POR MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ


I. ¿Hasta cuándo estaremos buscando «maestros»?

Buscar «maestros» es tan ineficaz como aferrase al canon. Desde hace unos cincuenta años, la palabra «canon» se utiliza para designar las obras de autores que merecen atención de la crítica académica o la inmortalidad en las colecciones de «clásicos» de las editoriales. Pero la impugnación del canon nació con el canon mismo. Desde el principio, este se percibió como un club exclusivo del cual se rechazaba a quienes escribían desde la periferia, incluidas las mujeres. En El canon occidental (1994), Harold Bloom, una autoridad en este tema, se queja de la existencia de cierta «Escuela del Resentimiento», proveniente de una «trama académico-periodística» interesada en refutar el canon para promover «supuestos (e inexistentes) programas de cambio social». Se refiere, está claro, al feminismo y otros grupos ligados a las reivindicaciones raciales que más de treinta años antes se habían consagrado como ejes del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos y Occidente. Lo peor es que El canon occidental hace un flaco favor a la tradición en castellano, pues limita al «fabulista argentino» Jorge Luis Borges, al poeta chileno Pablo Neruda y al novelista cubano Alejo Carpentier la lista de maestros en cuya «matriz» se gestó el “boom” literario de Latinoamérica.

Se busca a maestros en la literatura como los fanáticos religiosos siguen a los profetas. Y esta búsqueda tiende a articularse en género masculino y singular. Para José Miguel Oviedo, cuatro nombres dan cuenta de la madurez alcanzada por el cuento durante el siglo pasado: Borges, Julio Cortázar, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez. Entre los 35 maestros del cuento que propone en su Antología crítica del cuento hispanoamericano del siglo XX solo dos son mujeres: Elena Poniatowska y Rosario Ferré. El libro publicado en 1997 y reeditado veinte años después —en plena efervescencia de la «Escuela del Resentimiento»— subraya la condición periférica de estas mujeres al incluirlas en el apartado final, identificado como «Otras direcciones: desde el “boom”». Es decir: no solo son ajenas a la madurez del género breve, sino que están tan removidas de la tradición que van en otra dirección. No me interesa proponer aquí una lista de «maestras» del cuento. La recomendación de Horacio Quiroga en su célebre decálogo de creer en un maestro, «como en Dios mismo», me parece inútil y, lo más peligroso, acompleja. ¿Por qué habría de proponerse un autor (o autora) en ciernes imitar a Borges? Leerlo, sí; detenerse en los mecanismos de sus ficciones, comprenderlos, pero nunca imitarlo. ¿Quién querría leer una copia de Borges cuando se tiene al original? En la palabra «lectura» está la clave. Para Ricardo Piglia así se construyen «genealogías». Esto, me parece, es más útil que consagrar maestros… o maestras.

II. ¿Qué significa hacer «genealogías» de escritura?

Significa apostar por la lectura. Piglia utilizaba la palabra «genealogía» para referirse al conjunto de antepasados literarios de un escritor o escritora. Como nadie hace literatura en el vacío, cuando escribimos somos conscientes de las poéticas desde las cuales queremos ser leídos. En pocos oficios como en este son tan importantes los precedentes de las ideas o de dónde salen las herramientas del estilo propio. Piglia mismo me habló de sus genealogías durante la Feria Internacional del Libro Guadalajara de 2010, el año en que publicó su última novela, Blanco nocturno. Yo quería que me aclarara en qué consistía la particularidad de su lectura como escritor. «Un escritor construye genealogías imaginarias, cosa que los críticos no hacen», explicó: «Uno habla de los autores con los cuales se siente identificado». El mejor ejemplo de esto era Borges: «Cuando todo el mundo hablaba de Thomas Mann o de Fiódor Dostoyevski, Borges insistía sobre Robert Louis Stevenson o C. K. Chesterton, escritores entonces considerados menores a quienes él puso en el centro de la discusión. Porque si uno leía a Borges desde Dostoyevski, no quedaba nada de Borges». Con esa estrategia, Borges preparaba la imaginación de sus lectores para que le abrieran un espacio a sus propios textos.

De la versatilidad del género y la afortunada experimentación con voces y formas narrativas dan cuenta títulos como Mi novia preferida fue un bulldog francés (2017), de Legna Rodríguez Iglesias o Lo que está y no se usa nos fulminará (2018), de Patricio Pron; de la afortunada mezcla entre cuento, ensayo y crónica, Modo linterna (2013), de Sergio Chejfec o Mis documentos (2013), de Alejandro Zambra; de las posibilidades que ofrece el libro-objeto de cariz conceptual, complejizador de las relaciones entre fotografía y literatura, Óptica sanguínea (2014), de Daniela Bojórquez

Hablar de genealogías pone el énfasis en los textos, no en quién los produce. Ofrece más herramientas que la noción canónica de Oviedo para comprender la narrativa breve producida en la actualidad. No propone imitar a nadie, sino sugerir los textos de otros como puertas abiertas del oficio narrativo propio. Se leen las obras de los demás, especialmente de quienes nos anteceden en el oficio, para encontrar soluciones a los problemas que los textos imponen.

Un acontecimiento que aún no se reseña lo suficiente es la edición de los Cuentos completos de Piglia, hecha en 2021 por Anagrama. Se encuentran allí sus primeras piezas publicadas en los sesenta, donde son evidentes las influencias de autores como los extremos en el estilo que son Henry James y Ernest Hemingway, o de Macedonio Fernández y, por supuesto, Borges. Llega hasta sus últimos relatos, mezclados con sus «historias personales», que abarcan desde 1969 hasta 2017. El recorrido describe un caleidoscopio de formas híbridas, capaces de traspasar los límites del cuento canónico. Piglia logra esto desde formas narrativas abiertas que se mezclan con el ensayo, la reseña o la auto-ficción o desde contenidos heterodoxos, en donde pasa del relato histórico y del policial, anclados en géneros más o menos precisos de la tradición literaria, a los géneros libérrimos de la ficción teórica o el diario, por ejemplo. La intensa heterogeneidad de su narrativa breve deja un surco abierto para que los cultivadores el género podamos sembrar nuestros textos.

III. ¿Piglia…? ¿Y qué hacemos con Bolaño?

Roberto Bolaño fue una corriente literaria de un solo hombre. Eso es innegable. Por eso tendemos a pensar que la semilla de toda la narrativa en castellano de este siglo está en su obra monumental. Es posible que así sea, en la novela. Lo siento por los bolañistas, pero el autor chileno tiene menos influencia que el argentino entre los cultivadores de los géneros breves del presente. No conozco evidencias críticas de que sus ideas sobre la construcción de relatos sean estudiadas con el mismo deleite que la teoría del cuento de Piglia, explicada en Formas breves (1986), según la cual un relato siempre cuenta dos historias, una está en la superficie y la otra, se intuye por debajo. Es cierto que en su tiempo Bolaño cometió el mismo exceso de Quiroga al proponer un decálogo del género. En su caso son doce «consejos» para «el arte de escribir cuentos»; lo hace desde la parodia, como buen hijo de la posmodernidad. Pero ni desde allí escapa de la presión de nombrar maestros. «La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra», escribe en el punto nueve; «piensen en el punto número nueve» anota en el punto diez: «Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas». Lo que queda menos claro es si Bolaño supo reconocer que tenía un maestro entre sus contemporáneos, uno que nació doce años antes y falleció catorce años después que él: Piglia.

Las dos similitudes más evidentes entre ellos están en el uso de personajes recurrentes y en la estructura de los relatos. Emilio Renzi y el comisario Croce son fundamentales para comprender la poética de Piglia y aparecen en cuentos, ensayos o novelas como trasuntos del escritor. En Bolaño se trata de personajes menos trascendentes, que saltan entre cuentos y novelas, o viceversa, como Lalo Cura en el relato homónimo de Putas asesinas (2001) que reaparece en 2666 (2004), o Joanna Silvestri, que va de la novela Estrella distante (1996) a la colección de cuentos Llamadas telefónicas (1997). Los relatos de Bolaño se resuelven en epifanías, lo cual implica su construcción a partir de una historia que se cuenta y otra que se intuye por debajo, siguiendo la teoría del autor argentino. La diferencia es que mientras en los textos de Piglia lo oculto se revela al final, en los de Bolaño, la epifanía se resuelve con el vacío. Se trata de un juego de espejos similar al de sus novelas y se vincula con el tema fundamental de su obra, la violencia. Se propone con ese vacío mostrar que detrás de la violencia inexplicable no hay más que un abismo, acaso más violencia.

IV. ¿Puede una genealogía construirse con dos nombres?

Por supuesto que no. Menos cuando señalan solo a hombres, aunque sean Piglia y Bolaño. Solo un académico como Oviedo formado en la anticuada tradición de los maestros puede imaginar una matriz masculina en la cual se gesten movimientos estéticos. De todas maneras, aquí no me interesa la postura de la crítica, sino el ejercicio literario como autora. No quedaría nada de las obras de quienes escribimos cuentos hoy si se nos leyera desde Piglia o Bolaño. Eso solo opacaría nuestras intenciones. Propongo más bien ampliar el concepto de genealogía con una metáfora vegetal. La imagen de un árbol genealógico. Pensemos en la narrativa breve de este siglo como en un baobab de tronco robusto del cual salen cuatro enormes ramas. Dos pertenecen a Piglia y a Bolaño. En otra rama localizaré la obra de la autora catalana Cristina Fernández Cubas y en la restante, las colecciones de relatos de la argentina Clara Obligado.

Casi puedo escuchar las objeciones de ciertas personas. Es conflictivo hacer una crineja filogénica que incluya a Fernández Cubas y a Obligado al lado de Piglia y Bolaño, lo entiendo. La razón de esto no es que ellas sean mujeres. Tampoco que sea inferior la factura de sus cuentos. Se debe a que ellos están muertos y por eso percibimos sus aportes a la literatura como proyectos cerrados. Fernández Cubas y Obligado continúan escribiendo, es más: en los últimos veinte años han publicado sus mejores obras. Cabe esperar que con el paso del tiempo sus aportes al género se profundicen más y se proyecten con fuerza allende las fronteras de la tradición de nuestra lengua.

Fernández Cubas sintetiza los rasgos propios del cuento oral y escrito en España, actualizados en la relectura de Poe y de James. De la estructura clásica del cuento de terror anglosajón, ella toma la aparición en la cotidianidad de un elemento perturbador. A través de este recurso, lo fantástico complejiza la visión del mundo y manifiesta sus fisuras. Aunque son pocas las conexiones entre esta autora y la narrativa de Latinoamérica, los cuentos de la boliviana Giovanna Rivero y la ecuatoriana María Fernanda Ampuero presentan una irrupción similar de lo siniestro en lo cotidiano. La diferencia es que en las obras de estas hay un matiz político heredado de Bolaño: una idea de la violencia como rasgo inevitable y siniestro de la realidad.

Bajo la pretensión de narrar nuestro mundo múltiple, Obligado presenta sus libros de relatos como conjuntos fractales. Tal estructura signa qué significa ser una autora migrante —una argentina en España—, lo cual ella identifica como «literatura excéntrica». Propone así una intensa reflexión sobre el desplazamiento: el de la persona, sus lecturas, la escritura y la recepción de la obra. Así afronta su desarraigo desde la creatividad. En sus colecciones de cuentos Las otras vidas (2006), El libro de los viajes equivocados (2011) y La muerte juega a los dados (2015) quiebra la estructura de la narrativa lineal en las piezas tanto como en el ordenamiento del libro, para subvertir la lectura y obligar a recomponerla desde múltiples lugares y puntos de vista.

La heterodoxia de Obligado en la concepción del libro de relatos y los textos que los componen me interesa pues subraya el efecto de conjunto colocándolo entre los géneros de la novela y del cuento. Anuncia con esta estrategia un camino para que recorran otras escrituras. En tiempos cuando las pinturas ya no se circunscriben al espacio del cuadro, cuando cierta música ha perdido la melodía y cuando ir al cine se hace desde el sofá de la casa, ¿por qué habría de subsistir el libro de cuentos tradicional?

En la literatura hemos acabado con todo. Faltaba romper con el libro.

Ahora, ya podemos recomponerlo.