También para Joaquín Canosa Doñate (Murcia, 1906-Grenoble, 1982) en El eco y el epitafio (1964) desde Francia, el recuerdo de la guerra es, sobre todo, el de sus víctimas vistas como mártires: «Agria ceniza en mi boca. / Caliente humedad de huesos / filtra la tierra sin tumbas. / En la cruz de mi memoria / una corona de púas: / Cristo de un millón de muertos». Y tampoco deja en paz a Francisco Giner de los Ríos (Madrid, 1917-Nerja, 1995) la memoria de los muertos, en su caso caídos concretos, compañeros de las batallas en el frente de Teruel, según enuncia en su «Romancillo del recuerdo»: «Nada puede borraros / bajo estos hondos cielos / que me cubren las tardes / y las llenan de puertos […] / Compañeros del frío, / de las albas de enero, / de Teruel y de Mora, / de Escandón y Cebreros, / separados y heridos / nuestros hombros tenemos, / pero en mi sangre rota / de vuestros cuerpos muertos / nacéis con vuestros nombres, / hermanos bajo el cielo, / y nada puede aquí / con vuestra luz y empeño». Para el poeta madrileño, esta memoria implica un mandato ético, de fidelidad a las convicciones, pues, como concluye, «vuestro nombre limpio, / que es pájaro en el pecho, / me levanta y me lleva / otra vez al acero».
La Guerra Civil está presente incluso en la poesía de quienes la vivieron como niños, como Tomás Segovia (Valencia, 1927-México, 2011) que en «Aniversario (julio, 1936)», recogido en Anagnórisis (1967) muestra un recuerdo mezclado de perplejidad y no poco traumático: «Tanto tiempo después y aún no comprendo / esta sombra brutal / que veis a veces todavía / danza al fondo de mis ojos / y que cayó sobre ellos un día de mi infancia / cuando en una mañana radiante despertaba / y contra el cielo fresco / vi levantarse un impensable brazo / que apuñaló a mi Madre…».
2. ESPAÑA, ENTRE LA ÉPICA Y LA ELEGÍA
Aunque se irá imponiendo cuando el exilio se avizore como largo, ya desde los primeros momentos del destierro, la visión elegíaca aparece junto a la épica que dominó durante la guerra. En plena contienda, aunque ya desde su exilio británico, Luis Cernuda (Sevilla, 1902-México, 1963) escribe sus dos elegías españolas, incluidas en el poemario Las nubes, escrito sobre todo entre 1937 y 1938. En «Elegía española (I)», España es una madre, prosopopeya femenina que aparece en no pocos poemas escritos en el frente, muy distintos con todo al tono conmovido del sevillano, que lamenta ya la desolación que la guerra dejará sobre su patria. Si el inicio de su «Elegía» entronca con el de la Odisea («Dime, háblame / Tú, esencia misteriosa») el cuerpo del poema se dirige a España como una madre que contempla la guerra fratricida de sus hijos: «Háblame, madre: / y al llamarte así, digo / que ninguna mujer lo fue de nadie / como tú lo eres mía». Una madre que, aunque sufra «dolida y solitaria», sobrevivirá incólume y eterna: «Que por encima de estos y esos muertos / y encima de estos y esos vivos que combaten, / algo advierte que tú sufres con todos. / Y su odio, su crueldad, su lucha, / ante ti vanos son, como sus vidas, / porque tú eres eterna / y sólo los creaste / para la paz y gloria de su estirpe». En «Elegía española (II)», la patria es invocada como víctima de un «viento de locura que te arrasa» que llora la vergüenza de haber sido tomada por los sublevados y, se le pide, ya sopesando la posibilidad de que nunca se regrese, que se llegue a él como aire: «Si nunca más pudieran estos ojos / enamorados reflejar tu imagen. / Si nunca más pudiera por tus bosques, / el alma en paz caída en tu regazo, / soñar el mundo aquel que yo pensaba / cuando la triste juventud lo quiso. / Tú nada más, fuerte torre en ruinas, / puedes poblar mi soledad humana, / y esta ausencia de todo en ti se duerme. / Deja tu aire ir sobre mi frente, / tu luz sobre mi pecho hasta la muerte, / única gloria cierta que aún deseo».
En fechas muy cercanas, el poeta Juan Rejano compondrá también dos «elegías españolas», reunidas bajo el título «La tierra y la sangre», recogidas en Memoria en llamas (1939). Al igual que Cernuda, Rejano se dirige directamente a una España vista como madre lejana, inicuamente herida y dolorosamente inalcanzable: «Sobre la arena errante de mi cuerpo / tu cuerpo se desgrana / con reflejos de azufre y duro aceite, / desangrándote en nieblas desmayadas […]. Te han herido y abierto, tierra mía, / te han abierto y están ya tus entrañas / mirando cara a cara a un cielo huido, desnudas al asalto y a las llamas». En «Estoy bajo tu piel», Rejano recoge la dicción del conocido «Soneto v» de Garcilaso de la Vega, para dirigirse igualmente en prosopopeya hacia la patria, ahora invocada casi como una amante, hablando de «tu cuello entretejido» y afirmando que «estoy bajo tu piel, fuera del mundo», «Nací para morir a tu costado, / para quemarme en ti cuando me enciendas, / para hundirme en tu tierra, desterrado». Esa imagen de la España sacrificial, que tendrá un desarrollo asombroso en la ensayística del exilio, sobre todo en Juan Larrea, aparece de manera explícita en León Felipe, por ejemplo en «Diré cómo murió», incluido en Ganarás la luz (1943): «España-Cristo, / con la lanza cainita clavada en el costado, / sola y desnuda».
En la visión que aparece en los poetas exiliados sobre España aparece, aunque de manera más sutil que en el género del ensayo (donde habrá toda una ola de libros sobre el ser, el enigma o el secreto de España), la dicotomía entre la patria material, la España geográfica, perdida para los exiliados, y una España incorpórea hecha de valores, representados de la manera más auténtica por los refugiados. La fórmula más conocida al respecto es, como es sabido, la que empleara León Felipe (Tábara, Zamora, 1884-México, 1968) en su poema «Hermano»: «Mía es la voz antigua de la tierra / Tú te quedas con todo / y me dejas desnudo y errante por el mundo / Mas yo te dejo mudo… ¡Mudo! / ¿Y cómo vas a recoger el trigo / y alimentar el fuego / si yo me llevo la canción?» Con su vehemencia habitual, el zamorano desarrolla en «Diré algo más de mi patria», incluido en Ganarás la luz, esa separación entre la patria geográfica y la nueva que ha de recrear en el exilio: «En el mapa de mi sangre, España limita todavía: / Por el oriente, con la pasión, / al norte, con el orgullo, / al oeste, con el lago de los estoicos, / y al sur, con unas ganas inmensas de dormir. / Geográficamente, sin embargo, ya no cae en la misma latitud. Ahora: / mi patria está donde se encuentre aquel pájaro luminoso / que vivió hace ya tiempo en mi heredad / […] Y mi grito y mi verso no han sido más que una llamada otra vez, / otra vez un señuelo para dar con esta ave huidiza / que me ha de decir dónde he de plantar la primera piedra de mi patria perdida».
También Rejano opone en alguno de sus primeros poemas del exilio, como «Enardecida sombra», la España silenciosa, muda, en un silencio de cementerio, dominada por los vencedores, con la voz que mantienen los exiliados alejados de su tierra: «Vosotros, no, vosotros estáis mudos, / corrompidas espadas, desiertos oropeles, / vosotros estáis mudos, vuestra lengua / es un cadáver que se yergue en vano, / una pálida momia fulgurante / que quiere en el abismo abrir caminos. / Gozáis de oscura paz, gozáis del ámbito, / pero un sol de tinieblas os alumbra / y os ciñe una cadena de oquedades; / cadáveres despiertos ocupan vuestros lechos […]. Tanto dolor sobre el candor sembrasteis, / que sólo os acompaña / una tierra infecunda, / un erial de vidrios […] vosotros estáis mudos. / Sólo esta voz ausente / puede llevar erguidos su esperanza, su nombre».
Sin embargo, en la poesía, la visión de España está muy ligada a su paisaje o, mejor dicho, a sus paisajes, a los que cada poeta sintió más cercanos por razones biográficas. Así, en Cernuda, con la distancia, España se irá idealizando en el paraje paradisiaco de Sansueña, un Sur de ensueño al borde del mar, habitado por «hombres sonoros, / bellos como la luna», jóvenes y sinceros, «gente clara y libre de Sansueña». Ya en Cernuda, que habitaba el norte industrial británico de Glasgow, aparece tempranamente la contraposición entre el modo de vida anglosajón, identificado con un capitalismo codicioso y materialista, y la autenticidad española, basada en otros valores, oposición binaria paralela a la de la grisura norteña y la luminosidad del sur. En «Resaca en Sansueña» se afirma de estos españoles idealizados que «las mentiras solemnes no devoran sus vidas. / Como en el triste infierno de las ciudades grises. / Aquí el ocio es costumbre. Su juventud espera. / La hermosura se precia. No alienta la codicia». Versos que podrían servir de inmejorable reclamo turístico para la marca España entre los británicos hartos del estrés y de su cielo gris. Pero con el tiempo, y con el dolor del destierro expulsado por sus cainitas dueños, para Cernuda España se convertirá, de madre, en «madrastra», como se dice en «Ser de Sansueña», incluido en Vivir sin estar viviendo.
Curiosamente, en el sevillano se da no sólo la disociación entre la idealizada Sansueña y la rechazada España del franquismo, sino también la nostalgia de un Imperio español pasado igualmente idealizado, que se recrea en la trilogía formada por los poemas «El ruiseñor sobre la piedra», «Águila y rosa» y «Silla del rey», en torno al Monasterio de El Escorial, en cuya época añora vivir, siguiendo la visión apologética que, como hemos explicado en otro lugar, predomina entre los exiliados sobre el colonialismo español: «Si en otro tiempo hubiera sido nuestra, / cuando gentes extrañas la temían y odiaban, / y mucho era ser de ella; cuando toda / su sinrazón congénita, ya locura hoy, / como admirable paradoja se imponía. // Vivieron muerte, sí, pero con gloria / monstruosa. Hoy la vida morimos / en ajeno rincón».