La belleza favorece el ejercicio de la atención. Esto es algo que saben los amantes, los artistas y los devotos. Weil sugiere que la atención, cuando se une a su objeto plenamente, tiene el poder de concentrar el universo entero en un punto: «Cuando una cosa es perfectamente bella, tan pronto uno fija su atención en ella, se convierte en la única belleza. Dos estatuas griegas: solo aquella que contemplamos es bella, la otra no». Existen, por supuesto, muchas cosas bellas, pero, para aquel que «ha contemplado con toda su alma» (Weil, 1997, p. 347),[30] el objeto se convierte en el universo entero, en la única belleza y en la única verdad. Parece que habla aquí una experta de la meditación. El samādhi de Patñjali ha sido definido así: «Cuando no hay ningún otro objeto además del objeto de meditación, en samādhi convencional, ese objeto constituye propiamente el universo».

La absorción meditativa en la belleza es también una forma de unión mística, el acuerdo nupcial que es el propósito del cosmos: «La belleza es la forma del “sí” eterno, es la eternidad sensible» (Weil, 1950, p. 149).[31] La naturaleza dice sí constantemente a la divinidad; su sí es la necesidad: el latido del corazón, el movimiento circular de los astros y las leyes del universo. El hombre está llamado a decir sí conscientemente. Al decirlo, obliga a la divinidad a venir a él. Este es el poder de anábasis o catábasis divina que existe en la belleza. En el rapto de la contemplación se corre el riesgo de ser poseído por el mysterium tremendum. En el mito del rapto de Coré, Simone Weil encuentra una expresión del doble significado de la palabra griega charis, que suele traducirse como «gracia» o «favor» pero que también puede significar «encanto», «seducción» o «rapto». Un raro caso en el que la gracia viene de abajo: «La inclinación natural del alma a amar la belleza es el ardid de que se sirve Dios para abrirla al soplo de lo alto. Es la trampa en que cayó Coré. El perfume del narciso hacía sonreír al cielo entero, a la tierra toda y al oleaje del mar. Apenas la pobre joven hubo tendido la mano, cayó prisionera en la trampa. Había caído en manos del dios vivo. Cuando salió, había probado el fruto que la ataba para siempre. Ya no era virgen, era la esposa de dios» (Weil, 2007, p. 101). Nosotros también debemos ser sensibles al llamado de la belleza y convertirnos en «la esposa de dios». Esta es la versión del amor fati de Weil: decirle sí a todo  y, sin una identidad personal a la cual asirse, como Dioniso desmembrado, convertirnos en la totalidad. «El esfuerzo por el que el alma se salva se asemeja al esfuerzo por el que se mira, por el que se escucha, por el que una novia dice sí. Es un acto de atención y consentimiento» (Weil, 2009, p. 118). La unión nupcial se podría producir en este instante, casi de manera automática: «Con tan solo saber desaparecer, se daría una perfecta unión amorosa entre Dios y la tierra que piso o el mar que oigo» (Weil, 2007, p. 88). Desaparecer es renunciar a «ser algo», una cosa, una criatura. Imitar así a la divinidad que se sacrifica en la fundación del universo: «Ser nada para ocupar en el todo el verdadero lugar de uno» (Weil, 2007, p. 84). La «descreación» del yo no es una aniquilación en la nada, sino una unión extática e inefable con el absoluto.

 

ECONOMÍA SALVÍFICA DE LA ATENCIÓN

Weil apuesta por una distancia estoica frente al bien y al mal. «Debemos ser indiferentes al bien y al mal –nos dice–, al proyectar en igual medida sobre uno y otro la luz de la atención, es el bien el que prevalece en virtud de cierto fenómeno automático. Esa es la gracia esencial. Y la definición, el criterio del bien» (Weil, 2007, p. 155). Asimismo, el sufrimiento y la alegría deben ser contemplados atentamente con la misma imparcialidad, sin avidez o aversión. Algunos tienen una vocación más clara hacia la alegría, Weil, sin embargo, reconoce en sí misma una trayectoria hacia el sufrimiento. Pero no hay antagonismo, son los dos polos de la única realidad que es el amor. Una intuición similar se encuentra en Kierkegaard (1997, p. 320), para quien la adversidad se revela como prosperidad una vez que no se resiste o rechaza, pues la adversidad nos aleja de un objetivo temporal y nos lleva hacia uno eterno. Para Weil (2007, p. 154), todos los acontecimientos, no importa su contenido positivo o negativo, mientras sean consentidos y vigilados atentamente nos depositan en la irresistible marea de la divinidad: «De mí solo se requiere la atención, esa atención que es tan plena que hace que el yo desaparezca. Privar de la luz de la atención a todo aquello que denomino yo, y dirigirla a lo inconcebible».

Weil (2007, p. 154) bosqueja una economía de la salvación, una especie de transacción energética, que tiene como ejes el deseo y la atención: «La atención se halla ligada al deseo. No a la voluntad, sino al deseo. O, más exactamente, al consentimiento. Liberamos energía en nosotros. Pero de nuevo se nos agrega sin cesar. ¿Cómo llegar a liberarla toda? Es preciso desear que eso se produzca en nosotros. Desearlo de verdad. Simplemente desearlo, y no tratar de realizarlo». En los últimos meses de su vida se obsesiona por los mitos, leyendas y cuentos de diferentes culturas. Encuentra aquí una perfecta ilustración: «Un cuento esquimal explica así el origen de la luz: “El cuervo, que en la noche eterna no podía encontrar alimento, deseó la luz y la tierra se iluminó”. Hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo de atención» (Weil, 2009, p. 68). Esto es lo único esencial, desear la luz incesantemente.

Frente a otras propuestas de la mística, la de Weil (1950) orbita en torno a una revalorización del deseo: «El deseo en sí mismo es el bien. Aunque esté mal dirigido, sigue siendo posibilidad de bien».[32] El deseo en sí mismo es luz, la materia prima de la realidad. Dirigido a las cosas mundanas «produce ilusión», pero, cuando «un alma dirige su deseo y su atención a Dios», produce realidad (Weil, 1962, p. 138).[33] En su agenda mística, Weil aspira a volverse luz a través de la purificación del deseo y la disciplina de la atención. Retirar la atención de los falsos brillos y asimilarse a la luz. «Debemos abolir en nosotros la realidad falsa (ersatz), para atender a la realidad real» (Weil, 1997, p. 438), [34] escribe, una propuesta que guarda una relación inversa –que es lo opuesto– al conocimiento como información. La información tiende a reemplazar al espíritu, que nada sabe de contenidos. Un experto en el tema, Marshall McLuhan (1987), escribía esto en una carta al teólogo Jaques Maritain en 1969: «Los ambientes de información electrónicos, siendo completamente etéreos, fomentan la ilusión del mundo como una sustancia espiritual. Actualmente se han convertido en un facsímil del cuerpo místico».[35]

 

CIENCIA, TÉCNICA Y ATENCIÓN

En Echar raíces Weil establece las relaciones entre la técnica y la atención. Ante la fuerza enajenante, deshumanizante del materialismo mecanicista, postula una energía distinta, sobrenatural, que es a la que hay que atender. En los últimos dos o tres siglos, empezando por Descartes y pasando por Hitler, en Europa se ha fijado la creencia de que «la fuerza es el único dueño de los fenómenos de la naturaleza». Al mismo tiempo, se han defendido valores como la justicia, la libertad o la autonomía. Esto es contradictorio: «No puede concebirse que en el universo absolutamente esté todo sometido al imperio de la fuerza y que el hombre pueda sustraerse a ella». Weil (2014, p. 187) se decanta, «en oposición radical con la ciencia moderna tal como fue fundada por Galileo y Descartes», por un principio distinto: la gracia o luz sobrenatural. Opone la gravedad de Newton, una teoría basada en la fuerza, al Tao, basado en la gracia, en la acción sin esfuerzo.

La propuesta de Weil puede parecer ingenua, cuando no insolente, a la mente analítica. Pero, para la filósofa francesa, la ciencia se ha desviado en su camino, en tanto que ha dejado de ser conocimiento por amor al conocimiento y se ha incrustado en una dinámica utilitaria de explotación y extracción de poder. Fuertemente idealista, Weil cree que el científico debe amar su objeto de estudio y no debe atomizarlo: «Ese objeto es el universo en que vivimos». Como para Goethe, la ciencia genuina solo puede ser contemplativa. La verdad puede residir en la ciencia a condición de que el sabio tengo un móvil puro: «La definición auténtica de la ciencia es que es el estudio de la belleza del mundo […]. La materia y la fuerza ciega no son el objeto de la ciencia» (Weil, 2014, p. 201). El hombre moderno vive «aturdido» por el «orgullo de la técnica» y ha olvidado «que  existe un orden divino del universo» (Weil, 1990, p. 110). El materialismo y la tecnología se han vuelto religiones –pero «sin misticismo en el verdadero sentido de la palabra» (Weil, 1990, p. 105)–, iteraciones del «opio del pueblo» que acusaba Marx.

«¿Cómo podría el pensamiento tener por objeto algo que no fuera el pensamiento? Se trata de una dificultad teórica tan profunda que se renuncia a tomarla en consideración». Pero Weil (2014, p. 202) ofrece una respuesta idealista, de tono berkeleyano: «El objeto del pensamiento humano es, a su vez, pensamiento. El fin del sabio es la unión de su propio espíritu con la misteriosa sabiduría eternamente inscrita en el universo». En última instancia la ciencia se vuelve una forma de «contemplación religiosa». Es necesario zanjar «el gran escándalo del pensamiento moderno: la hostilidad entre ciencia y religión» (Weil, 1990, p. 110). Debemos arraigarnos y recordar que: «El saber no es una técnica, depende enteramente del amor» (Weil, 1950, p. 148). Todo ello tiene una consecuencia social: «Hay que orientar la ciencia hacia la obediencia, no hacia el poder. […] El poder es un modo decadente de la obediencia» (Weil, 1950, p. 24).[36] De nuevo el «empirismo delicado» de Goethe frente a la explotación de la naturaleza o la mentalidad extractiva que concibe el conocimiento como poder (que se encuentra en Bacon, por ejemplo).

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