franzen, inteligentemente, funda sus argumentos, precisamente, en los tiempos que corren. La tecnología, la pantalla omnipresente, la aceleración de la vida, etcétera, atentan contra la lectura de la novela tal cual la conocíamos, mucho más, por lo tanto, con aquella de ánimo experimental. El modelo realista tradicional ofrece la oportunidad de volver a conectar con el lector y hacer de la literatura algo que abra nuevos caminos en el arduo proceso de la construcción de uno mismo. Pero, ¿es así? Foster Wallace responde que la innovación inquieta y renueva al lector; en lugar de ofrecer consuelo emocional y confort metafísico, la dificultad lo lleva a terrenos inexplorados, un nuevo modo de confrontarse a sí mismo, que no otra cosa debiera ser el arte. Lago comparte este criterio, de modo que relaciona a los autores cobijados bajo el amplio paraguas realista como aquellos más próximos a los intereses del mercado, más susceptibles a ceder a las presiones de los grupos editoriales, más dispuestos a ser guiados por las modas. Literatura vacacional, entretenida, para pasar el rato. La inteligencia crítica del autor hace que advierta que este esquema, parcialmente cierto pero de trazo grueso, no puede dar cuenta de todas las posibilidades de la escritura en el marco de una sociedad tecnocapitalista altamente desarrollada. De hecho, el mismo Foster Wallace se define como «un realista con minúsculas». Descifrar esas minúsculas es parte de la tarea que Eduardo Lago se plantea. Los términos del debate son, por lo demás, una nueva versión de un asunto de viejo cuño. Valga como ejemplo aquello que el tradicional E. M. Forster, popular novelista inglés, decía a su amigo Lowes Dickinson a comienzos del siglo xx a través de una carta: «Todo lo que escribo es, para mí, sentimental. Si un libro no deja a la gente feliz o mejor de como estaba antes, si no añade un tesoro permanente al mundo, no vale la pena escribirlo… Ésta es mi “teoría”, y afirmo que es sentimental; en todo caso, no es la de Flaubert. ¿Cómo pudo machacarse así para escribir “Un coeur simple”?» (citado por Zadie Smith). Machacarse, o no, es la clave de la reflexión del novelista inglés.

Queda al libre arbitrio del lector poner a Franzen y a Wallace del lado de Forster o de Flaubert. No parece difícil. Podemos concluir, entonces, que este debate no se resuelve, o se resuelve en el momento en que uno toma partido y el diálogo se interrumpe.

Muchas obras y autores desfilan en el libro. Enumerarlos sería impropio de este trabajo. Pero sí señalar que, al necesario orden clasificatorio y a la jerarquización de las obras según criterio del autor, se ofrecen también los límites que se muestran a la hora de pescar con la red de la crítica la innumerable variedad de peces que las aguas literarias contienen. Lago se esfuerza con criterio en separar la paja de la escritura del trigo literario a través de la agrupación de autores según su significación para la historia de la literatura. Así, establece grupos afines en su afán renovador, pero con disímiles recursos y diferentes estrategias narrativas. También ofrece un panorama de la literatura estadounidense lo suficientemente amplio como para rastrear a aquellos autores que, en su momento y antes de sumarse al canon, fueron, a su manera, renovadores. Aquí es inevitable la cita de James Joyce, a pesar de su condición de irlandés, y de Vladimir Nabokov, a pesar de su condición de ruso, aunque tampoco faltan el Melville de Moby Dick ni la escurridiza poeta Emily Dickinson. A medida que la lectura avanza, los textos y autores se multiplican expresando la complejidad inherente a la propia literatura. Muchas obras caen bajo la inquisitiva lupa del autor, y aquí se agradece la implicación del Lago que expone, con claridad, sus propios gustos. En el límite del análisis, siempre se impone el criterio de la calidad, precisamente lo más difícil de definir, puesto que siempre estará impregnado de subjetividad, un fenómeno este, el de la subjetividad, inseparable de la literatura. El mismo Lago lo expresa a través de uno de sus comentarios sobre la obra de Thomas Pynchon: «La parte de la obra de Pynchon que esté destinada a perdurar lo hará no por el grado de innovación ni por la radicalidad de sus planteamientos sino por su valor artístico», y un poco después «el talento artístico individual pesa más que ninguno de esos factores (se refiere a cuestiones ideológicas) y a la postre es lo único que cuenta». Estas frases reconfortan porque, más allá de las diferencias de apreciación que uno pueda tener con el autor, certifican que Eduardo Lago es, ante todo, y como gustaba decir a Borges, un lector, y como todo verdadero lector, ante la insondable belleza de la gran literatura uno no puede más que callar, o balbucear cosas como «la insondable belleza» (cuestión de profundidad) o «la gran literatura» (cuestión de tamaño). Parafraseando al gran Raymond Carver, Eduardo Lago se pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos de literatura? Pues eso, de qué hablamos. El misterio continúa (y damos gracias por ello).

Coda. En las laboriosas y útiles listas que Eduardo Lago deja al final de su libro como guía de lecturas, en las que nombra las obras a su juicio más significativas según el año de publicación, el año 1964, año en el que el todavía no Nobel Bob Dylan graba Los tiempos están cambiando, permanece vacío. Difícilmente se le hubiera ocurrido incluir allí The times are changing, puesto que eso, naturalmente, no es literatura. Es un síntoma. Y todo síntoma traiciona la enfermedad que lo hace posible, porque la torna visible. El libro de Eduardo Lago forma parte del arsenal terapéutico contra esa ubicua, corrosiva enfermedad.