1. VISIONES DE LA GUERRA CIVIL
La Guerra Civil, el dolor por la derrota y la angustia por la conocida represión marcan indeleblemente el recuerdo de España, sobre todo en los primeros años del exilio. Así, el «Elogio del llanto» que hace el gallego Lorenzo Varela (1916-1978) en sus Elegías españolas (1940) «llora porque, viril, perdió la aurora» y «por la leal memoria enamorada». El gallego evoca las «enlutadas / mujeres de España» y los «altivos campesinos, / taciturnos, lunares y severos» en los que aún pone la esperanza, aunque de momento se imponga el llanto sin consuelo: «¡Ay, España doliente, / mi España en llaga viva, sin consuelo, / en soledad ardiente / me suben desde el suelo / al corazón, tus lágrimas en vuelo! / […] De sur a norte lloro / recorriendo tu piel, España mía, / con abrasado coro / de lagrimal porfía, / por ver si curo en llanto tu agonía». La guerra está también muy presente en Torres de amor (1942), donde Varela, en «Muerte del héroe» recuerda a un caído en la batalla del Ebro, muerte tan dolorosa como simbólica por ser anónima: «Era que alguien se iba sin nombre y sin vestidos / y a su paso la sangre daba su flor pasmada. / Y no crecía el son de la espiga en el surco / porque alguien se llevaba el aliento del mundo, / el alba de los días».
La guerra domina también la primera poesía del exilio de un poeta cercano a Varela como Juan Rejano (Puente Genil, Córdoba, 1903-México, 1976), por ejemplo en sus «Canciones con la muerte en torno», y en todo su ciclo de Memoria en llamas (1939): «La muerte, la muerte va por España» se dice en estos poemas donde dialogan enfrentándose la muerte y la esperanza. El autor recuerda que durante la contienda «tan cerca estaba la muerte / de mi cuerpo, / tan distante del recinto / de mi sueño, / que la muerte y yo anduvimos / largo tiempo, / como el árbol y la sombra / que crecieron / sobre la raíz del aire sin saberlo». Pero la muerte es derrotada paradójicamente por el miliciano caído, que «murió con tanta alegría, / que la muerte, por los campos, / de su propia muerte huía». La aceptación del miliciano, que habría muerto en el heroico paso del Ebro, realizado en «una barca de ceniza» cuyo timón lleva la muerte cual si de Caronte se tratara, derrota en cierto modo a la muerte que termina: «la muerte, lento cadáver, / estaba a sus pies tendida».
En su poco conocido ensayo Poesía del destierro (1962), el anarquista Campio Carpio (Vigo, 1902-Buenos Aires, 1989) llamaba la atención sobre cómo en poesía, a pesar de sus incomparablemente mayores dimensiones, la Segunda Guerra Mundial no había «arrancado testimonios de vigor tan íntimo como la liberación española» y que «en ningún pueblo de la Europa derrotada ha surgido con la fuerza que la inmigración española». Él mismo había sido autor de un poemario, Milicias de la Aurora (1943), escrito en metros clásicos y que mantiene el ímpetu épico de la poesía de guerra. En sus «Mensajes a los poetas del mundo» anima a que «cantemos a los libres y a la aurora», refiriéndose a los milicianos anónimos que sostuvieron la esperanza revolucionaria en España, a los que canta en «Elogio al camarada desconocido», donde considera al voluntario luchador como el verdadero vate: «¡Cuán grande y bella es tu obra, / proletario, poeta del ensueño! / Al mundo dormido te veo liberando: / hasta el concierto armónico del orbe / se siente arrebatado de entusiasmos! // Pecho contra pecho, / juntemos el corazón, hermano!». Campio Carpio dedica poemas a las mujeres de los milicianos caídos o también un «Homenaje de admiración a la gloria perenne de los mineros asturianos», vistos, en la retórica algo altisonante del anarquismo, como «héroes gloriosos de una ilustre raza». Señal de los peculiares referentes de la cultura libertaria, el libro incluye una «Despedida de Zaratustra a las milicias» en la que el personaje nietzscheano elogia a los milicianos por verlos movidos por «un inmenso amor a la vida» y declara que «vosotros, milicias del futuro, / sois los nuevos héroes, por ser juventud». El libro se cierra con un himno a la libertad (antes leímos uno a la rebeldía) confiando en que vencerá frente a las tiranías: «Es la libertad, que enemigos sempiternos / fríamente acuchillaron por la espalda / y, airosa, retorna al seno de la tierra / en alas de la alborada!».
Señal de la vigencia de esa lucha es la edición en el exilio de poemarios escritos en buena parte durante la guerra, como el Romancero de la libertad (1947), del también anarquista Gregorio Oliván (Zaragoza, 1907-París, 1961), que contiene tres secciones: «Romances del fuego», «Romances del hierro» y «Romances de la Derrota», de los que los dos primeros fueron escritos durante la guerra y el último ya durante su exilio en Bretaña.
Desde su exilio en Gran Bretaña, José Antonio Balbontín (Madrid, 1893-1977) reuniría un centenar de sonetos bajo el título Por el amor de España y de la idea. Cien sonetos de combate contra Franco y sus huestes (1956), donde junto a los sonetos imprecatorios contra el caudillo y sus seguidores, aparece el recuerdo de la Guerra Civil y la memoria de sus héroes. «El Madrid de noviembre» aparece, como no podía ser menos, como un lugar de memoria exaltante: «Aquel Madrid glorioso, aquella furia / llena de amor al ideal, aquella / vida plena de gozo en su querella, / rica de abnegación en su penuria». Ante la disyuntiva de ensalzar a algún líder militar concreto (Líster, Modesto, El Campesino, Durruti), Balbontín prefiere, por una parte, como dice en el soneto «Nuestro héroe», recordar a «un pueblo en haz, ¡un pueblo vuelto llama!», que sería el verdadero héroe; por otra, recordar a los caídos más humildes y conmovedores, como «El Manías», el conocido repartidor de Mundo Obrero, y que fue «el primero en asaltar las puertas / del nefando Cuartel de la Montaña. / Tropa servil te asesinó traidora» o «La Castañera», casi centenaria y que «quería festejar a la Milicia / de la Casa de Campo. Su delicia / murió en agraz por un disparo moro».
Para no pocos poetas del exilio, la guerra sigue muy presente y justifica la inclusión, al mismo título que cualquier otro poema, los romances escritos durante la contienda. Es el caso de Luis Bazal (Cerecinos de Campos, Zamora, 1905-Toulouse, 1970), quien en su libro Vaso de lágrimas incluye una sección de «Poemas de guerra», basados en la experiencia del autor como combatiente en la batalla del Ebro.
No es de extrañar que el recuerdo de la guerra sea más poderoso y permanente en poetas que permanecieron en el exilio en Francia, y vieron de este modo continuada la contienda, como es el caso de Celso Amieva (Puente de San Miguel, Cantabria, 1911-Moscú, 1988), que casi tres décadas después de la derrota, publica El paraíso incendiado: España, 1936-1939 (1967), donde poemas como «Vela de armas» o «Iban a la muerte cantando» reproducen la retórica de la literatura del frente, por lo que no es del todo incongruente que lleven fechas de entonces (19 de julio, noviembre de 1936), aunque fueran escritos mucho más tarde. En el segundo de los poemas mencionados, de hecho, aparece lo que Johannes Lechner, en su pionero libro El compromiso de la poesía española del siglo xx (1968), llamara el tópico de «la muerte que fecunda». La muerte del soldado, considerado no en su individualidad sino en su función dentro de la masa, sirve como sacrificio que engendra el futuro: «Iban a la muerte, cantando, / los milicianos de Madrid. / Dispuestos a morir matando / y a hallar vida nueva en la lid. // Yo a la muerte, cantando, iba, / una más de mi batallón. / Hay que morir para que viva / con vida nueva la nación».
El recuerdo de la Guerra Civil surge a veces de manera soterrada, elíptica, más aún cuando los exiliados publicaban en España, como es el caso de Marina Romero (Madrid, 1908-2001), cuyo poema «Caín», en Presencia del recuerdo (1952), donde el recuerdo se rebela sutilmente contra el olvido impuesto que pretende borrarlo: «¿No te ahoga el Caín / —blandura de tu almohada— / como severa nube? / ¿Qué negro Paraíso / te da dulzor de almendras / cuando te llega el día? / Aquello… sólo un sueño / borrado en el bostezo. / De pie en el alba. / Y Abel, horizontal / entre la bruma, / sin otro despertar».
En la poesía escrita por mujeres, este recuerdo de la guerra suele ser menos explícito, menos épico, pero seguramente más traumático. Así, Ana María Sagi (Barcelona, 1907-2000), que vivió los primeros meses de la guerra junto a la Columna Durruti, en «Obsesionante recuerdo», de País de la ausencia, libro de poemas incluido en su Laberintos de presencias (1969), muestra cómo la guerra enciende de dolor un paisaje de ecos ligeramente lorquianos: «Cuatro pichones de cal / cuatro arcángeles furtivos / abandonaron un alba temblorosa en los caminos. // ¿Adónde iré con mi Sueño / si en él ya me he confundido? / Llama que encienda al pasar / resplandor de azogue vivo / silencio de ciprés grave / blandura de gamo herido: / me los dio un país lejano / que sin cesar resucito». En su «Diálogo», Ana María Sagi se enfrenta a la desaparición de un país asociado con los valores que defendiera desde su simpatía hacia el anarquismo: «—¿Quién te acompaña? —La bruma. / —¿Quién te persigue? —Los ecos. / —¿Qué buscas? —Sombras huidas. /—¿Qué agitas? —Mares desiertos. / —¿Qué acunan tus brazos tristes / en la inmensa soledad? / —Mecen un país rebelde / que no veré nunca más…». La guerra, para Sagi, aparece ocasionalmente como los muertos que no puede olvidar, como recuerda en un poema de Visiones y sortilegios, ya muy avanzado su exilio y residente en Estados Unidos: «¡Oh muertos inclementes / nunca pude enterraros! / […] No me imploréis ya más / no me cortéis el paso / no me gritéis los nombres / de mis sueños truncados // que hace tiempo morí / bajo este cielo extraño!».