POR JUAN CÁRDENAS
Una imagen ampliamente divulgada por medios de comunicion y artistas del Palacio de La Moneda en Santiago de Chile tras el golpe de estado de 1973. Fuente: wikicommons

*Texto leído durante la presentación del libro Tierra de Campeones, de Diego Zúñiga.

Permítanme una hipótesis irresponsable, como un gesto de hospitalidad hacia el extranjero. Es una hipótesis sobre la literatura de este país -precisamente Chile, cuna de ese bebé de Rosemary que es el neoliberalismo-. La formulación es sencilla: desde los años 70 hasta la fecha, la práctica de la literatura en Chile está marcada por algo que voy a llamar las estéticas de la derrota. Tomo prestado el nombre de mi amigo Bruno Bosteels, que habla de filosofías de la derrota para referirse al pensamiento de posguerra y sus embrollos metafísicos.

Ustedes se preguntarán a qué me refiero con ese término, estéticas de la derrota. Es sencillo: hablo de la manera en que la literatura ha respondido a la catástrofe posterior al 73. No quiero decir con esto que todos los textos chilenos producidos desde entonces encajen en esas estéticas o se dejen reducir a esta descripción que, por motivos de tiempo, es necesariamente un boceto, pero sí me gustaría sostener la idea de que dichas estéticas marcan un horizonte ideológico. La derrota se siente como algo irreversible, fatal y esa sensación, esa atmósfera política, acota el espacio potencial de lo que se escribe o, diría más, de las condiciones de posibilidad del texto.

Así, para empezar con la descripción, en la literatura de los 80, cuando el trauma estaba tan reciente y era necesario comprender y resistir, la literatura descubrió la metonimia entre cuerpo y lenguaje como superficie de inscripción del malestar social. El lenguaje que se enferma, el lenguaje secreto y esquizoide que surge como la radiación que escapa milagrosamente de un agujero negro. Ahí tenemos textos como El padre mío, de Diamela Eltit, está la poesía de Zurita y las novelas de Germán Marín, para dar algunos ejemplos. Pero también tenemos el cuerpo que, sometido a toda clase de vejámenes, privaciones, torturas, negligencias y represiones, empieza a producir una voz (una voz quebrada que puede ser insurgente o colaboracionista o una pura resistencia, en todo caso una voz potencial). Bajo la dictadura, la metonimia cuerpo/lenguaje produce textos de notable oscuridad y no es solo que tengan que hablar en clave, como los espías, para pasar la censura. Lo que sucede es que la propia capacidad del lenguaje para crear sentido está en peligro y por eso los textos se deslizan a una zona de opacidad. Es el sentido mismo lo que amenaza con desaparecer en medio de la represión.

Y por supuesto, luego vienen los 90 y con ellos la transición democrática. Una época marcada por un extraño triunfalismo que no es otra cosa que la aceptación cínica de la derrota. La derrota entonces se vive como un raro triunfo y el sobreentendido de los textos producidos en esta etapa es que todo aquel horror era necesario, un blessing in disguise, para que los chilenos pudieran escribir sobre problemas del primer mundo, sobre sus pequeñas angustias existenciales dulcemente mitigadas por la avalancha de marcas y referencias pop provenientes del «mundo libre» («mundo libre», que, por cierto, es el responsable original de la derrota).

Los últimos veinte años estuvieron marcados por la postulación de la intimidad como la única alternativa, ya ni siquiera de resistencia, sino de resignación. El refugio aterciopelado. Es la era de la familia post-dictatorial bajo la mirada de los hijos en el tránsito al mundo adulto. Esta literatura, quizá hace falta decirlo, está marcada por una despolitización casi programática heredada en gran parte de la literatura de los años 90.

Ingresamos a una etapa donde la única vía es la soledad. Una poética basada en el principio vagamente orientalista de cómo asumir dignamente la derrota mientras usamos los codos para hacernos un huequito tierno en este mundo tan hostil.

Asimismo, estas estéticas de la derrota se manifiestan en otras prácticas que, echando mano de recursos provenientes del arte contemporáneo o del cine de vanguardia, apuntan a la creación de textos que, animados por la recepción algo tardía de los trucos del post-estructuralismo, vuelven a poner como máximo valor cierta idea de opacidad. Son escrituras que basan su eficiencia retórica en el prestigio cultural de la ambiguedad y que utilizan esos recursos de las artes visuales para crear zonas de indeterminación que, en medio de las agitaciones sociales recientes, han acabado por traducirse como gestos de tibieza política y conformismo. La ambigüedad como mecanismo para no tomar posición y criticar solo aquello que ya ha sido criticado, aquello que es totalmente seguro criticar.

Las estéticas de la derrota, en esta fase crepuscular, yo diría que la más sofisticada de todas sus fases, han acabado por dotar de glamour artístico a las imágenes de la catástrofe. Han conseguido fetichizar las imágenes del trauma, utilizaras como material estetizado, artístico, de unas instalaciones literarias que, rascando un poco más allá de la artesanía del collage, ya no producen aquella voz esquizo que surgía en la literatura de los años 80, sino lugares comunes y totalmente seguros del ideario progresista internacional.

Las estéticas de la derrota han devenido estéticas del conformismo. Al fin y al cabo, la única y verdadera labor del artista es triunfar en la producción de fragmentos, ruinas, hibridaciones, rumbo hacia el terreno teológico de lo ilegible o lo indecidible (como en la paradoja del gato de Shrödinger, Apruebo y a la vez No Apruebo).

La derrota entonces se volvió una cosmética que, déjenme repetirlo, fetichiza las imágenes del trauma y las convierte en una mercancía con un alto capital simbólico en el mercado internacional. Al artista entonces solo le queda barajar bien y hacer un coqueto «montaje» siguiendo las instrucciones de Didi-Hubermann o de la estética relacional de Nicolas Bourriaud.

Esto se me hizo particularmente evidente en una performance reciente de Nona Fernández donde las imágenes del Palacio de la Moneda bajo las bombas se proyectaban sobre el cuerpo de la artista. Las imágenes -convertidas en mercancía sentimental- y la artista fundidos en una prestigiosa danza espectral derrideana.

Advierto que con esto no estoy haciendo una valoración o un juicio sobre las obras. Por motivos de espacio y tiempo no puedo desmenuzar aquí los méritos de esas escrituras. Mi única intención es describir el clima ideológico donde se están produciendo esos textos, sus condiciones de posibilidad, como decía antes.

Sé que estoy abusando de su hospitalidad, pero ese es el panorama dominante tal como este extranjero culiado y entrometido lo ve.

Y es ahí, en medio de esa descripción, donde quiero situar la más reciente novela de Diego Zúñiga, esta Tierra de campeones que aparece justo en medio de las estéticas de la derrota y que hoy presentamos justo aquí, en este lugar, desde el cual podemos divisar las calles que estallaron en 2019 y cuya exasperante quietud actual animan estas notas1.

Voy a formularlo como una pregunta: ¿qué tipo de intervención supone un texto como este en el contexto actual donde parece que no se puede escribir más allá del microcosmos carcelario de esas estéticas de la derrota?

Voy a responder con una palabra clave, con el ábrete sésamo que, en mi opinión, hace que esta novela sea hoy más pertinente que nunca.

El pueblo, sin embargo, no pre-existe a su invención. El pueblo no es una escencia o una sustancia metafísica, tampoco un recurso natural que hay que salir a explotar como una mina. Al pueblo hay que inventárselo. Hay que construirlo, hay que articularlo, hay que soñarlo

Esa palabra es PUEBLO.

Porque fue el pueblo lo que la dictadura se encargó de borrar. Ese mismo pueblo que con tanta paciencia habían construído años atrás Violeta Parra, en sus peregrinaciones por toda la largura de este país luminoso y a la vez eternamente resfriado; tan generoso y a la vez tan tacaño; tan contradictorio, en definitiva. La dictadura hizo todo lo posible para que el pueblo, un pueblo que, en gran medida, habían creado los artistas, fuera reemplazado por una comunidad de delatores y consumidores.

En esta novela de Diego Zúñiga asistimos a la puesta en escena de unas fuerzas ocultas pero siempre latentes. Unas fuerzas plebeyas que van configurando un nosotros donde la lucha por la supervivencia convoca la posilbidad de la utopía. Un nosotros frágil, es cierto, muy vulnerable, a merced tanto de la naturaleza como de las maquinaciones políticas, pero que no por eso deja de desarrollar habilidades, pericias, potencias, en definitiva, futuros.

El pueblo, sin embargo, no pre-existe a su invención. El pueblo no es una escencia o una sustancia metafísica, tampoco un recurso natural que hay que salir a explotar como una mina. Al pueblo hay que inventárselo. Hay que construirlo, hay que articularlo, hay que soñarlo.

Y aquí, en la novela de Zúñiga, el pueblo se postula indirectamente, como sucede también con los otros dos ejes en los que la novela se mueve, esto es, el paisaje y el territorio. No con la aspiración de una representación directa, a la manera del muralismo de la épica nacionalista o de los frisos imperiales, sino mediante un artificio que recuerda a eso que Auerbach llama el estilo bíblico, con una tendencia a la abstracción y donde la presentación de las acciones hace aparecer un fuera de campo. Se trata de un modo indirecto basado en el tejido de voces abandonadas que le permite a la la novela producir una intuición indirecta de las situaciones y los espacios y de paso crear silencios cargados de sentidos y sugerencias. Y así, por efecto de este artificio, va surgiendo completo el pequeño universo de la caleta donde el protagonista, llamado Chungungo, como se les dice a las nutrias marinas en el norte chileno, aprende poco a poco a dominar su curioso arte submarino.

Ese uso del estilo bíblico nos permite reconectar la novela con otros textos latinoamericanos: las parábolas de Raduan Nassar, el Tomás González de las soledades del pacífico colombiano, las alegorías de Rey Rosa, el Ribeyro de los cuentos sublevantes o el último Arguedas.

Y esa apertura a dichas literaturas constituye otro de los puntos de fuga que el texto propone, más allá de las estéticas de la derrota.

Tierra de campeones, por otro lado, se atreve a ser político sin recurrir a la profilaxis de los lenguajes del arte contemporáneo y decide investigar (o sea imaginar, conjeturar, llevar al terreno de lo posible) cómo se forjó en las capas más secretas de la sociedad el sentimiento popular allendista. El allendismo o el proceso de politización, no como resultado de un adoctrinamiento o un catecismo, sino como un proceso de movilización de los afectos, las pasiones, el amor, el deseo. El allendismo como un campo emocional, como un territorio de sentimientos que movilizan a la acción y al compromiso.

La novela nos invita a pensar qué otras metonimias hicieron posible ese pueblo, esa lengua popular y esa sensibilidad. Y en definitiva, nos invita a preguntarnos por la parábola del protagonista. ¿Qué quiere decir el periplo de ese cazador submarino que parece tener habilidades sobrehumanas, casi animales?

Termino estas notas con una última provocación: si Lemebel al morir se llevó a la tumba el secreto del pueblo, esta novela viene a decirnos que es hora ya de despertar a Pedro de su larga siesta, de sacudirlo dulcemente por los hombros para que nos susurre al oído al menos una pista, una contraseña que nos dé acceso a ese reino hermoso y festivo de los saberes plebeyos.

Y ya es hora de que la literatura deje de escribirse de espaldas a ese pueblo, de espaldas a la necesidad de inventar ese pueblo, ya es hora de dejar de escribir aceptando cómodamente la clase social que la dictadura asignó a la escritura. Porque la derrota es, en el fondo, eso mismo, una nebulosa clase social a la que todos, cuicos o no cuicos, pertenecemos. Solo la irrupción de un pueblo puede sacarnos del melancólico antejardín donde venimos escribiendo. Y no solo en Chile, en toda América Latina.

Librería con novedades editoriales en el escaparate. Fuente: wikicommons

1.Esta lectura tuvo lugar en la librería del GAM, en Santiago de Chile, desde cuyos ventanales se pueden ver las calles que fueron el epicentro del estallido social de octubre de 2019.