LA PLANTA CELESTE
La soteriología de Simone Weil combina una peculiar interpretación del pensamiento de Platón, la mística cristiana y lo que podemos llamar filosofía natural. En el Timeo Platón señala que el hombre es «una planta celeste y no terrestre». Esta imagen de un ser cuyas raíces vienen de lo alto y que se alimenta de la energía del cielo, que también lee en la Bhagavadgītā, será fundamental: «El árbol de la vida es el eje de los polos en el que las frutas son los astros. Quien come sol vivirá. Quien come luz vivirá» (Weil, 2005, p. 271).[44]
Weil sostiene, siguiendo lo que enseña la República de Platón, que el alma debe aprender a contemplar la luz y unirse a su fuente celeste. Platón habla de un aprendizaje que permite abrir el ojo del alma y concentrarlo en el Sol del Bien. Weil es más radical (y literal). El hombre debe alimentarse únicamente de luz. Es necesaria una «clorofila espiritual» para poder absorber la luz. Pondera la posibilidad de que la belleza sea una fuente de energía espiritual, pero al final se inclina hacia algo más parecido a una forma de alquimia: una síntesis química de la gracia que requiere un sacrificio.
«La imagen de la cueva [de Platón] hace claramente perceptible que el hombre tiene por condición natural la oscuridad, que nace allí, que vive allí y que muere allí si no se da la vuelta hacia una luz que desciende del otro lado del cielo» (Weil, 1997, p. 424).[45] Como en uno de los más enigmáticos fragmentos de Heráclito, Simone Weil parece decir que el ser humano en este mundo cree estar despierto y vivo pero en realidad está muerto y dormido. Pero la muerte puede ser alegría, un estallido de luz: «La vida en nosotros es muerte en lo que concierne a lo sobrenatural. Hay que saber que en el plano de lo sobrenatural nosotros estamos muertos, no tenemos sangre, solamente agua. Cuando lo sabemos con toda nuestra alma y deseamos la luz del Sol del pensamiento, entonces el análogo sobrenatural de la virtud clorofílica aparece en nosotros […]» (Weil, 2002, pp. 42-43).[46]
Weil encuentra una correspondencia entre la gracia y la clorofila, que no solo permite que una planta transforme en energía la luz, sino que la hace moverse en contra de la gravedad, creciendo hacia el cielo. «La gracia es nuestra clorofila», dice. Compara la clorofila con «el flujo de la belleza» que, en el Fedro, hace que crezcan alas en el alma del amante que contempla a su amado. En la clorofila se encuentra fijo un «fuego celeste». Y en la savia vegetal (y en el semen humano) Weil (2002, p. 42) observa una especie de conjunción de los opuestos, un matrimonio alquímico, pues se produce en ella una «síntesis de agua y energía ígnea del Sol». Esta energía ígnea es identificaba con el pneuma de los estoicos, para quienes el pneuma no era solo el aliento sino también el fuego. Es el rayo «de doble filo, el fuego eternamente vivo» del himno de Cleantes, la luz de la mente divina. A través del pneuma se establece un vínculo entre los estoicos (y Heráclito) y el Nuevo Testamento, donde, por supuesto, pneuma es la palabra que luego se traduce como espíritu. Los cristianos son bautizados con agua y pneuma, pero el bautismo prefigura, contiene incluso a manera de microcosmos, la resurrección. Weil tiene en mente las palabras del Evangelio de Juan: «El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios».
La pregunta es ¿qué sería en el hombre esa clorofila? o ¿cómo acceder a esa fuente de energía celeste, que desciende siempre sobre nosotros pero que no sabemos cómo sintetizar? El concepto clave es el alimento. Con alimento (nourriture), Weill se refiere a todas las formas de energía que consumimos, incluyendo una energía moral. Lo que comemos y lo que respiramos pero también lo que contemplamos, aquello a lo que ponemos atención. El hombre opera ordinariamente en el orden de lo que llama «la energía suplementaria». Es necesario privar de alimento al organismo para entrar en el orden de «la energía vegetativa». En ese estado de privación, al igual que cuando se contempla el vacío, el hombre debe soportar el hambre –o la sequía o la oscuridad– sin juzgar y sin adherirse a una forma de alimento natural: «Todas las faltas son iguales. No hay más que una falta: no tener la capacidad de alimentarnos de luz. Es porque esa capacidad está ausente que todas las faltas son posibles y ninguna es evitable. “Mi alimento es la voluntad de quien me envía”» (Weil, 1997, p. 321).[47] El último hilo de la energía suplementaria –o de gravedad es el deseo de sobrevivir, la voluntad personal. Es la última forma de apego que hay cortar.
Las alegorías se suceden. El alma debe gastar o exterminar toda la energía voluntaria, todo lo que es cautivado por lo mundano, para llegar a lo vegetativo como el hijo pródigo debe gastar todo el dinero de su padre para regresar a casa y tornar su dirección hacia la eternidad. «Los árboles almacenan la llama solar; pero es la madera muerta y seca lo que la entrega al hombre» (Weil, 1950, p. 207):[48] es la muerte la que contiene la posibilidad de hacer luz al hombre. Pero es necesario saber como liberar esta energía de la muerte: «Aceptar la muerte es el desapego total. Quien ha aceptado completamente la muerte no puede regresar a ese estado de desgracia, no importa que ocurra alrededor de él» (Weil, 1997, p. 321).[49] Hay que permanecer al límite, en la última prueba de la atención plena, experimentando la muerte sin querer que sea de otra forma. Junto con la aceptación de la muerte, es necesario también abandonar la noción de Dios como un objeto presente a los sentidos, es decir, el dios óntico, una cosa más, no importa que sea la suprema. Esto es lo mismo al abandono de Cristo en la cruz, que exclama: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Ese grito es el reverso de la escala de luz con la que se asciende. La muerte y el vacío se revelan como plenitud. La editora de las obras completas de Weil, Florence Lussy (2016, p. 347), observa que el proceso de «ascenso a la luz viene acompañado de dolores que pueden llegar a lo extremo». De nuevo una frase de Esquilo lo ilustra: «Por el sufrimiento al conocimiento».
Una última alegoría vegetal. En el ser humano hay una semilla de gracia sobrenatural. Es una semilla divina oculta en el corazón o en otra parte, «una semilla de amor sobrenatural que ha caído en la base de la columna vertebral donde reside el alma vegetal». Según Weil, los antiguos semilla y savia eran sinónimos. Esta sería la «doctrina secreta» (Lussy, 2016, p. 345) del Timeo, que compara la columna vertebral con un árbol (haciendo eco de la anatomía sutil del yoga tántrico).[50] Esta semilla es lo que puede violar la gravedad y trascender la voluntad, pero hay que encontrar una forma de alimentarla. No queda del todo claro cómo hacerlo. El pensamiento de Weil en este punto es enigmático, abundan las intuiciones pero son ráfagas poéticas que no acaban de formular un pensamiento sistemático (aunque no deberíamos esperar más de lo que son apuntes personales, consagrados en las noches de desvelo). Ya observó san Pablo que aquí abajo no vemos sino «como en un espejo y bajo imágenes oscuras» (per speculum et in aenigmate). Weil dice que hay que regar la semilla con formas de energía que sustenten su crecimiento. Pero las cosas a las que atendemos y con las que queremos surtir nuestra semilla de oro en el corazón están muertas. Como en una planta que dirige demasiada energía a sus espinas y por eso no puede dar fruto, en «las almas en las que gran parte de la energía se entrega a las cosas terrenales, la parte eterna no puede recibir la energía indispensable para crecer» (Weil, 1950, p. 319).[51] Es necesario un «discernimiento de lo divino en nosotros (inspiraciones divinas) y a nuestro alrededor» y, ante todo, «un régimen de la atención» (Weil, 1997, p. 316).[52] «La palanca del alma es la atención (o la oración)» (Weil, 1997, p. 315).[53] Hay que saber también arraigarse a la tierra: «La planta vive de luz y agua, no solo de luz. Sería un error depender solamente de la gracia. Hace falta también la energía terrestre» (Weil, 1950, pp. 319-320).[54]
Simone Weil murió en Londres en agosto de 1943. Había enfermado de tuberculosis y rehusó comer el alimento necesario para recuperarse. Mucho se ha dicho sobre su muerte. La parte médica la declara suicidio: «Inanición voluntaria». Otras voces señalan que fue un acto solidario con sus compatriotas en la Francia ocupada. Uno de sus biógrafos dice que «murió de amor». No añadiremos otra pero sí citaremos las palabras de su amigo y editor, el filósofo Gustave Thibon (2004, p. 123), quien recuerda su último encuentro con Weil: «Solo diré que tuve la impresión de estar en presencia de un alma absolutamente transparente que estaba preparada para ser reabsorbida por la luz del origen».[55]