Pero también se respiraba en su hogar un ambiente de política revolucionaria y republicana que era incompatible con la realidad que exhibían los atorrantes gobernantes hondureños y guatemaltecos, quienes se habían convertido en tiranuelos al servicio de las compañías bananeras, que les imponían y les quitaban cuando ya no les eran útiles. Por este motivo, a las pseudorepúblicas centroamericanas «se les designaba con el triste denominador de “repúblicas bananeras”» (1993, p. 17). Por estas mismas circunstancias, Gregorio Selser llamó a Honduras «República alquilada». Monterroso recordará al general Manuel Bonilla, quien en una segunda oportunidad se convertiría en Presidente de Honduras (1911-1913), impuesto por Samuel Zemurray el fundador de la United Fruit Company, tras el derrocamiento del presidente legítimo Miguel Dávila. Más tarde, recuerda Monterroso, Carías (1932) ganaría las elecciones con el apoyo del embajador norteamericano y la United gobernaría a sangre y fuego durante dieciséis años. Aquellos bohemios, artistas, poetas, editores de periódicos y revistas y diletantes eran enemigos de estas dictaduras y se mostraban antiimperialistas y partidarios de las luchas que Sandino libraba, en la vecina Nicaragua, en contra de la ocupación norteamericana de su país.
Tal hostilidad hacia las tiranías y hacia el sometimiento de esos gobiernos a los mandatos de las compañías bananeras y a la embajada norteamericana generó, en el ambiente de bohemia, un cierto sentimiento antinorteamericano y nacionalista que encajaba muy bien en el ideal morazanista de la unidad centroamericana que se inculcaba en las aulas escolares. Ese sentimiento adquirido en la infancia le permitió ponerse al servicio del gobierno revolucionario de Jacobo Árbenz –derrocado también por la intervención norteamericana y la de la compañía bananera– y visitar Nicaragua tras el triunfo de la revolución sandinista.
Indudablemente es el ambiente de miseria que observa en la Tegucigalpa de entonces (miseria que aún persiste en esta maltratada ciudad) lo que le genera un sentimiento de rechazo a la injusticia social que le llevan a hacer, de la lectura de El Quijote, la posibilidad del ardid que explicó León Felipe, cuando Don Quijote trasmuta la realidad miserable: los venteros en caballeros, las mozas en princesas y la venta en un castillo. Ahí, frente al río Choluteca, frente a esas escenas bucólicas «arribó ya, sin que él mismo lo sospeche, a dos cosas que serán fundamentales en su vida: la literatura y la toma de partido del débil frente al poderoso» (1993, p. 48).
Los buscadores de oro viene a sumarse a las innumerables memorias y autobiografías que escribieron los escritores del boom literario hispanoamericano: Mario Vargas Llosa, Reinaldo Arenas, Alfredo Bryce Echenique, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos. El libro de Monterroso no pierde las características fundamentales de su estilo literario, de su escritura breve, que incluso le llevó a concebir el cuento más corto y sobre el cual se han escrito páginas y páginas: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Tampoco abandona el estilo para perfeccionar el género de la fábula y el manejo magistral de la sátira con un ahorro notable de palabras y un exceso de picardía burlesca. Los capítulos del libro son breves, tanto que –para darle cuerpo al volumen– el editor adoptó una letra de mayor tamaño, como si de lectura para niños se tratara.
En el texto narrativo Monterroso se desdobla porque parte del libro es una autonarración de su vida de infancia en primera persona, pero en otras ocasiones su yo se separa para contar desde fuera, desde el punto de vista del espectador y fabulador que no sólo ve transcurrir una infancia lineal, sino que se cuestiona muchas circunstancias cuyos resultados le conducirán a decidirse por ser escritor y a posicionarse del lado de los explotados. La evanescencia de su memoria le permite transitar por un interespacio que va de la realidad a la imaginación creadora narrada en presente: «Nunca he tenido buena memoria para los sucesos externos de cualquier índole, sean estos importantes o banales. Por lo general soy incapaz de recordar y, por supuesto, de describir situaciones o entornos, caras o partes de personas…a lo largo de mi vida he vivido las cosas como si lo que me sucede le estuviera sucediendo a otro que soy y no soy yo» (1993, pp. 20-21).
En Los buscadores de oro no encontraremos más que los primeros pasos de Monterroso hacia su identidad, transcurridos en circunstancias favorables al desarrollo de su sed por la lectura y su identificación con el oficio de escritor que ya va casi maduro cuando, en 1936, le toca trasladarse, para no volver jamás, a su tierra de nacimiento, a Guatemala, donde adquirirá su definitiva definición de quién es y de qué es lo que desea: «…Termina la infancia y había llegado la hora de marcharse y no volver jamás» (1993, p. 123).
Este libro trata de un viaje por la temporalidad, de un viaje en el que un niño experimenta los azarosos pasos de vivir, importantes pasajes que consolidarán un yo que se transformará en el famoso escritor que llegó a poseer muchísimas distinciones (el Premio Príncipe de Asturias, por mencionar uno sólo). Un niño que divaga entre las arenas y las aguas poco transparentes de un río que promete oro. Pero tales promesas no pasan de ser una bella ambición infantil que, en la realidad, dan a ese yo de niño el verdadero oro de una carrera literaria brillante, y en cuya alquimia aportan las experiencias de aprendizaje en la aldeana capital de Honduras, con unas pocas avenidas y otras tantas calles sin pavimento, las cuales le forjaron como un narrador de primera línea.
No puedo dejar de decir que la literatura hondureña realmente ignoró la aportación de Monterroso hasta que Óscar Acosta incluyó, en su agenda de tareas impostergables, la de hacer que se le reconociera como uno de los nuestros. Ahora, superadas las suspicacias, podemos afirmar que también es uno de los de acá. Así sea, por los siglos de los siglos.
NOTAS
1 Monterroso, Augusto. Los buscadores de oro, Alfaguara, México, 1993.