Coordinado por Valerie Miles

©Nina Subin y © Fondation Jan Michaliski

VALERIE MILES

Hay una curiosidad, una correspondencia, que me gustaría explorar: las dos vivís en el bilingüismo absoluto. Hijas de padres migrantes, vuestras referencias culturales y espacios lingüísticos son diversos. Cristina, en el nuevo mundo, entre el inglés y el español. Laura, en el viejo continente, entre el español y el catalán. Para las dos, el acto de escribir parece tratarse de una plasmación física de un estado mental: una mirada en movimiento, un paisaje único por su condición híbrida; mezcla de lenguas, mezcla de escenarios, amalgama de sombras proyectadas por la fastuosa maquinaria de la imaginación. Prosa como un despliegue, una expansión semántica, abriéndose y contrayéndose, viva, tentativa, explorando las posibilidades de su hibridez. Pienso en José de la Colina, otro migrante, y su prosa «madrepórica», que Octavio Paz celebró como algo tan singular. ¿Empezáis desde una imagen, un título, la voz de un personaje, una frase escuchada? ¿Qué incita o qué provoca esta conciencia que se vuelve física, que esculpe el lenguaje no como medio sino como materia?


La ficción me ha parecido, desde niña, mucho más real que la realidad. Ahí estaban todas esas familias que parecían familias. Al otro lado estaba yo sola todo el día, yendo y volviendo del colegio, y esperando a que mis padres volviesen de la fábrica. La ficción me ofreció un segundo hogar, me hizo de padre y de madre, de mejor amiga, de hermana

LAURA FERNÁNDEZ

Aquí Laura, ¿cómo estás? Yo un poco inquieta. Es la primera vez en años que no puedo escaparme a ningún otro lugar cuando apago la luz por las noches. Porque eso es lo que hago cuando escribo. No hay nada que me guste más que irme a la cama sin sueño, porque puedo seguir viviendo dentro de la historia que estoy escribiendo. Es como si me contara mis propios cuentos para quedarme dormida. ¿Sabes? A veces pienso que las historias que invento son como los hermanos que no he tenido. Una mejor amiga que cambia de forma cada vez pero que no va a irse nunca a ninguna parte. Empecé a inventar historias cuando era niña y ni siquiera sabía escribir. Lo único que necesitaba, como ahora, era un marco. Un escenario. Los disparadores dependen siempre del momento en el que me encuentro, de quién soy entonces. Cuando era niña, me recuerdo viendo lo que fuese en televisión y dejándolo a medias porque se me había ocurrido una idea mejor para esa misma historia. Corriendo a mi cuarto, que era tan diminuto que apenas cabía la cama y una pequeña mesa, y arrodillándome en el suelo y buscando muñecos que se pareciesen a los protagonistas para que pudiesen interpretar sus papeles, y llegar mucho más lejos. La ficción me ha parecido, desde niña, mucho más real que la realidad. Ahí estaban todas esas familias que parecían familias. Al otro lado estaba yo sola todo el día, yendo y volviendo del colegio, y esperando a que mis padres volviesen de la fábrica. La ficción me ofreció un segundo hogar, me hizo de padre y de madre, de mejor amiga, de hermana. Yo creo para existir en algún lugar, y por eso mis ideas siempre provienen de otros sitios, de otras ficciones. Son ellas las que me sostienen, y las que sostienen ese otro mundo que crece en paralelo a mi vida, y que es siempre infinitamente libre. Todo empieza para mí con un personaje en una situación en la que, por alguna extraña razón, necesito estar. Me alejo de todo entonces, y construyo, y me divierto, y aprendo, tomo conciencia. ¿Cómo es para ti? ¿De dónde vienen tus historias?

CRISTINA RIVERA GARZA

Haces que me acuerde de tantas cosas con tu carta. Ahora mismo, sobre todo, a esa niña que fui y que, como la tuya, escribía también mucho antes de escribir. Si tuviera que regresar al origen, o inventar ese origen, tendría que empezar por decir que provengo de una familia fronteriza y nómada. Migrar, que muchas veces quiere decir dejar todo atrás, forma parte de mis experiencias primarias. Verás. Mis abuelos paternos dejaron el altiplano mexicano y se echaron a andar hacia el norte, donde encontraron trabajo, primero, en las minas de carbón de Coahuila, para finalmente establecerse en los campos de algodón cerca de la frontera entre Texas y Tamaulipas por ahí de los 1940s. Mis abuelos maternos llegaron a ese mismo sitio más o menos al mismo tiempo, pero ellos venían de regreso del Otro Lado, como todavía le decimos a Estados Unidos. Irse no fue una decisión sino una costumbre. Me iba de la mano de unos padres más aventureros que precavidos, más fuertes que sensatos. Aprender a despedirse fue otra forma de aprender a escribir. Tal vez por eso lo primero que escribí realmente fueron cartas: pequeños recados en una horrible letra manuscrita con los que pretendía permanecer en contacto, anular la distancia, restituir un mundo, provocar un milagro. En lo que se quedaba atrás —y en el siglo XX lo que se quedaba atrás se quedaba allá para siempre— surgían, tambaleantes, todos los hilos sueltos, las alternativas que luego, sólo luego, se llamarían ficción. Creo que desde entonces escribo desde el fuera de lugar que es el lugar por excelencia del migrante. 

Pero empecemos otra vez. En tu carta hablas del marco del que surgen tus historias. Tienes toda la razón: a ese marco yo lo llamo encuadre. Para mí la cosa empieza a través de la ventanilla de un automóvil en movimiento. ¿Debo decir que el automóvil era tan austero que no tenía ni siquiera radio y que esas largas jornadas por carreteras muy rectas se llevaban a cabo en el más absoluto de los silencios? Ahí está el paisaje que aparece y desaparece sin cesar. Ahí, el encuadre efímero que permite elegir, dentro del caos reinante, ciertos patrones o líneas o centellas. Ahí está la inmovilidad del cuerpo que, acaso no tan paradójicamente, acelera la movilidad de la mente. Ahí está la tierra, lejos de los pies, pero bajo los pies. ¿Qué hace una niña que viaja por horas en el asiento trasero de un Volkswagen Sedán que atraviesa el norte, el inmenso norte del país? Se vuelve escritora, por supuesto. 

Me gusta decir ahora que escribía en la distancia para vencer a la distancia. Hay que estar ahí, rodeada de distancia, para creer lo imposible: que las palabras serán lo suficientemente poderosas para producir lo real. 

LAURA FERNÁNDEZ

Alejandro Zambra me dijo que él escribe para pertenecer. Y fue decirlo y decirme que yo también. Leyéndote he tenido la misma sensación. Que esa niña que fuiste, cartografiaba el mundo. Qué enormidad la de esas niñas que, ferozmente, se aferraron a su fuera de lugar sabiendo que no habría un lugar, que iban a tener que crearlo y que a lo mejor nadie más que ellas lo habitarían jamás, pero no les importaba. Como hija de inmigrantes que jamás se atrevieron a moverse, y fueron, son, aún, una isla, una isla sin pasado ni otra posibilidad de futuro que un diminuto y no reconocido presente extendido, crecí sintiéndome más cerca de los que pisaban ese Otro Lado del que hablas, los Estados Unidos, que de cualquiera con el que me cruzaba en la calle. Yo no era nadie y no iba a serlo a menos que yo misma, de alguna forma, automitificara ese no lugar en el que estaba creciendo, ese yo expandido por todo aquello que me alejaba del mundo. Las novelas, los discos, la ficción televisiva. Una vez oí a Stephen King decir que su infancia, la infancia de un niño sin agua corriente, criado por una madre soltera, había sido aburrida, y por eso desapareció en ese otro lugar en el que todo era posible. Yo veía al otro lado de la ventanilla cada día lo mismo. La ropa tendida de los vecinos. Jugaba a que, cuando hacía viento, la ropa hablaba entre sí. Yo era también ese montón de ropa. Un alguien que no era nadie, pero se moría por formar parte, pertenecer, a algún tipo de mundo en el que hablar una lengua u otra no fuese un pequeño crimen.

Cuando estuve en Buenos Aires me preguntaron cómo fue que elegí el español —ni siquiera sé si decir español o castellano, ¿qué es lo correcto? ¿Qué es lo menos doloroso?— para escribir. Yo contesté que mi lengua siempre fue mi lengua materna. Y en realidad no lo fue nunca. La lengua en la que escribo aún hoy es un español que nunca ha existido. El español mezcla de españoles traducidos de todas las traducciones que leí de niña y adolescente y que sigo leyendo aún hoy. Es el idioma de la ficción traducida la que he construido mi mundo. El lugar al que escapé para no tener que ser una cosa ni la otra. En no ser en absoluto valiente.

Cuando estoy metida en un proyecto largo, Laura, procuro terminar mi día de trabajo escribiendo el inicio del párrafo que no voy a completar. Tentar al futuro, le llamo, que bien visto es la función de toda narrativa. Como Hansel y Gretel, dejo por ahí regadas las palabras que, a manera de migajas de pan, me permitirán recuperar el camino al día siguiente

CRISTINA RIVERA GARZA

Me quedo con esas ropas colgadas del tendedero que charlan entre sí porque por años imaginé algo parecido: un animado coloquio de pantalones y camisas y sábanas en el que discutían, con frecuencia a favor, aunque también en contra del viento, siempre de manera dramática en todo caso, el estado de las cosas, incluido el clima y el paso del tiempo. Fantasmas pescados en falta. La única manera en que podía constatar, y eso sólo por segundos, la forma de la intemperie. ¿Habrá sido todo eso un ejemplo de animismo o una muestra de ontología orientada a los objetos avant la lettre? A saber. Me quedo también con el recuerdo de esos tantos volúmenes escritos originalmente en otros idiomas, vertidos al español por traductores heroicamente anónimos. Me lo he preguntado mucho a últimas fechas: ¿quiénes fueron esos co-autores de Dostoievsky o de Böll o de Woolf que me abrieron las puertas a mundos que, de otra manera, habrían permanecido invisibles o sellados para mí? Qué razón tenía Jennifer Croft cuando, recientemente, exigió que el nombre de los traductores apareciera junto al del autor o autora en la portada de los libros. 

La traducción nunca es un asunto menor. Pero no fue hasta que empecé a traducir que pude constatar, primero, que la traducción es el original sobre el cual construimos la experiencia de la lengua materna o de la primera lengua y, segundo, qué tan central ha sido la práctica de la traducción en todo mi proceso de escritura. He vivido más de 30 años en Estados Unidos, donde es relativamente sencillo vivir en español, porque el español no es una lengua extranjera acá, pero donde yo me he movido con trabajo, a veces con placer, siempre con algo de dubitación, entre el español y el inglés. Tiene que ver menos con la pericia o la habilidad, y más con la relación desigual que guardan estos idiomas, y sus comunidades de hablantes, en el contexto geopolítico que me circunda. En todo caso, escribir con la máquina traductora en mente, desde la segunda lengua, en ese continuo estado de alerta del que lo duda todo y, por lo tanto, lo cuestiona todo, le ha abierto la puerta a la vulnerabilidad, no solo como un tema sino, más bien, como relación material con el lenguaje. ¿Está la vulnerabilidad del otro lado de la valentía? 

Cuando estoy metida en un proyecto largo, Laura, procuro terminar mi día de trabajo escribiendo el inicio del párrafo que no voy a completar. Tentar al futuro, le llamo, que bien visto es la función de toda narrativa. Como Hansel y Gretel, dejo por ahí regadas las palabras que, a manera de migajas de pan, me permitirán recuperar el camino al día siguiente. Así que, antes de ponerme a cocinar, que eso es lo que estaré haciendo en unos minutos en esta casa por ahora llena de gente, anoto las palabras: apropiación (y su opuesto: desapropiación), cuidado como método, investigación como cuidado. Cada cual tiene su bosque dentro. 

LAURA FERNÁNDEZ

Para escribir mi última novela, La señora Potter no es Santa Claus, un monstruo que llegó a tener ochocientas páginas, y en el que trabajé a diario durante cinco años, hice uso por primera vez de un diario. Porque yo, como tú, nunca sé a dónde voy, sólo sé que voy a alguna parte. Y el diario se convirtió en mi brújula, y también, en ese otro con el que compartir el viaje. Yo le preguntaba cosas, y me respondía. Era otra yo la que respondía, literalmente otra. Alguien que, del otro lado, reflexionaba sobre lo que acababa de decirme (¿Debería Bill abandonar Kimberly Clark Weymouth?) (¿Por qué?) (¿Qué demonios quiere?) (¿Por qué no sé aún lo que quiere?). Como tú, y a indicación de, otra vez, Stephen King, siempre me quedo en mitad de una acción cuando dejo de escribir. Porque cerrar una escena es matar el impulso, y, también, aquello que va a permitir que seamos quienes somos, esto es, un alguien que no se conforma con la vida, que necesita estar en otro lugar mientras vive.

En Connerland hay una definición, para mí, exactísima de lo que creo es un escritor sin armadura, lo que siento que soy yo misma. Imagino a un niño ante un escaparate repleto de cosas incapaz de decidirse por ninguna, y no haciéndolo, imagina cómo jugaría con todas ellas, es decir, elige todas sin elegir en realidad a ninguna

¿Está la vulnerabilidad del otro lado de la valentía? En realidad, distorsioné la propia condición de valiente. Creo que el escritor es alguien que no elige, o que lo elige todo. Es alguien que no se conforma. En Connerland hay una definición, para mí, exactísima de lo que creo es un escritor sin armadura, lo que siento que soy yo misma. Imagino a un niño ante un escaparate repleto de cosas incapaz de decidirse por ninguna, y no haciéndolo, imagina cómo jugaría con todas ellas, es decir, elige todas sin elegir en realidad a ninguna. Es una versión de aquella poderosa imagen de La campana de cristal en la que Esther Greenwood, bajo el árbol cuyos frutos maduran sin que ella sea capaz de decidirse por ninguno, empieza a verlos caer, los frutos se estrellan contra el suelo y desaparecen, y con ellos se esfuman todas las posibilidades que suponían. A veces me digo que no soy valiente por eso, porque no doy ningún paso en ninguna dirección, permanezco, tomando del mundo aquello que encaja en mi otro mundo, en el que nada existe en realidad, pero sí lo hace de alguna extraña manera para mí

Como Thomas Pynchon, o como, en realidad, su personaje, Mucho, en La subasta del lote 49, creo que todos somos una sala llena de gente, y yo acumulo gente, soy una sucesión de mí misma en distintos momentos, pero a la vez, contengo a todo aquel que he leído. Necesito no estar en ninguna parte, en todas partes, para crear, y también, para ser. De ahí mi expansión, y mi valor, el de algo no valiente, pero sí valioso, una puerta, o un millón de ellas, a cualquier otro lugar.

CRISTINA RIVERA GARZA

Qué barbaridad, Laura, nunca he escrito un libro, vamos, nada, de 800 páginas seguidas. Siempre he equiparado escribir una novela con correr un maratón. ¿Será un libro de 800 páginas un ultramaratón, un triatlón y un maratón combinados, tres tremendos triatlones juntos? Algo me pasa a mí alrededor de las 250 o 300 páginas. No sé si me canso o me aburro. No sé si ese es el tamaño «natural» de mis enigmas. ¿Será que cada una de nosotras tiene una especie de medida interior para estas cosas? No lo planeo así nunca, pero de alguna manera casi ineludible llego a una especie de nudo o de transición justo por ahí. 

Hace no mucho, en una residencia de escritores, me puse a revisar y luego a continuar con una novela que tenía por ahí arrumbada. Escribí cada mañana, inmediatamente después de despertar. Apenas si retiraba el edredón de mi cuerpo, saltaba hacia el escritorio que estaba a los pies de la cama. Prendía el ordenador y empezaba a leer lo que había dejado interrumpido el día anterior. Tienen razón los que dicen que es bueno escribir en ese estado nebuloso entre el sueño y la vigilia, cuando una no sabe si está escribiendo ciertamente o hablando con fantasmas. Tecleaba hasta las 13:00, sin importar si había escrito 1,500 palabras o si estaba en medio de un párrafo. Entonces volvía a la «civilización». Ya en el comedor compartido hablaba, sonreía, tomaba los cubiertos. Escuchaba historias. Luego, como si fuera a una cita, salía rumbo a la montaña. Esas dos horas de esfuerzo físico eran fundamentales para salirme de la cabeza y estar presente de un modo definitivo y contundente en mi cuerpo y en el territorio. 

Empecé con toda esta rutina cuando abrí el archivo en la página 86 y, a medida que avanzaron los días, me fui acercando a la página 200. Y entonces sucedió otra vez, como el mecanismo exacto de un viejo reloj. Subí a la montaña por una nueva vereda cuando recordé los elementos de la trama y, sobre todo, las decisiones que había tomado respecto a las estrategias de escritura. Con la respiración alterada, haciendo un esfuerzo para mí mayúsculo, continué. Las cosas, esas cosas de la escritura, aparecían en una especie de radar interno que no hacía más que notarlas. Registrar su existencia. Cuando emprendí el camino de vuelta, ya de bajada, pude ver cómo se relacionaban entre sí, cuáles eran sus conexiones de causa y efecto, y avanzando cada vez más aprisa mientras me cuidaba de no caer, avizoré el fin en esa amplísima red de relaciones sinápticas. Así es como puedo salir de este libro, me dije en voz alta. Y decía salir de este libro literalmente, en modo material.

Alborozada, regresé al ordenador en la tarde nada más para anotar, en una especie de taquigrafía alucinada, las señas de esa ruta. No logro entender bien a bien lo que escribí esa tarde en ese estado de agitación que algunos denominamos como estado de gracia, pero todavía estoy de acuerdo en que podré recorrer ese camino de salida en algo así como 100 páginas más. Más, sería alargar innecesariamente la tensión, menguándola en el acto; menos, equivaldría a hacer pasar gato por liebre. ¿Pero cómo sé que recorrer esa experiencia me tomará más o menos 100 páginas? No lo sé a ciencia cierta, pero no falla. Sospecho que tiene que más con esta cosa inminentemente personal, cuajada en el cuerpo mismo, que es el tiempo interior. 

Escribo esto y me digo de inmediato: pero si tú no crees en el interior, Cristina. Vamos. Intenta algo mejor.

Tienes razón, Laura. Siempre es otra la que responde. Siempre hay alguien más ahí, inmiscuida, implicada hasta el tuétano, pero con ojos ajenos. Y tal vez ver lo propio con ojos ajenos, volviéndolo impropio de ese modo, es el gran regalo de la escritura. Y tal vez ahí es donde se juntan, de manera indisoluble, la valentía y la vulnerabilidad. Cuando mencionas a ese niño incapaz de elegir, me acuerdo de Walter Benajmin y su discusión sobre el carácter destructivo. Frente a la disyuntiva, incapaz de decidirse por una cosa o por la otra, que sería excluir o desechar una cosa por otra, ahí es donde resalta el carácter destructivo. ¿Y no es Détruire, dit-elle uno de los textos más entrañables de Marguerite Duras? 


Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El PaísThe Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés. 

Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, México, 1964) es una escritora mexicana. Es catedrática en el Colegio de Artes Liberales y Ciencias Sociales de la Universidad de Houston. Ha publicado, entre otros, Nadie me verá llorar, Autobiografía del algodón, Había mucha niebla o humo o no sé qué, o El invencible verano de Liliana. Ha obtenido diversos reconocimientos, como el Premio Anna Seghers para literatura latinoamericana, en el 2005; en dos ocasiones el Premio Sor Juana Inés de la Cruz; el Premio Roger Caillois para literatura latinoamericana, en el 2013; la MacArthur Fellowship en 2020; o el Premio Iberoamericano de las Letras José Donoso en 2021.

Laura Fernández (Terrassa, 1981) es autora de seis novelas: Bienvenidos a Welcome (Elipsis, 2008), Wendolin Kramer (Seix Barral, 2011), La Chica Zombie (Seix Barral, 2013), El Show de Grossman (Aristas Martínez, 2013), Connerland (Literatura Random House, 2017) y La señora Potter no es exactamente Santa Claus (Literatura Random House, 2021), galardonada con el premio El Ojo Crítico de Narrativa 2021. También es periodista y crítica literaria y musical con una larga trayectoria en medios escritos. Tiene dos hijos y un montón de libros de Philip K. Dick. Sus cuentos han sido incluidos en numerosas antologías y ha sido traducida al inglés, el francés y el italiano. En 2021 fue seleccionada por la AECID (Agencia Española de Cooperación Internacional) en la tercera edición del programa “10 de 30”, que busca dar a conocer y promocionar en el extranjero la obra de una decena de escritores españoles entre los 30 y los 40 años. 

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