Muchas veces España es asociada con un sur idealizado, en especial cuando el exiliado vive entre brumas. En su poema «Nostalgia», escrito apenas un año después del exilio, el sevillano Manolo Valiente evoca «ese sol de nuestra España / que con pena dije adiós», que se dejó para siempre atrás en una «triste tarde de febrero», una imagen que lleva «hasta el alma clavada». En otro momento, es el recuerdo de la torre más representativa de su ciudad la que desespera su nostalgia, en «A la Giralda», a la que se dirige con ritmo de cantar y tras varias comparaciones ponderativas confiesa: «Eres… no sé compararte. / No sé sino que te adoro / y que en ansias de admirarte / el corazón se me parte / y con angustias te lloro. // Giralda, Giralda mía / lejano de ti me encuentro / y un sueño de moraría / y flamenca sonería / pensando en ti siento dentro». Para Luis Cernuda, como es bien sabido, los jardines del Alcázar simbolizarán el paraíso perdido en varios poemas de Las Nubes y de Ocnos, unos jardines que creerá reencontrar en los jardines de Borda, en Cuernavaca, asociados con un deseo de regreso a la infancia y casi al claustro materno, asociados con España.

El jardín, precisamente, estructura todo el libro Jardín cerrado (1946) de Emilio Prados, un poemario orgánico donde, como dice Juan Larrea en su exaltado prólogo, «dicho jardín, arropado en cendales nostálgicos, empieza por ser España» pero que luego va cobrando un carácter más personal y simbólico. Al inicio del libro, son las «llanuras de sol» de su Andalucía natal, cubiertas de olivares, o «la alameda», que aunque no se explicite, es obviamente la de Málaga. El poeta recuerda lugares que, quienes le rodean en México, desconocen: «Yo sueño con un camino. / Nadie lo ve, nadie, nadie…» O bien recuerda plantas como el almoraduj, más conocido fuera de Andalucía como mejorana, cuyo nombre regional, tanto como el aroma, se convierten en símbolo entrañado, en «Rincón de la sangre». Pero poco a poco, la conciencia de la pérdida y del dejar atrás, por doloroso que sea, va haciéndose patente, como en el poema titulado «Espejismos»: «Entró el viento en el jardín del olvido / y se vio su cuerpo en él, / desnudo, y, detrás, el cielo. // —Cuerpo mío, cuerpo mío / (preguntó); ¿qué haces ahí?… / […] Sonaba el agua en la fuente / y el perfume del jazmín, / iluminaba el estío doloroso / de la noche… / —¡Cuerpo mío!, ¡cuerpo mío! / Soñaba todo el jardín». La paronomasia sonar/soñar va sugiriendo el cariz onírico del recuerdo: a partir de ahora, en la poesía de Prados se dará una interiorización cada vez mayor pues, como resumía Carlos Blanco Aguinaga, desde este poemario, Prados descubre «que adentrándose solitario en el jardín “cerrado” llegará a lograr la comunión con la realidad en la que han de equilibrarse los tres tiempos de lo humano, pasado, presente y futuro».

Los paisajes de la tierra natal atraen más a los líricos que las calles de sus ciudades, incluso para madrileños como Juan José Domenchina (Madrid, 1898-México, 1959) que en «Árboles, prados…» se lamenta: «Sí, allí están, como siempre, la cañada, / los prados, y los árboles, y el río… / Y mi voz, a lo lejos empañada». En cuanto al jienense Miguel Burgos Manella (Alcauete, Jaén, 1902-Caracas, 1992), que dedicó un libro de recuerdos a su pueblo natal, el recuerdo de la patria, desde la tropical Caracas, está concentrado en el árbol emblemático de su provincia, el olivo, el «hermano olivo», al que dedica todo un poemario y con el que llega a identificarse, como en el poema «A veces me siento olivo», en el que además se cubre con los manes tutelares del poeta del exilio que vivió en la cercana Baeza: «A veces me siento olivo, / las palomas en mis manos / y en mi silencio de ramas, / me lleva Antonio Machado».

Antonio Aparicio (Sevilla, 1916-Caracas, 2000), por su parte, recuerda el «oro perdido» que «doraba el camino», y se pregunta retóricamente: «Tendrá hoy la cal / de las altas tapias / aquel resplandor / fiero que cegaba?» En este poema, «Las tardes», Aparicio recuerda «la melancolía / gris de los olivos» y se pregunta si nunca «tocarán tus manos / la tierra de España». La nostalgia se vuelve más feroz cuando llega la primavera y se piensa que «ahora estará la primavera alzando / a orillas del Jarama y Manzanares, / trinos sin fin, aromas a millares, / toda España en su luz resucitando». La primavera, al final de ese soneto, adquiere un simbolismo político, esperando: «Y entrará toda España en nueva vida / para poder de nuevo en su ribera / cuidar las rosas, olvidar las balas». Aunque será quizá Juan Rejano quien dé una voz más desarrollada a esta nostalgia de Andalucía, en El Genil y los olivos (1944), libro que nació, según reconoce en sus palabras preliminares, «por una necesidad de aliviar el alma de tanto y tanto recuerdo como la embriaga, en esta lejanía amarga de España». Como en Prados, en la poesía más intimista de Rejano, el recuerdo de España aparece como en sueños y el poeta se plantea, en interrogación insondable, la relación entre el río real que acompañó su infancia y juventud y el río recreado a través de la lengua: «¿En dónde estará mi vida, / en el río que pasó / bajo mis ojos, un día, / o en el que se hizo canción / tras de esta mar infinita? // ¿El río es vida o es muerte? / ¿Mi sangre es río o es mar? / ¿Dónde acabará su curso / y cuándo, yo, de soñar?». El tono deliberadamente menor y popular de estos poemas, con rimas que combinan consonantes y asonancias y versos cortos, a veces de pie quebrado, que reflejan la vida campesina en los olivares y los márgenes del Genil, evocan a veces de modo sobrecogedor la nostalgia del desterrado sin necesidad de explicitar su exilio.

Para el gallego Lorenzo Varela, en Torres de amor (1942), son los principales monumentos de Lugo los que tiran de su recuerdo: «¡Ay!, Catedral de Lugo, / Puerta de Santiago, / ¿Qué haré yo sin veros, / lejos, desterrado? […] // Y por la muralla de Lugo iba el sol, / iba la mañana, venía mi amor. […] // ¡Ay!, Catedral de Lugo, / ¡cómo amanecía! / Por ella yo tengo, amigos, dolor, / y por ella tengo espada de amor».

Como era de prever, los paisajes de los países de acogida no son vistos en su diferencia, sino que traen al recuerdo los lugares de la memoria personal. Así, en «Nostalgias», Vaquero Cantillo recoge cómo de Venezuela a Estados Unidos, le persigue la imagen de Córdoba: «¡Puestas de sol de la Habana…! / ¡Cielo y campo de las tardes / de Andalucía la llana! // ¡Caracas la Suavecita! / ¡Tus caobos…! ¡Mis naranjos / del Patio de la Mezquita! // ¡Tulsa, flamante y gentil! / ¡Bajo un sauce de tu Arkansas / lloro mi Guadalquivir!».

En los poemas de País de la ausencia, recogido en su Laberintos de presencias (1969), la barcelonesa Ana María Sagi recorre amorosamente la geografía de España, desde Córdoba a Compostela, de Cambados a Jerez de la Frontera, aunque volviendo siempre a Sentmenat, el lugar del Vallès asociado a su infancia. Desde Francia, cómo no, se recuerda su país como «el país de la ausencia: / sol en los cuatro costados / […] ¡Sol retador, Caldo aurífero. / Tatuador de pueblos mágicos / con tus puñales de púrpura / y tus limos abrasados!».

Para Concha Méndez (Madrid, 1898-México, 1986), no es la capital, sino la sierra de Guadarrama, lugar natural asociado a su infancia, lo que despierta su nostalgia desde México en Sombras y sueños (1944): «¡Qué lejos está la Sierra, / mi Sierra de Guadarrama! […] / Por sus vertientes yo era / patinadora en mi infancia». El final del poema expresa el anhelo de retorno a esos lugares de la despreocupada niñez: «¡Volveré a verte algún día / mi Sierra de Guadarrama! / Conmigo irían unos ojos nuevos, de clara mirada!».

Más desgarrado es el tono en De mar a mar (1946), de María Enciso (Almería, 1908-México, 1949), poemario dedicado «a los guerrilleros, vigilantes en las veredas de España», en quienes se confía para derrocar al dictador. Enciso imagina una España crucificada, a la que pide que le espere, anhelando un pronto regreso: «Espérame en tu cruz, España mía. / Cuando las hojas caigan, / yo volveré con los helados vientos / sobre la espuma de la mar amarga». Todo el poemario se ve cruzado por el «Viento de angustia» que implica esa tensión de lejanía hacia una tierra en la que quedaron los familiares de Enciso y donde siente enraizada su sangre: «¡Qué lejos y qué cerca / tu inasible distancia! / ¡Qué profunda tu voz enamorada! / ¡Cómo llega a mis venas, / y se convierte en sangre, tu llamada!».

En relación con esta imagen combativa de España, quizás ninguna la representa mejor que la del «toro de España», que consagra Rafael Alberti desde su ciclo «Toro en el mar (Elegía sobre un mapa perdido)», recogido en Entre el clavel y la espada (1940). Partiendo del tópico de la «piel de toro» que evoca el mapa de España, el poeta gaditano se dirige a su patria, vista como un orgulloso toro que ha sido martirizado por los vencedores: «A aquel país se lo venían diciendo / desde hace tanto tiempo. / Mírate y lo verás. / Tienes forma de toro, / de piel de toro abierto, / tendido sobre el mar. // (De verde toro muerto) […]. Con pólvora te regaron. / Y fuiste toro de fuego». El toro de fuego, celebración ancestral y bárbara, se convertirá como es sabido en uno de los símbolos de la guerra en Campo de sangre, la primera entrega del ciclo novelístico sobre la contienda de Max Aub. En Alberti, el gozoso «toro verde / acostumbrado a las libres dehesas ya los ríos», símbolo de libertad para el que «la mar y el cielo / eran aún pequeños como establo» sufre un martirio que tiene incluso algo de crístico: «Le están dando a ese toro / pastos amargos, yerbas con sustancia de muertos, / negras hieles / y clara sangre ingenua de soldado […]. ¡Ay, a este verde toro / le están achicharrando, ay, la sangre! / Todos me lo han cogido de los cuernos / y que quieras que no me lo han volcado / por tierra, pateándolo, / extendiéndolo a golpes de metales candentes, / sobre la mar hirviendo».

La imagen de España como un toro, asociada a la idea más combativa de la patria, reaparece por ejemplo en «Toro de sangre», incluido en Árbol de ti nacido (1956), de Juan Chabás (Denia, 1900-Santiago de Cuba, 1954), donde el alicantino, quizás presintiendo su cercana muerte, pide seguir viviendo por esa pasión luchadora de la patria: «Pido a la luz más vida mientras ríos / de oscura angustia, aviso de tu muerte, / cauces de horror para los ojos míos / cavan al alba. ¡Oh, sí, vivir por verte // toro de fuego y alma! / […] Oigo bramar tus iras por las tierras / de robles y nogales y encinares, / donde los hombres son arcilla y roca. // ¡Oh toro de reyertas y de guerras! / Toro de gloria y cumbres entre mares: / ¡oír tu sangre hirviéndome en la boca!».

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