Pero quizás nunca se hace la nostalgia tan dolorosa como cuando, dejando de lado cualquier representación, España es sentida como una herida que sólo se curará con el regreso, aunque esto suponga la claudicación de aceptar vivir bajo el régimen de los vencedores. Así, el poeta alicantino Juan Miguel Romá (Xaló, Alicante, 1914-Valencia, 1978), poco antes de regresar de su exilio en Varsovia, compone su «Balada del desterrado que quiere volver a la patria», incluida en el libro De oscura transparencia, que se publicará muchos años después, en 1965, con prólogo de su paisano Juan Gil-Albert. En esta balada, la martirizada ya no es España, sino el poeta ausente de ella: «Volver, volver a ti, cuando contigo, / ¡ay, España!, contigo siempre he estado / llevándote clavada en el costado / como una herida abierta, de mi dolor testigo. / Quiero volver a ti, que llevo herido / el corazón, de sueños traspasado, / encendido de fe y apuñalado / por cuchillos de amor nunca vencido». El desterrado sólo puede ofrecer, tras tantos años de ausencia, el aprendizaje del dolor del exilio: «Te ofrezco mi dolor, lo que ha aprendido / en lucha por el pan de desterrado; / lo que soy y seré, lo que he logrado, / que hoy me siento más fuerte y aguerrido». De modo similar aparece en Francisco Giner de los Ríos, que en su «Romancillo de la vuelta», escrito con ya muchos años de destierro encima, exclama: «¡España, cómo llamas / a brega permanente! / En la sangre te llevo / y en mi conciencia, hiriente, / y tu angustia clavándose / el alma me remueve». En ese sentimiento se mezcla la angustia de pensar que se pueda morir en tierra extraña: «Esta tierra que piso. / ¡No quiero aquí mi muerte! / La dura tierra nuestra / el pecho me requiere».

La cuestión es también compleja para los «niños de la guerra» que, como Tomás Segovia, experimentan un sentimiento de «orfandad» hacia una patria de la que se recuerda poco y que sin embargo les hace imposible integrarse en los países de acogida. Como dice en unos versos de Anagnórisis (1967), «desde el comienzo ya no estaba en la casa mi casa / ni en la tierra mi tierra ni el amor en mi amor / la memoria estuvo siempre en otra parte / y de círculo en círculo / todo fue exilio». Poco a poco, en este poemario de autoconocimiento, llegará a otra conclusión, la de que «tu patria es variable, siempre pensaste más con la estación que con tu pensamiento, aceptaste por tuya la palabra que el clima te depara». En estos poetas, cuyos recuerdos reales de España son muy tenues, ésta adquiere un carácter bastante etéreo y esquemático, caracterizado por la lejanía y la simplicidad, como puede verse en un poema como «Exilio (I)» del conquense Luis Rius (Tarancón, 1930-México, 1984), que abandonó su país con ocho años: «Compañero, allá lejos, / desde esta tierra alta / (era el llanto callado): / son los campos de España». Esta país se asocia con la niñez mutilada, con la «inacabada infancia» y se reivindica como raíz identitaria que distingue al poeta frente a los amigos y colegas mexicanos, de modo casi desafiante evocando su Mancha nativa: «Pero a mí no me gusta el mar. Yo digo / que me gustan los pueblos tierra adentro / con su campo labrado, con sus yuntas, / sus aperos, sus serios labradores, / y salir yo muy de mañana al campo / a oler el olor bueno de la tierra. / Porque yo soy de un pueblo tierra adentro / y nunca olvida nada el inconsciente, / dicen que dijo Freud, digo que dicen». Llamativamente, estos poetas que apenas conocieron España muestran una cerrazón a su tierra de acogida y un apego a la de sus mayores que contrasta con la apertura de algunos de éstos a su nueva patria. Así, Concha Méndez, también «de tierra adentro», duda entre esa raigambre y la belleza de los mares descubiertos: «¡Que yo soy de tierra adentro, / y de la meseta alta, / pero la voz de los mares / de norte a sur me reclama! // Y no sé con quién quedarme / —yo que nací castellana— / si con la parda Castilla, / o con el mar que me llama. // Oigo sus voces azules, / como líquidas campanas, / y esta otra voz que es de tierra, / que es como la voz de un alma… // ¿Con quién me quedaré, dime, estrella de mi mañana?».

Una belleza marina que, por supuesto, nadie cantara como Pedro Salinas (Madrid, 1891-Boston, 1951) en El contemplado. El madrileño, uno de los poetas ya entrado en años cuando se exilia, será curiosamente uno de los menos nostálgicos. Si en uno de los poemas de Todo más claro llama al Atlántico «mar castellana», ello no es sino por la lengua, única patria verdadera que reconoce. En el mencionado largo poema al mar de Puerto Rico se canta al mar como tal, sin atisbo de compararlo con ningún mar recordado desde las costas españolas, al igual que su famoso «Nocturno de los avisos» critica la agobiante omnipresencia publicitaria del capitalismo estadounidense, pero sin oponerle ninguna idealizada España arcaica.

Que España es, en la segunda generación del exilio, aún más imaginaria que en sus mayores, puede verse en poemas como «A la catedral de León», de Enrique de Rivas, nacido en Madrid en 1931, cuya acotación preliminar «Sólo vista en fotografía» funda una angustiosa búsqueda de esas raíces y de ese recuerdo que, se reconoce, no existe: «Catedral de León, tierra de España, / tu augusta soledad no la conozco, / tus torres, nobles piedras, las he visto / en pálidas imágenes tan sólo. // Pero sé, Catedral, que en el silencio / de tus bóvedas frías hay un alma, / y buscando el recuerdo que no tengo / quiero perderme sólo, en tus entrañas».

 
 

Este trabajo forma parte del proyecto La historia de la literatura española y el exilio republicano de 1939 (FFI2017-84768-R), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.

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