POR DAVID ALIAGA

Los ocho días que pasé en Guadalajara se me fueron desordenando en la memoria apenas sucedían. No sé si fue el jet lag, la solución de aguas herbales con la que nos rociaban al entrar en el pabellón, las decenas de rostros nuevos y los tantos nombres que tuve que asociarles, la impresión que me causó aquel mural prometeico de José Clemente Orozco un mediodía que me escapé a callejear y llegué hasta el Hospicio Cabañas, o el mezcal. Un poco todo.

decidí que me parecía bien, y aún más, decidí yo también revolverme el recuerdo de tal o cual encuentro, mezclar conversaciones y anteponerle a aquella respuesta que Valerie Miles me dio mientras curioseábamos en el stand de Sexto Piso una pregunta que Alejandro Morellón había lanzado el día anterior en el transcurso de un conversatorio en el auditorio 3. A fin de cuentas, es lo que hacemos los escritores de ficción: pensar para lo sucedido un tiempo causal que enmiende la casualidad cronológica, manipular sus formas hasta que adquieran contornos simbólicos, descoserle una grieta por la que pueda derramarse la parte inventada… con el propósito de comprender. Así que, aunque nunca se dio de tal modo, sino que es una memoria collage, deformada y reordenada y desplazada y reiluminada, me he relatado mi primera visita a la FIL como una peregrinación a una asamblea de brujos y chamanas, profetisas, delirantes y alquimistas.

El espacio ritual es el patio interior de un restaurante iluminado con antorchas. El altar, una mesa llena de platillos que van sirviendo unos camareros a los que les he cubierto el rostro con máscaras animales según la costumbre ceremonial del Mitraeum —como para invocar en el recuerdo que el español es un bastardeo del latín, y la literatura una forma acomplejada de hechicería—. A propósito de la comida, alguien menciona una obrita de teatro que Leonora Carrington escribió sobre la primera vez que se cocinó un mole. A ratos todavía sé que lo leí en un artículo delicioso de Karla Angélica Segura Pantoja en la revista Artes de México, que hojeé por primera vez de pie en ese stand chiquito en el que cabe el espíritu del país y su historia, pero me repito que fue por voz de Mateo García Elizondo que aprendí que el mole pueden ser cien salsas distintas e igual se llaman mole, y que Carrington deformó también una leyenda —otra deformación— para oponer la espiritualidad coercitiva y hueca de los obispos a las formas más libres y sustanciosas que la británica educada por las monjas halló en México. Y me cuento que fue Mateo porque, desde aquel noviembre, no hemos dejado de conversar lo mismo sobre Leonora Carrington que sobre María Sabina, Grant Morrison y los tebeos de Hellblazer, Phil Hine, los cuentos de Mariana Enríquez, Kafka, el rav de Breslov.

La invención del mole ficciona un encuentro entre Montezuma (sic) y el arzobispo de Canterbury. El segundo llega invitado a la casa del emperador mexica como embajador del Viejo Mundo. Su diálogo retrata las diferencias teológicas entre lo que ambos representan, y vibran en él la fascinación de la autora por la cultura del país de acogida y su anticlericalismo. Al anfitrión lo aturde que el arzobispo lidere una comunidad de creyentes cuando es un especulador incapaz de obrar prodigios.

de regreso de Guadalajara, cuando leí la obra completa, no pude evitar extender su sentido a lo literario. La superpuse como una transparencia sonora a la cena ritual. El texto de Carrington hablado por Mateo prende como un manojo de hierbas cuyo humo convoca otras voces e invita a pasar a los espíritus. La boca de Aniela Rodríguez habla relámpagos y truena norteño como si fuese una variación furiosa de ese Montezuma clamando contra el español tan «vacuo» e incapaz de obrar milagros que emplean los arzobispos de la literatura, contra las narraciones que reservan para el feligrés un papel «pasivo», y nos reclama que hagamos llover un idioma que exprese «nuestros deseos, nuestras pasiones, nuestra profunda sed de maravillas». Lo que ella dijo, también en el auditorio 3, fue que había que hacer trizas el idioma y reconstruirlo en la escritura. Para que vuelva a tener sentido después de atravesar sus propias tinieblas —escuché, como un susurro junto a mi oído, esa frase que Paul Celan pronunció en Bremen, aunque no viniese del todo al caso—.

A la asamblea también ha peregrinado Camila Fabbri, aunque apenas intervenga. Escucha, observa. En cierto momento me doy cuenta de que me mira con curiosidad y me pregunto si será porque yo tampoco hablo demasiado, pero enseguida me convenzo de que se debe a que ha escuchado en mi cabeza el eco del poeta muerto. Podría ser. De todos cuantos nos encontramos allí, si alguien puede escuchar a través de la carne o ver lo que no está es quien ha escrito unos cuentos como los que conforman Estamos a salvo. Gonzalo Baz —aunque no sé si a él Carrington le interesa especialmente, si la tiene leída, tengo que preguntarle un día de estos— salmodia con acento montevideano y como deseo profético la línea que la autora anglomexicana escribió para dar pie al desenlace: «Usted será simplemente asimilado, absorbido por estos reales príncipes…». Es la forma refinada que el huey tlatoani emplea para anunciarle al burócrata de la fe que para cenar tomarán su carne regada con una salsa especiada y picante: el mole.

A partir de ahí le pierdo las riendas a la conversación, alguien aúlla de la risa —o es la bruja Tlaxcluhuichiloquitle que cacarea desde La invención del mole—, según el día interviene Andrea Chapela, mucho más cabal que el resto, o es Morellón quien acaba de incendiarla con una ocurrencia. Se me cruzan ya sin remedio las voces y los acentos, mi castellano veteado de catalán con el español más bien rosarino que habla Camila, las expresiones chilangas de Mateo, el tintineo neoyorquino en las frases de Valerie…

Y así me queda en la memoria la FIL de Guadalajara, como una conversación apasionada, una celebración solsticial del español diverso, un aquelarre de la literatura insumisa.