POR SERGIO RAMÍREZ

El costumbrismo, regionalismo, o narrativa vernácula, fue en América Latina un derivado del realismo europeo, así como la literatura de denuncia, el indigenismo y la novela bananera, lo fue del naturalismo.

Los regionalistas vernáculos, que pertenecían a un ámbito cultural urbano, o provinciano, veía al mundo rural como un territorio ajeno y romántico, una arcadia tropical donde la pobreza y el atraso tenían una virtud estética, y que en los relatos costumbristas era tan libresca como para que en las bodas de los campesinos se brindara con champaña del mejor.

A la llegada del modernismo a finales del siglo diecinueve, con toda su imaginería francesa, se dio en Costa Rica una polémica en los periódicos, entre los defensores de la literatura cosmopolita, de lenguaje culto, y los defensores de la literatura vernácula, de lenguaje criollo. Para unos, la narración tenía que alejarse de los escenarios locales y buscar los europeos, París, sobre todo; y los costumbristas se apegaban al infaltable paisaje vernáculo de ranchitos idílicos, y al habla no menos vernácula. Mientras tanto la literatura, como expresión individual, no estaba en ninguna de las dos partes.

Esta polémica, cuyo tema envolvió a muchos escritores latinoamericanos en aquel entonces,, puede ser útil para medir las creencias estéticas de la época. Ricardo Fernández Guardia, en el bando de «los parisienses», dice: «Por lo que hace a mí, declaro que el tal nacionalismo no me atrae ni poco ni mucho. Mi humilde opinión es que nuestro pueblo es sandio, sin gracia alguna, desprovisto de toda poesía y originalidad que puedan dar nacimiento siquiera a una pobre sensación artística».

Si el bando cosmopolita negaba calidades artísticas al mundo campesino, los regionalistas creían que es allí donde había que ir a buscarlas, en la impecable inocencia de la arcadia rural. Pero, en ambos casos, la visión es del todo patriarcal: por un lado, la literatura sólo se concibe desde lo culto, que es necesariamente académico; por el otro, sólo es válida desde lo folclórico, el mundo campesino visto como un país extranjero.

La discusión tiene en ambos bandos relieves tan marcadamente europeos, que los criollistas costarricenses ponen de su parte como alegato final, la tradición de Chateaubriand, maestro en apropiar lo vernáculo como arte, y de esta manera contradicen la afirmación de los cosmopolitas: «de una parisiense graciosa y delicada, pudo nacer la Diana de Houdon; pero vive Dios, que con una india de Pacaca sólo se puede hacer otra india de Pacaca».

Es en Centroamérica misma donde habría de nacer la visión modernista, que pasa por el refinamiento de lo culto; el cosmopolitismo parisiense, que va mucho más allá, hacia mundos lejanos, o artificiales. Rubén Darío diría más tarde: «Ha habido quienes critiquen la preferencia en nuestras zonas por princesas ideales o legendarias, por cosas de prestigio oriental, medioeval, Luis XVI o griego, o chino… Para ser completa y puramente limitados a lo que nos rodea, se necesita el honrado, el santo localismo de un Vicente Medina, o de un Aquileo Echeverría, el costarricense…».

A la llegada del modernismo a finales del siglo diecinueve, con toda su imaginería francesa, se dio en Costa Rica una polémica en los periódicos, entre los defensores de la literatura cosmopolita, de lenguaje culto, y los defensores de la literatura vernácula, de lenguaje criollo

Medio siglo después, es precisamente la costarricense Yolanda Oreamuno (1916-1956), quien busca enterrar aquella tendencia vernácula, ya agónica, cuando en 1943 escribe: «literariamente confieso que estoy HARTA, así con mayúsculas, de folklore. Desde este rincón de América puedo decir que conozco bastante bien la vida agraria y costumbrista de casi todos los países vecinos y en cambio sé poco de sus demás problemas. Los trucos colorísticos de esta clase de arte están agotados, el estremecimiento estético que antes producía ya no se produce, la escena se produce con embrutecedora sincronización, y la emoción humana ante el cansamiento inevitable de lo visto y vuelto a ver. Es necesario que terminemos con esa calamidad. La consagración barata del escritor folklorista, el abuso, la torpeza, la parcialidad y la mirada orientadora de un solo sentido, que equivalen a ceguera artística».

El regionalismo era una manera parcial de ver la literatura, desde fuera de la literatura, como un asunto de color local, ajeno a la realidad, tal como ella lo señala. Se necesitaba que el mundo rural fuera visto desde dentro de la literatura misma, como llegaría a hacerlo Juan Rulfo en Pedro Páramo (1955), bajar desde el balcón académico a mezclarse entre sus personajes, y dejar de contemplarlos como rarezas exóticas. Los escritores regionalistas, al escribir los diálogos en los que hablaban los indios, o los campesinos, colocaban los parlamentos entre comillas, como quien se pone guantes quirúrgicos para no contaminarse de un habla que les es ajena.

Y de esa literatura vernácula, donde el campesino es sujeto de contemplación antropológica, se pasó a la literatura de denuncia, que era también otra visión desde fuera de la literatura. Es la narración como instrumento político, manifiesto, panfleto, discurso, con propósito didáctico y remate moralizador, que se acerca al realismo socialista. La narrativa social empieza a contemplar el mundo rural ya no desde la perspectiva de lo pintoresco, sino desde la injusticia social y la explotación.

Contra esta escuela también rompe lanzas Yolanda Oreamuno, y la señala como igualmente agotada, y repetitiva. Para ella, la literatura sin dejar de ser crítica en su complejidad, es un acto permanente de búsqueda y de libertad, lejos de moldes preconcebidos.

Pese a su advertencia, el reinado de la narrativa vernácula siguió vigente en Centroamérica hasta bien entrados los años cincuenta, y el modelo dominante fue establecido por el salvadoreño Salvador Salazar Arrué (Salarrué) en su libro Cuentos de barro (1933), con una cauda de seguidores e imitadores. Si el modernismo seguía siendo la tendencia dominante en la poesía, el realismo costumbrista no terminaba de agotarse bajo la égida de Salarrué.

La sociedad seguía siendo en muchos sentidos rural, pero la temática campesina permanencia atenida a un enfoque arcaico, que se volvía en muchos sentidos romántico, un territorio idealizado que separaba de manera tajante a la literatura de la realidad. Una realidad compleja y de diversas facetas, que sólo podía ser abordada desde una perspectiva nueva, en la forma y en el lenguaje, según la propuesta de Yolanda Oreamuno.

La escritura de ruptura, que pretendía abrir paso a la modernidad, había buscado ajustar cuentas con el modernismo en el campo de la poesía, cuando surgió en Nicaragua el movimiento de vanguardia en 1927, con el poeta José Coronel Urtecho a la cabeza, y aún antes, con Salomón de la Selva a la muerte de Darío. Y en la narrativa esta ruptura hallaría su cauce con la propia Yolanda Oreamuno, tanto en su única novela La ruta de su evasión, que ganó en 1948 en Guatemala el Premio del concurso centroamericano 15 de septiembre, como en sus relatos dispersos, publicados solamente después de su muerte. Una primera novela suya, Por tierra firme, escogida en 1940 por un jurado nacional para participar en el concurso continental promovido por la editorial Farrar & Reinhart de Nueva York, nunca fue publicada, y el manuscrito desapareció.

El fenómeno de Yolanda Oreamuno es singular, porque rompe no sólo con la tradición de una literatura que desde lo vernáculo venía a ser una representación de la sociedad patriarcal, sino que rompe también con la sociedad misma, y desde su vida, y desde su escritura, se enfrenta a los prejuicios de esa sociedad de la que termina exiliándose, primero en Guatemala, y después en México, donde habría de morir en la pobreza y el olvido, y donde permaneció sepultada por años en una tumba sin nombre.

Desde niña alentó la ambición de ser diferente y romper el molde social que la mujer tenía asignado entonces, cuando bajo las reglas patriarcales lo que se esperaba de ella era el papel de mujer hacendosa y fiel, dedicada al cuido del hogar. Romper con ese paradigma, luchar por un espacio propio, sobrevivir como mujer divorciada, opinar en los periódicos, ser escritora, y todo eso fue parte de la vida de Yolanda, eran actos de ruptura intolerables, y la sociedad respondía con la marginación y el rechazo. Y cuando se desafía en voz alta al establecimiento, se termina pagando un precio.

El escritor costarricense Carlos Cortés empieza su novela de 1999, Cruz de Olvido, diciendo que en Costa Rica no ha vuelto a pasar nada después del big bang. Es una frase ingeniosa, que trata de figurar a una comunidad pacífica, sin altibajos, sometido a su serenidad republicana, esa vida de «labriegos sencillos» que exalta el himno nacional del país; pero ese carácter patriarcal de una sociedad formada originalmente por pequeños agricultores de café que se asentaron en la meseta central, organizada alrededor de una vida democrática y pacífica, y sometida solo de cuando en cuando a conmociones, se cerró al mismo tiempo en un estilo conservador de vida, del que Yolanda Oreamuno fue testigo y víctima .

Y ese es precisamente el tema de La ruta de su evasión, la familia patriarcal, a la cabeza de la cual se encuentra don Vasco, «que no usaba látigo con sus hijos ni con sus perros, pero tenía, eso sí, una latigante mirada, una latigante palabra, un latigante gesto de poder…». Es el páter familias tradicional, sólo que el relato está puesto en clave moderna, que trae a la literatura costarricense, en pleno auge del costumbrismo y del realismo social, el monólogo interior, las introspecciones, un lenguaje tan novedoso y desafiante como lo era el tema mismo de la novela.

Proust, Joyce, Virginia Wolf, que escasamente llegaban a las librerías de Costa Rica, como modelos de escritura de una mujer que a los 30 años explora caminos que contradicen la costumbre adocenada y se vuelve entonces más incomprendida, acusada, con burla, desde los campanarios provincianos de su país, de padecer de «proustitis». No en balde esta novela, que apareció publicada en Guatemala en 1949, no se editó en Costa Rica sino en 1969, rescatada por la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA).

El regionalismo era una manera parcial de ver la literatura, desde fuera de la literatura, como un asunto de color local, ajeno a la realidad, tal como ella lo señala

La voz central de la novela la lleva Teresa, la esposa de don Vasco, quien narra su presente y su pasado, las vicisitudes de su matrimonio, y sus amores perdidos, y al mismo tiempo es el referente de las historias de sus hijos, que vive cada uno su propio drama. Teresa emprende el relato, que es el cuerpo mismo de la novela, a la hora misma de su muerte, un procedimiento que se adelanta más de una década al que utilizará Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz (1962).

«Si en verdad al morir toda nuestra vida regresa a merced de un violento recobrar de la memoria, aquello que estaba recordando era su vida, y lo que estaba viviendo era su muerte», dice Teresa en su reflexión, sometida a la voluntad despótica del marido, una fuerza dominante sobre su vida, de la que es consciente pero no puede librarse y que se proyecta sobre sus tres hijos.

«Vivía ¡cómo se daba cuenta ahora que debía tascar el freno! en una sociedad en la cual una mujer sin marido —cuando lo consiguiera y lo perdió— es ser que jamás se reconstruye y, cuando no ha podido lograrlo, es objeto de burla para todo el mundo. ¡La solterona! Ella vivía amargada la más amarga de las vidas, peleaba a diario el sustento de sus hijos, pero no concebía que lo mismo que estaba haciendo, bajo los ojos desaprobadores de su marido, lo podría hacer sin él. No calculaba la tremenda fortaleza que derrochaba en comprimirse, en volverse nada, en bajar la frente, en soportar. Toda esa pujanza, libre de temores, autónoma, hubiera bastado y sobrado para alzar en los delgados hombros la casa, los hijos y el honor. Pero Teresa no entendía…».

Una reflexión como esta, en pleno siglo veintiuno, puede resultar poco novedosa cuando el feminismo ha llegado a ganar la fuerza que hoy tiene en el mundo. Pero en la Costa Rica de los años cuarenta, era escandaloso. En esa década la legislación social del país había dado un salto, un nuevo código del trabajo garantizaba los derechos fundamentales de los trabajadores, y se había creado un régimen de seguridad social. Pero los derechos de la mujer no eran parte de la agenda, y el voto femenino solo llegaría a ser posible en la década siguiente.

Pero La ruta de su evasión no sobrevive porque entra a tratar sin maquillajes el tema del sometimiento de la mujer dentro de la estructura cerrada de la sociedad patriarcal, y la autora, lejos de abordarlo como un tópico ideológico, lo incorpora al discurso narrativo desde la complejidad interior del personaje, la mujer que no es la heroína de su propia liberación, sino la víctima que se reconoce cómplice pasiva de la máquina que tritura su individualidad.

Vale la valentía crítica, por supuesto, y que la autora refleje las vicisitudes de su propia vida en el espejo de su escritura, porque parte de su propia biografía fue el papel de ama de casa hacendosa frente a la tiranía matrimonial, y sufrió la tiranía de la sociedad que quería obligarla a buscar el lugar asignado, cuando ella lo que quería era un lugar propio. Un cuarto propio.

Pero vale más porque esta novela sigue siendo rotundamente moderna tantas décadas después de haber sido escrita; porque acertó con un lenguaje entonces novedoso, y que no ha dejado de serlo, y porque su belleza literaria permanece imperturbable.