Sucede que a veces un nombre consigue alzarse y su eco resuena fuerte, entonces es cuando la voz se acalla de un golpe limpio y rotundo, de igual modo que se cercena un cuello bajo la guillotina. Así ocurrió con Elena Garro, que, por época y momento generacional, debería haber sido incluida en el denominado boom latinoamericano, un movimiento en gran parte editorial al que los críticos supieron plegarse por distintas razones. Son los años 60 cuando comienzan a publicarse en España autores latinoamericanos y la figura todopoderosa del agente literario (caso de Carmen Balcells, por ejemplo) alcanza un poder del que hoy aún se beneficia. Daba comienzo lo que ahora se está viviendo en todo su esplendor y de un modo global: la literatura rindiendo pleitesía al mercado. Aunque la diferencia de aquel entonces con este ahora es que la calidad literaria de los que encabezaron el boom no sólo no planteaba dudas sino todo lo contrario. Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez como los cuatro magníficos de una corriente que hoy presenta para los críticos el problema de si hay o no que engrosar esta lista con otros nombres que han sido considerados como precursores o simplemente con una trayectoria paralela: Alejo Carpentier, Jorge Icaza, Juan Rulfo, Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, José Donoso, José María Arguedas, Borges, Sabato, Arturo Uslar Pietri, Lezama Lima, Cabrera Infante o Juan José Arreola. Este último fue ganador ex aequo del Premio Xavier Villaurrutia en 1963 con la novela Feria. La galardonada con quien compartió honores fue la novela Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro.
Cuatro años antes de que Gabriel García Márquez publicara en la editorial Sudamericana de Buenos Aires Cien años de Soledad, Elena Garro en 1963 había publicado Los recuerdos del porvenir en la editorial mexicana Joaquín Mortiz. No se trata de comparar una obra con otra, ni de valorar una más que la otra, pero lo cierto es que Elena, por fecha de publicación, con este libro se convierte en pionera del llamado «realismo mágico», y así ha sido considerada por una parte de la crítica. No se trata de comparar, es evidente, pero no se puede negar la calidad literaria de la obra de Elena Garro, como no se puede negar el hecho de que, de algún modo, ella ha sido un precedente en todos los estilos narrativos que practicaron los miembros reconocidos del boom. Así, cuando en el ámbito literario no se hablaba de otra cosa que del «realismo mágico», después de que la novela de García Márquez se publicara en España en 1968, para Elena ya era algo pasado:
«Ya estoy ¡harta! de que me digan realismo mágico. Porque ha habido tanto realismo mágico en estos años, y es tan horrendo… Una señora que levanta los brazos y le salen cuarenta pájaros y luego se va volando. Todo eso son ¡pendejadas! Perdóname que lo diga. Y nomás por no escribir entre esa banda de pendejos yo ya no quiero volver a escribir jamás nada mágico. Han echado a perder toda la posibilidad de novela en América Latina con tanto realismo y tanta magia. Por eso escribí Y Matarazo no llamó…, que es realista» (Ramírez, 134).
Tremendamente realista. Una novela política en la que se describe un México donde, desde las distintas estancias del poder –desde los mandatarios a sus secuaces, encarnados en policías–, se actúa con toda la impunidad posible contra obreros y contra la clase más desfavorecida. Elena estaba describiendo una situación real en un ambiente asfixiante. Y todo narrado a través del personaje gris de Eugenio Yáñez, un oficinista aburrido que decide cruzar la delgada línea que separa una vida apática de una vida de acción. Y lo hace con un gesto que en principio puede parecer irrisorio, pero no es ni más ni menos que la ironía de la propia vida, que a veces llega en los momentos más trágicos de la condición humana para arrancar una sonrisa. Yáñez se ve inmerso dentro de un grupo de obreros que están en huelga, y todo porque decide ir a comprarles tabaco. Los huelguistas no hacen proclamas políticas ni reivindican derechos, tan sólo se quejan de que en la espera no tienen tabaco… Yáñez se convierte en uno más. Los huelguistas lo acogen después de que aparezca cargado de cajetillas de tabaco de distintas marcas para contentar a todos. Entre el grupo de activistas aparecerá Matarazo:
«–Entonces usted me decía que ese elemento de que le llevan un herido a Yáñez, el protagonista de Matarazo…, podría ser una reminiscencia de ese acontecimiento de que a usted le llevaron un herido para acusarla…
–Tal vez, o para librarse ellos, no sabían qué hacer con él. Me hablaron: “Compañera, compañera. Está muy mal, sabe, está muy mal. Ahí se lo dejamos, compañera, está muy mal”. Yo: “¿Qué cosa?”. Porque era muy tarde, como las doce de la noche. Yo me asomé a la ventana y vi un hombre colgado de la reja, con la cabeza de un lado» (Rosas Lopátegui, Testimonio sobre Elena Garro, 272).
Un herido en la ventana que se aparece una y otra vez en el cuento «La culpa es de los tlaxcaltecas»:
«–¡Señora, anoche un hombre, estuvo espiando por la ventana de su cuarto.
[…]
–El indio…, el indio que me siguió desde Cuitzeo hasta la ciudad de México.
[…]
Josefina le enseñó la ventana por la que el desconocido había estado fisgando y Pablo examinó con atención: en el alféizar había huellas de sangre casi frescas» («La culpa es de los tlaxcaltecas», 274-275).
Este cuento, que se publicó en 1964 en la Revista Mexicana de Literatura (n.º 3-4, marzo-abril, 12-28), fue considerado por Efraín Huertas como uno de los pilares de la cuentística mexicana del siglo xx. Pero si Matarazo se dibuja como un ser ambiguo que no se sabe bien dónde colocar dentro de la organización a la que parece pertenecer, la ambigüedad de Laura, la protagonista del cuento, le viene por su propia debilidad. Es como si Laura fuese un alter ego de la propia Elena que justifica y explica sus propias reacciones [«Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono…» (271)]. Laura aparece de improviso en la cocina de su casa después de llevar dos días desaparecida con otro hombre, su primo [«Antes nunca me hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre, y me abracé a su cuello y lo besé en la boca» (272)]. Está sucia, todos la daban por muerta, pero aparece pidiendo café y con una primera intervención muy reveladora: «Yo soy como ellos (los tlaxcaltecas): traidora» (269). Acosa a la criada preguntándole si ella es también una traidora, buscando la complicidad de la indígena, buscando que la indígena la salve.
Las novelas características del boom se han singularizado por ser esencialmente vanguardistas en su estructura, por tratar el tiempo de un modo no lineal, por crear una nueva visión en la que lo real se une a lo fantástico, confundiéndose ambos en una forma nueva, lo «real maravilloso», que rige un tiempo nuevo, donde lo imaginario y lo inexistente conviven con las cosas cotidianas. En este sentido, autores como Juan Rulfo pondrán al lector contra las cuerdas. Elena Garro no se va a quedar atrás, los ejemplos son múltiples. La obra de teatro Un hogar sólido se desarrolla en el interior de un panteón familiar. Los personajes de esta pieza teatral son los muertos que lo ocupan. Y lo sorprendente es que la autora consigue crear inquietud en el lector no por los personajes que se saben muertos, sino por los vivos. Durante la obra se escuchan pasos que vienen de fuera y golpes en el techo que conturban al lector. No se sabe qué son los golpes y los muertos esperan; son los vivos abriendo la losa para introducir a un nuevo miembro de la familia: Lidia, feliz de reencontrarse con su primo Muni, tan feliz como lo era Laura del cuento «La culpa es de los tlaxcaltecas» con su marido-primo. También existió un Boni Garro, primo de la autora. La obra de teatro termina con la desaparición de Lidia, único personaje que ha quedado en escena: «Lidia: ¡Un hogar sólido! ¡Eso soy yo! ¡Las losas de mi tumba! (Desaparece)».
Significativamente, Elena Garro le confesó a José Antonio Cordero, el director del documental La cuarta casa: un retrato de Elena Garro: «El único hogar sólido que voy a tener es la tumba». Como bien escribe Peter Earle: «Elena […] difunde sus experiencias reales en las aventuras y retratos imaginarios de sus narraciones y obras teatrales» («Octavio Paz y Elena Garro: una incompatibilidad creativa», 881). Así ocurre en su última novela, Inés. Parece que Inés fuese otro alter ego. Un desdoblamiento de la propia Elena que, por un lado, se contempla a sí misma a través de los ojos de la criada, ofendida por un marido que le cierra las puertas, que maltrata a su hija, que se burla de ella ante sus amigos, un personaje del que se compadece la criada frente a la actitud de un sádico capaz de vejar y matar la inocencia encarnada en la figura de Inés. Por otro lado, Elena es la propia Inés, víctima:
«–Lo mejor es suicidarse… Dime Paula, dime ¿qué hicimos de nuestras vidas? Éramos jóvenes, éramos ricos, éramos guapos.
[…]
–Paula, suicídate conmigo –suplicaba.
–Es pecado, es pecado, es pecado…» (Inés, 198).
Sus vivencias son absolutamente literarias. En su diario (domingo, 4 de Julio de 1976) escribe:
«Por eso cuando en 1961 volvió a la casa O. P. (casa de Molière), contrito, deshecho, viejo y visible, me dio pena, pero cuando me rogaba todas las noches que me suicidara, mientras, yo, sentada en el suelo del cuarto de H. velaba sus angustiosos insomnios, pensaba: “Sí, sí eres Burlap”. Él continuaba rogando: “Suicídate, Helencitos, entonces yo podré escribir y decir que eras una mujer maravillosa, que eras la poesía misma, el genio… y luego me suicido yo”» (Rosas Lopátegui, Testimonios sobre Elena Garro: 423).