Miguel Sobrino González
Monasterios. Las biografías desconocidas de los cenobios de España
La Esfera de los Libros, Madrid, 2019
815 páginas, 23.90 €
POR ISABEL DE ARMAS

 

«Los monasterios acrisolan influencias artísticas y culturales de la Antigüedad y, a su vez, abren paso a infinidad de ideas y soluciones posteriores a ellos, que no sólo atañen a la arquitectura, sino al aprovechamiento de los recursos naturales y hasta a las formas de vida y a la organización del trabajo y de las actividades humanas», escribe Miguel Sobrino. Por eso, su trabajo tiene dos objetivos fundamentales: el primero, más sencillo, consiste en invitar al lector a que viaje y disfrute de un patrimonio cercano en el que arquitectura y paisaje caminan al unísono; el segundo, más complicado, consiste en indagar en el fenómeno monástico, que influye —está convencido— en ciertos aspectos de la vida actual más de lo que en principio cabría sospechar.

En España, los monasterios y conventos se cuentan por centenares. El presente libro no quiere reducir su muestrario a unos pocos monasterios, que además habrían de ser los más conocidos y monumentales, su intención es la de introducirnos en el fenómeno monástico que, por supuesto, no se reduce a una relación de obras maestras. El autor nos muestra, paso a paso, que para apreciar mejor los grandes monasterios necesitamos conocer los prioratos, las granjas y las villas de recreo o las obras hidráulicas que dependían de ellos. También nos dice que no trata de redactar una «Guía de monasterios», ni de hacer una descripción pormenorizada de las obras de arte que guardan, sino de sugerir al lector la importancia de este patrimonio, resaltando su papel en la definición del territorio y señalando los asuntos que siguen interesándonos o condicionan nuestra vida en la actualidad.

Aquí se destaca que el primer movimiento monástico hispano del que nos han llegado restos monumentales tuvo lugar en la época visigoda, durante los siglos vi y vii, aunque existen fuentes que hablan de un eremitismo tardorromano, promovido en la cuarta centuria por Prisciliano. El monasterio sería el edificio donde se llega a una paradójica colaboración entre solitarios, que pretenden garantizar con la unión de sus fuerzas el particular mantenimiento, frente a los embates externos, de la buscada soledad. Este libro trata de los rastros materiales, y sobre todo arquitectónicos, que este movimiento ha ido dejando en nuestro suelo.

Sobrino arranca su trabajo con la llamada arquitectura rupestre que tuvo su auge entre los siglos vi y x. Puntualiza que se trata de una denominación dudosa, ya que en esta arquitectura no existe un proceso constructivo, sino que, a la manera de una escultura, el edificio es el resultado de la extracción del material natural, de la manipulación de las formas ofrecidas por la roca madre. En España subsisten numerosos ámbitos rupestres, todos ellos con un denominador común ya que, en una época con escasez de metales y herramientas que hubiesen facilitado un trabajo más cualificado, era necesaria cierta blandura de las piedras. Por eso abundan los eremitorios rupestres en zonas de calizas y de areniscas o en paredes arcillosas, y serán excepcionales en vetas graníticas o marmóreas.

Pasados los tiempos en los que Hispania fue una de las principales provincias romanas, el reinado visigodo dio lugar al primer estilo artístico propiamente hispano y el autor hace referencia a numerosos restos de monasterios visigodos. Seguidamente, hace referencia al fabuloso legado de edificios prerrománicos que nos ha dejado la monarquía asturiana, fechados entre los últimos decenios del siglo viii y comienzos del x. Hacia la mitad del siglo x, con el inicio de un nuevo tiempo y el auge de los condados catalanes, Sobrino nos habla de una verdadera revolución arquitectónica, en la que destacan cuatro cenobios de Cataluña, llegados en distinto grado de conservación a nuestro días y situados a ambos lados de los Pirineos: San Martín de Canigó y San Miguel de Cuixá, al norte, y Sant Pere de Rodes y Santa María de Ripoll, al sur.

Bajo el título «Piedra y silencio», este intenso y condensado libro lleva al lector a introducirse en la arquitectura monástica, descubriendo en el Bierzo los restos de una de las primeras comunidades —primero de anacoretas, luego de monjes— que existieron en España. Como significativo ejemplo, describe el emplazamiento de San Pedro de los Montes, lugar idílico apto para el recogimiento, la soledad y el recreo de los sentidos, que llegó a ser el cenobio más importante de la zona, sólo equiparable al monasterio cisterciense de Carracedo, situado en plena ruta jacobea. A continuación y en un imparable ritmo de lectura, el autor nos traslada a la Liébana, donde a la sombra de sus cenobios fueron roturándose las tierras, organizándose las explotaciones ganaderas y consolidándose los caminos, y junto a ellos fueron surgiendo las aldeas que aún hoy perviven. Dos monasterios, reconstruidos en fechas posteriores, mantienen en la actualidad su fama por contener importantes méritos artísticos y destacadas resonancias históricas: Santa María de Piasca y Santo Toribio de Liébana.

El autor nos recuerda, con especial insistencia, que cuando visitamos un monasterio, no vemos sólo la huella de la vida de los hombres y mujeres de religión, sino también la traducción a arquitectura de ese impulso que tantas veces, seamos o no creyentes, hemos podido compartir con ellos: el alejamiento del ruido y la búsqueda de cierto orden interior. En su situación, generalmente aislada, el monasterio se convierte en el lugar más apropiado para la soledad y el silencio, necesarios para la concentración y el pensamiento. En los monasterios se rezaba pero también se copiaban libros y se impartían enseñanzas, de hecho, de ellos salieron en todas las épocas notables poetas y pensadores. También, no pocas mujeres con inquietudes intelectuales veían en la reclusión monástica la única oportunidad que su tiempo les brindaba para desarrollar su talento. Finalmente, Miguel Sobrino apunta que el mundo de los monjes va un paso más allá del de los anacoretas, aquellos que simplemente se alejaban del mundo, y organizan ese impulso hacia el aislamiento mediante reglas que constituyen un corpus normativo propio. En consecuencia, la religiosidad imperante, de la que formaban parte esencial las liturgias funerarias, y los intereses territoriales, indisociables de las fundaciones monásticas, contribuyeron a la consolidación de unos organismos que, en su pretensión de aislarse del mundo, ayudaron a vertebrarlo.

El presente estudio, ya que de ningún modo se trata de una simple guía, nos cuenta toda esta evolución a través de sus edificaciones y lo que queda de las mismas. Los cistercienses y sus obras ocupan un lugar preferente en este recorrido cronológico. Mientras Cluny llegaba al paroxismo de su influencia, aliada con los máximos representantes del poder eclesiástico y político, unos pocos hombres comenzaban a remover los cimientos cluniacenses al revelarse contra la degradación de los preceptos monásticos a la que, según ellos, habían llegado los monjes negros. Los cistercienses nacieron como contrapeso a los excesos en que habían caído los monjes de Cluny y con su fundador, San Bruno, se constituyeron como orden monástica en el 1098. En España existen siete lugares privilegiados para acercarse al mundo del Cister. El recorrido por los siete monasterios cistercienses de la Oliva, Fitero, Tulebras, Veruela, Rueda Piedra y Huertas nos acercará además a ciudades y villas monumentales como Tudela, Tarazona, Borja, Ágreda o Medinaceli. Y en este momento histórico no podemos olvidar el mundo de las cartujas, ya que la relación entre los primeros cartujos y los primeros cistercienses fue constante, apoyándose unos a otros en su misión de renovar el viciado mundo monacal de entonces: algunas de las recomendaciones cartujas parecen verdaderas provocaciones dirigidas contra los monjes de Cluny, haciendo gala de una total austeridad. En Burgos, Granada, Jerez, Mallorca y en otras ciudades, encontramos vivos ejemplos de las sobrias casas cartujas. Pero con el tiempo y la ayuda de familias adineradas el panorama de austeridad fue cambiando, y los cartujos de tiempos avanzados dispusieron de distintas fuentes de financiación, habituales en el mundo monástico: propiedades territoriales, rentas, explotaciones agrícolas o ganaderas. Entre estas últimas, la más famosa es sin duda la cría de caballos que llevaron a cabo los monjes de la cartuja de Santa María de la Defensión, en Jerez de la Frontera. De esta labor, iniciada a finales del siglo xv, procede la raza del caballo cartujano, quizá la más prestigiosa del mundo. Finalmente, un tratamiento especial merecen dos casas del Císter: Santa María de Poblet y Santes Creus, por su relación con la casa real de Aragón que, al elegirlos para instalar en ellos sus palacios y sepulcros, los convirtió en dos conjuntos fundamentales para conocer las relaciones entre el monacato y la realeza de la Edad Media.

Al describir el Camino de Santiago en su tramo español, el autor se muestra muy crítico con los distintos destrozos que se han hecho y que se podían haber evitado. «La cuestión no es impedir la modernización —escribe—, sino que ésta se opere con sentido común, cultura, ingenio y delicadeza». Comprende que la actualización de las vías de comunicación es inevitable pero habría formas distintas de practicarla, buscando nuevos itinerarios y sin destruir a su costa paisajes históricos de un valor máximo. El territorio es lo que conforma el tejido sobre el cual van haciéndose los asentamientos humanos y los monumentos, y sin ese tejido básico los edificios singulares y los conjuntos históricos pierden gran parte de su sentido. Dentro de ese marco, los monasterios jugaron un papel primordial, llegando a formar, tal y como afirma Sobrino, una de las constelaciones más luminiscentes y pobladas de cuantas conformaron la «vía láctea» arquitectónica que desemboca en la prodigiosa ciudad de Santiago de Compostela. Los monasterios tenían una misión importante en el camino por su poder colonizador y por su función religiosa y también asistencial: fuera de los grandes núcleos urbanos, donde los hospitales solían ser gestionados por las catedrales, eran los monjes los que prestaban atención y cobijo a los peregrinos. De San Juan de la Peña, Leyre, Irache, Nájera, Yuso, San Millán de la Cogolla y muchos más, el autor hace comentarios sustanciosos.

También en este libro se llevan a cabo interesantes síntesis de los edificios monumentales de Burgos y de los orígenes de los monasterios históricos de Segovia y Ávila. Tampoco el autor olvida los monasterios de las órdenes militares ni los de las monjas medievales y su peculiar mundo, donde mujeres con inquietudes intelectuales o espirituales hallaron concentración y sosiego, y donde otras con ambiciones más prosaicas encontraron la oportunidad de ejercer el gobierno sobre incontables tierras y posesiones. Eso sin entrar en los particulares gineceos que llegaban a montarse en muchos cenobios, donde las monjas compartían claustro y coro con reinas viudas o con hijas naturales de reyes, nobles y miembros del alto clero y toda clase de mujeres de alta cuna. Finalmente, y ya entrados en el siglo xix, el autor no quiere dejar de comentar cómo la invasión francesa y, peor aún, la desamortización de Mendizábal, fueron letales para el patrimonio monástico español.

En este hermoso libro, Miguel Sobrino, dibujante y escultor, nos lleva de la mano y con gran sensibilidad a hacer un exhaustivo recorrido a través de los muchos monasterios españoles. Este mágico viaje incluye más de quinientas ilustraciones inéditas realizadas por él mismo, que nos acercan a valorar más y mejor los edificios, su historia y todo su entorno. Un trabajo sobresaliente y que anima a ponerse en marcha para meditar, abrir la mente y disfrutar.