POR JUAN ARNAU Y ALEJANDRO MARTÍNEZ GALLARDO

En forma de trigo nos comemos el sol… El hombre y lo divino están ligados por un sacrificio recíproco.
SIMONE WEIL

El presente artículo tiene por objeto recoger las observaciones de Simone Weil (París, 1909 – Ashford, 1943) sobre la práctica de la atención, cuyo ejercicio jugará un importante papel tanto en su vida personal como en su pensamiento. La idea general, que irán confirmando las propias palabras de Weil, es que hay un poder salvífico en la atención. Cuando atendemos a lo vivo, nos llenamos de vida, y el problema de nuestro tiempo es que atendemos demasiado a algo que parece vivo, por ser luminoso, pero que está muerto. La práctica de la atención es tanto una discriminación que permite educar el deseo, orientarlo hacia lo auténticamente vivo y luminoso, como también, en su forma más elevada, un estado receptivo y abierto, que participa en la naturaleza sacramental del mundo. El artículo mostrará el amplio rango de aplicaciones que tiene su concepto de atención, que es el fundamento de su pensamiento ético, estético, hermenéutico y soteriológico, además de ser la base de una teoría de la educación. Weil provee con su concepto de atención un antídoto al desencantamiento de la modernidad secular.

Presentaremos paralelamente sus ideas sobre el deseo, menos estudiadas, pero que juegan un papel esencial en su filosofía de la experiencia, y sin las cuales no se comprende cabalmente su concepto de atención. El deseo es clave, pues es lo que participa tanto de la gravedad como de la gracia, los dos polos en los que se mueve la vida humana. El deseo es el gran constructor de mundos y la atención, su herramienta. Es un «rayo de doble filo» que, orientado hacia lo «alto», se convierte en una fuerza eléctrica por la cual desciende lo divino y asciende el alma (Weil, 2014, p. 221). La atención es lo que nos hace susceptibles a la «seducción divina», a la llamada nupcial de la belleza, que Weil entiende como la razón de ser del cosmos, pero que, al mismo tiempo, exige un sacrificio absoluto.

Simone Weil tempranamente encuentra un refugio en la atención. A los catorce años vive una aguda crisis adolescente. Crece a la sombra de su hermano, el matemático André Weil, cuya infancia y juventud son «comparables a las de Pascal». Después de meses de «tinieblas interiores», tiene la certeza de que cualquier ser humano puede «entrar en ese reino de verdad reservado al genio, a condición tan solo de desear la verdad u hacer un continuo esfuerzo de atención por alcanzarla» (Weil, 2009, p. 38-39). Más tarde, recitando textos, encuentra un poder salvífico, una forma de luz mística, en la atención intensamente enfocada. No importa si se trata de un poema o de una oración (ese «relámpago inverso», según Herbert), lo decisivo es la atención que se pone en el acto mismo de recitar. Tiene intensos dolores de cabeza y solo un esfuerzo extremo de atención le permite salir de ese estado miserable. Cuando sobreviene una de esas crisis violentas recita un poema de Herbert y la recitación tiene la virtud de una oración que se abre a «la insólita belleza del canto y las palabras». Es en una de esas recitaciones cuando, confiesa, sintió una suerte de rapto místico («Cristo mismo descendió y me tomó» [Weil, 2009, p. 41]). Hasta ese momento no ha recitado plegarias litúrgicas y, cuando recitaba la Salve Regina, lo hacía como si fuera un poema. Estudia textos griegos y repite incesante sus frases durante días. Poco después comienza la vendimia y, mientras trabaja entre las vides, recita el padrenuestro en griego. Desde entonces se impone la práctica de recitarlo cada mañana con atención plena:

Si durante la recitación mi atención se distrae o se adormece aunque sea de forma infinitesimal, vuelvo a empezar hasta conseguir una atención absolutamente pura. […] A veces, ya las primeras palabras arrancan mi pensamiento de mi cuerpo y lo trasladan a un lugar más allá del espacio en el que no hay ni perspectiva ni punto de vista. El espacio se abre. La infinitud del espacio ordinario de la percepción es reemplazada por una infinitud a la segunda o a la tercera potencia. Al mismo tiempo, esa infinitud de infinitud se llena por entero de silencio, un silencio que no es ausencia de sonido, sino el objeto de una sensación positiva, más positiva que la de un mero sonido (Weil, 2009, p. 43).

Los acontecimientos decisivos de la breve vida de Weil, tanto en cuestión de educación como de vida interior, son suscitados por episodios de atención. La atención, según ella, es una puerta a lo milagroso.[1] Y el estudio, bajo la luz de la atención intensa, una de las formas de la oración. Más aún, el cultivo de la atención puede extenderse a toda las actividades y, cuando se hace, todas las cosas se vuelven modos de religiosidad o praxis filosófica. Poco antes de morir en Londres, en pleno auge de la Gran Guerra, idea un plan que le resulta disparatado al general de Gaulle: implementar un cuerpo élite de enfermeras que descendieran (¿como la gracia?) en paracaídas al campo de batalla para atender a los heridos. Weil (1957, p. 192) advierte: «Nuestros enemigos son empujados hacia delante por una idolatría, un ersatz de fe religiosa. Nuestra victoria podría depender de la presencia entre nosotros de una inspiración análoga, pero más pura y auténtica».[2] Se trata de una acción simbólica, una «propaganda» de magia blanca que responde a la propaganda nazi.

Ese cuerpo de enfermeras, que debía combinar «la ternura maternal y la sangre fría», pretendía ser un revulsivo moral y actuar sobre la imaginación de la tropa. Además de ofrecer ayuda inmediata en el campo de batalla, acompañarían a los moribundos en su agonía, atendiendo a sus últimos deseos y recogiendo sus últimas palabras para comunicarlas a sus familiares. Atender imparcialmente al dolor y enseñar a morir. Enfermería y filosofía. Weil muere con este proyecto en la mente. Sus últimas palabras en su diario de Londres: «La parte más importante de la educación: enseñar qué es conocer (en sentido científico). Nurses» (Weil, 1950, p. 337).[3] En un ensayo sobre la importancia de la atención en la educación, Weil (2009, p. 71) explica que el primer deber de un instructor es enseñarle a sus alumnos el conocer: no los contenidos específicos del conocimiento, sino el proceso mismo de la atención. Conocer es también atender, cuidar, amar.

Weil alía, por medio de la atención, la ética y la epistemología. Prestar atención es la más profunda y la más difícil labor social: «Los desdichados no tienen en este mundo mayor necesidad que la presencia de alguien que les preste atención. La capacidad de prestar atención a un desdichado es una cosa muy rara, muy difícil; es casi –o sin casi– un milagro. Casi todos los que creen tener esta capacidad en realidad no la tienen. El ardor, el impulso del corazón, la piedad no son suficientes» (Weil, 2009, p. 72). Y mucho menos son suficientes las donaciones materiales.

Salvarse salvando, Weil (2009, p. 73) practica el ideal del bodhisattva a través de la atención: «Esa mirada es, ante todo, atenta, una mirada en la que el alma se vacía de contenido propio para recibir al ser al que se está mirando en toda su verdad». Solo son capaces de ella los maestros de la atención. De ahí que la atención sea «la forma más pura y rara de la generosidad» (Weil, en Weil y Bousquet, 1982, pp. 18-19).[4]

 

EDUCACIÓN Y ATENCIÓN

Simone Weil se inició en la docencia a los 22 años, recién graduada de la École Normale Supérieure, con el equivalente de una maestría en Filosofía. Incluso cuando trabajaba en una fábrica de Renault o en la vendimia en la campiña francesa, Weil siempre hizo un aparte para enseñarle a los obreros o a los campesinos los clásicos de la tradición occidental: les leía a Homero, a Platón o a Goethe en el idioma original y luego los traducía. Una de sus ideas fundamentales es que la sociedad industrial materialista desarraiga al hombre, extirpa la línea directa que tiene a la sabiduría de su cultura. Según Weil, tan pronto el ser humano se desconecta de su pasado, su alma enferma. Basa su idea de la educación en el cultivo de la atención. Un incremento en la calidad de la atención vivifica el proceso de conocimiento; no solo permite una mayor receptividad en el alumno en su relación con el objeto, transforma el estudio en meditación y le da herramientas para una autorregulación moral. En otras palabras, enseñarle a alguien latín o matemáticas es, parafraseando el proverbio, «regalar un pescado»; educar la atención es «enseñar a pescar». El deseo aparece también en su idea de educación. El estudioso no debe tener una actitud utilitaria ante los estudios, debe esperar pero con deseo y alegría, como la esposa espera a su esposo, como el esclavo espera la llegada de su señor. Este deseo firme y expectante finalmente obligará al señor a sentar al esclavo a la mesa y darle él mismo de comer (Weil, 2009, pp. 71-72).

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