También el catalán Alfonso Vidal y Planas (Santa Coloma de Farners, Gerona, 1891-Tijuana, 1965), más conocido como novelista, contrapone España y «Yanquilandia» en su poemario Cirios en los rascacielos y otros poemas (1963), un libro escrito en buena medida en 1937, bajo influencia evidente del Diario de un poeta recién casado de Juan Ramón Jiménez y donde el skyline de Nueva York adquiere un carácter lúgubre pues «sin España en mi vida, / yo mismo soy el muerto, / ¡y en la capilla ardiente / de Yanquilandia enciendo / un cirio por mi ánima / en cada rascacielos!». El destierro se ve como un castigo superlativo y afirma: «Dejé España en mal hora / porque quiso el infierno, / y voy por Yanquilandia / como mendigo ciego, / implorando limosna / de un mendrugo de suelo». La ausencia de España es una carga de la que quiere liberarse, volviendo a ella como a una madre, imagen tópica donde las haya para la patria: «Llevo a España en el alma, / y en la carne la siento / como cien losas sobre / mi miserable cuerpo: / ¡Yo me muero de ansia / de España!; ¡¡yo me muero!! / ¡¡¡Ay, qué dulce la muerte, / si España fuera el Cielo!!! // Sin pisar, a caricias / de pies, su blando suelo, / sin respirar su aire, / que es maternal aliento, / el alma se me tumba». En medio del espectáculo arquitectónico de Manhattan, Vidal y Planas menoscaba a la metrópoli diciéndole que «te falta, Nueva York, el Acueducto de Segovia».

Sin duda, el paisaje y las sociedades iberoamericanas suscitaban en los exiliados una familiaridad muy distinta a la extrañeza de los países anglosajones, a los que sólo una minoría supo o quiso adaptarse. También el poeta andalucista Eloy Vaquero Cantillo (1888, Montalbán, Córdoba-1960, Nueva York), en unos versos escritos en 1937, afirmaba: «Ayer se me apareció / mi casita la del pueblo, / al entrar en Nueva York» y en sus Rimas de cante jondo (1959) se burla, de modo parecido a Vidal y Planas, de la prepotencia arquitectónica neoyorquina: «Después de tanta bambolla, / la Quinta Avenida para / en matojos y senduchos, / como la calleja’l Agua. // Quien por el mundo lo encuentre / que me lo traiga enseguía, / otro cielo tan alegre / como aquel de Andalucía».

Entre los poetas exiliados en Estados Unidos, sólo Juan Ramón Jiménez (Moguer, 1881-San Juan de Puerto Rico, 1958), en parte porque su territorio de acogida, Florida, mostraba ciertas similitudes con su tierra, vio más lo similar que lo distinto, de modo que la costa estadounidense hace pensar en la otra costa y los pinos de Coral Gables, el «pinar de eternidad» que diera sombra a su infancia. También los pájaros le hacen la ilusión de venir «pasando vientos y olas, / a cantarme mis colores», y todo viene a resumirse no en una España entera, más real o idealizada, sino sobre todo en Moguer, su pueblo natal, y en el niño que fue, como resume magistralmente su poema «Niño último», incluido en los Romances de Coral Gables: «¿Un pueblo blanco está allí / esperándome encendido, / pueblo donde todo para, / una plaza con un grito […] Y el grito tiene en su centro / todo lo que ha visto el niño, / todo lo que quiso ver / y todo lo que no ha visto. // El niño es toda la jente, / el niño soy yo de niño, / el niño soy yo de viejo, / niño encontrado y perdido».

Por su parte, el anarquista Gregorio Oliván, reconoce paladinamente cómo el destierro en Francia le ha hecho añorar a España como una madre («Ay, madre, que te he perdido, / ay, madre, madre del alma»), algo impensable antes para él, desde sus ideales internacionalistas: «Yo que cuando era español / nunca lloré por España / hoy vivo de sus recuerdos / y los cultivo en campana / regados de mudo llanto / y abonados con amarga / penita de desterrado». El sol de España se contrapone, como es habitual, al de Francia: «¡Invernadero del alma! / ¿qué sólo ha de calentarles / si en esta tierra de Francia / el sol –¡ay, sol de allá abajo!– / tiene la cara velada?» La apelación a España como madre surge desgarrada ante los «hijos de mala madre» que la han tomado y recuerda «que mi madre está abajo / y siento que hijos de mala / madre la están deshonrando, / que he perdido la razón / por no poder aguantarlo».

También Canosa Doñate, exiliado en la verde Grenoble, recuerda, en 3 voces en el tiempo (1957) España como un país cuya sequedad puede leerse como metáfora de su dignidad: «Mi tierra morena, / mi tierra asaíca [sic] / de sol y de pena. / Mi tierra desnuda, / mi tierra sedienta / entre dos azules, / que hacen aun más cruda, / su cruda miseria. / Mi tierra de brazos / duros en la mina, / en la red y en el campo. / Mi tierra sufrida, / que el dolor de España / lleva en carne viva… / Donde muere el hombre, / en pie como el árbol: / orgulloso y pobre».

En Ginebra, no muy lejos de Grenoble, vivió hasta su muerte, durante treinta años de exilio, José Herrera Petere (Guadalajara, 1909-Ginebra, 1977). El grandioso paisaje suizo nunca emocionó al alcarreño, que sólo sabe apreciar el Jura si lo compara con los Montes de Toledo. Petere, que vivía muy cerca de la principal estación de ferrocarril, mira deseoso los trenes nocturnos que parten hacia el sur y, en «El viaje secreto», poema central de Hacia el sur se fue el domingo (1955), se dirige emocionado a ese «tren que vas al campo, / al norte azul y al alto mediodía» para decirle a ese «tren de sol, no puedo ir contigo», finalmente, contradiciéndose, que le lleve a esa España cuyo relieve árido, «agrio» y abrupto es el más dulce para el poeta: «¡Oh tren de noche llévame contigo / cargado de metales y de luces, / de corazón, de rocas y de hierros, / a detenerte sólo en cumbres agrias!».

No por contraposición sino por cercanía, en «¿Dónde estás, España?» de su Diario de Djelfa, Max Aub (París, 1903-México, 1972) evoca en el relieve desértico argelino el de la añorada patria: «¿Dónde estás, España? ¿Seré yo el que sueño? / […] ¿Siempre, siempre España. / Este llano, León. Este aguanieve, Ávila / Aquel alto, Burgos. Ese albor, Medina. / Este cielo jándalo y esta cal, de Játiva. / Cante de Cádiz… Lejos, Algeciras».

Como señalara Francisco Caudet en Hipótesis sobre el exilio republicano de 1939 (1997), la glorificación del pasado español en los poetas exiliados es a veces cercana a la que sostenían algunos portavoces del régimen, y un poeta refugiado comunista como Manolo Valiente (Sevilla, 1908-Montpellier, 1991), que escribe ya en el campo de concentración los poemas de Arena y viento, opone en su poema «A España» su patria con sus rivales por la hegemonía en los Siglos de Oro: «Ceñida en el pasado tu cabeza / por los rayos del sol de mil regiones, / ni al turco, ni al inglés, ni a otras naciones / tardaste en mostrarle tu grandeza». Ante la postración actual se pregunta Valiente: «¿Ha muerto tu pasado ya en la Historia? / ¿No queda ningún nervio que en ti vibre? / ¿Es sólo tu valor una memoria?» Por supuesto, la respuesta es negativa: «No; y si alguien lo dudara que calibre / el oro que bruñido de la gloria / de lo que en el pasado te hizo libre».

En otros autores, España no aparece como una entidad cargada de determinados valores éticos, sino que se recuerda relacionada con los paisajes de la juventud. En el caso, por ejemplo, de Exilio. Poemas (1946) del valenciano Francisco Alcalá Llorente (Valencia, 1908-México, 1998), federalista regionalista que sería fundador de la Casa Regional Valenciana en México. Su hondo arraigo a su tierra natal impregna los poemas de este libro, estructurado en dos partes («Nostalgia» y «Olvido»), de factura clásica y previsible en endecasílabos o alejandrinos. El inicio del poema «Exilio», donde se pregunta sobre lo factible de una evocación desde la lejana tierra mexicana, transmite bien el tenor de unos poemas cargados de sentimentalismo y recuerdos del paisaje de huertas, acequias y barracas que presidiera su infancia y mocedad: «Sujetad mi alma que el amargo exilio desata / Mi tierra mi tierra verde que su recuerdo exalta / Una blanca primavera cuajada de azahares / Y un reflejo de sol en los bruñidos cristales. // Sueños apresados en el hierro / De un triste y pesado destierro / ¿Podré evocar tus claros lugares / Entre la bruma de otros paisajes?» Los monumentos de la capital valenciana también tiran de su nostalgia y pregunta: «“Miguelete” que cierras el cielo. / ¿Sigues tan alto como cuando yo era pequeño?». Escrito con el recuerdo aún no lejano y en los años en que un pronto retorno se veía aún posible, frente al pesar de «los días del Hoy —pesado y con fiebre» idealiza «las sombras del Ayer —ligero y con alas», y opone el mexicano «cielo extranjero de brumas malsanas» a la «tierra fecunda y callada», lamentando: «¡En tu orilla suave hube dejado mi infancia!» Por su parte, para Quiroga Plá (Madrid, 1902-Ginebra, 1955), en «Nocturno del desterrado», son las «torres de mi Salamanca» las que se le aparecen en el sueño despierto, en un taxi de París, recuerdo amargo pues se funde con los fusilados que hasta el último momento mantienen sus convicciones: «Agonía de amor, y la agonía / de la tierra, y los hombres contra el muro, / crispado el puño que la muerte enfría». Y Garfias, nacido en Salamanca pero criado en Andalucía, evocará en su «Coloquio de las torres de Écija», «las torres transparentes» como metonimia de la «España mía» que «contemplo eternamente […] sobre la palma de mi mano abierta».

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