David Toscana
El peso de vivir en la Tierra
Candaya
317 páginas
Como le habría gustado decir a Foucault, esta nota nace de la risa que nos sacude cuando estamos ante un texto familiar al pensamiento, una novela que es verdaderamente nuestra contemporánea, en el sentido que le da Giorgio Agamben: un contemporáneo es «más capaz que los otros de percibir y aferrar su tiempo». Antes, debo aclarar que este comentario sobre El peso de vivir en la Tierra (Candaya, 2022), de David Toscana (Monterrey, 1961), es anterior a su publicación: solo esperaba el momento adecuado. Un buen punto de partida para entender el sentido último de esta historia es hacer referencia, al menos, a una de las novelas anteriores del autor: La ciudad que el diablo se llevó, aparecida en México en 2012 y en España en 2020, cuando por fin pudimos leerla. Tanto aquella como esta son obras que se mueven en la esfera, a un tiempo literaria, histórica y cultural, de la Europa oriental (La ciudad que el diablo se llevó, Polonia; El peso de vivir en la tierra, Rusia); al punto de que no me parecería tan descabellado aventurar que, a tenor de cierta temática que le gusta visitar, Toscana sería en parte un escritor mexicano de Europa del este. Ambas novelas nacen «de la nada» para conformar un cosmos propio que de inmediato arrebata al lector aquello preciado que todo buen libro, si quiere perdurar, ha de robar impunemente: la atención. Pero, como quizá diría un narrador ruso del siglo xix, «es tiempo de que pasemos al libro, estimado lector».
La anécdota con que arranca la novela se asemeja al Adagio de la Gran partita, de Mozart –que tanto impresionó a Salieri en su momento–, por la cómica y aun engañosa sencillez de una dulce melodía que surge de uno de sus instrumentos: Nicolás, un funcionario de una aburrida oficina de Monterrey, sufre una súbita transformación eslava cuando se entera de que los tres cosmonautas soviéticos que han regresado a la Tierra fueron hallados muertos en la cápsula que los traía a casa, según los médicos, porque tras pasar tanto tiempo en el ingrávido espacio, sus corazones no pudieron adaptarse de nuevo a la fuerza de atracción terrestre, es decir, no soportaron el peso de vivir en la Tierra, un peso del que no solemos, quizá por costumbre, darnos cuenta. Poco a poco el lector comprenderá hasta qué punto esta noticia golpea en –y metamorfosea– la psique del protagonista. En adelante, Nicolás rehusará atender a otro nombre que no sea el de Nikolái Nikoláievich, calculará las distancias en verstas, la medida itineraria rusa equivalente a 1.067 metros, se emborrachará à la rusa, no como mexicano, sentirá el crudo invierno moscovita y en consecuencia se abrigará apropiadamente (si de verdad estuviere en Moscú, claro); y pagará, cada vez que pueda, en rublos. A lo largo de la novela su corazón querrá marcharse; solo eso. La ciudad donde vive ya no es Monterrey sino Moscú o San Petersburgo, los espacios de Tolstói y Pushkin, de Dostoievski y Chéjov, pero también el que recuerda el período soviético.
No estoy seguro de poder afirmar que Nicolás/Nikolái se vuelva loco, por una muy cervantina razón: los demás personajes le creen (o le siguen la corriente). El narrador, usando sus habilidades, abre una (cortazariana) brecha en la realidad por la que nos colamos hacia la ficción pura; ya no serán solo los personajes, también el lector se ha sumado, persuadido, al mundo de Nikolái, que ya no se encuentra en Monterrey, Moscú o San Petersburgo: ahora recorrerá una ciudad creada con retazos de otras polis, todas letradas con la forma que traen de otros libros. Y así como el París de Rayuela solo es el de esa novela, el Monterrey/Moscú/Petersburgo de esta solo pertenece a ella. El mérito indiscutible de David Toscana es su poderosísima prosa, que no da tregua: siempre es perfecta, aguda y sorpresiva. Por eso sacude; pues, tras más de trescientas deliciosas páginas con citas de la narrativa rusa muy bien traídas, el narrador nos rescata y nos (com)promete en esta coda: «Entonces supieron que el final estaba todavía muy lejos y que lo más emocionante y sublime no había hecho más que empezar». Es esta una novela para releerla hasta que el corazón se parta. O quiera partir.