Fernando Castillo
Los años de Madridgrado
Fórcola, Madrid, 2016
464 páginas, 26.50€
POR FRANCISCO FUSTER

En un pasaje de su libro Ayer y hoy (1939), Pío Baroja reproduce un chiste –aunque a él no le hacía ninguna gracia– que Gabriel Alomar solía hacer al hablar de los habitantes de la capital de España y de su atraso cultural y moral con respecto a quienes vivían, según él, en una urbe más cosmopolita y abierta, como era la Barcelona modernista del primer tercio del siglo xx. Si Barcelona es una ciudad, decía con sorna el escritor mallorquín, los barceloneses son, en consecuencia, ciudadanos; si Madrid es una villa, los madrileños son, por tanto, villanos. Un simple juego de palabras que puede servir como anécdota para ilustrar la existencia de una especie de antimadrileñismo que, lejos –esto sí– de ser una broma, responde a un sentimiento real y concreto que tiene una larga trayectoria histórica, como ya demostró Fernando Castillo en Capital aborrecida: la aversión hacia Madrid en la literatura y la sociedad, del 98 a la posguerra (2010), una extensa y muy documentada monografía (un servidor recuerda haberla citado en su tesis doctoral, como libro de referencia y obligada consulta sobre el asunto) en la que el autor repasaba la génesis y el desarrollo de ese odio a la capital a través, fundamentalmente, de sus manifestaciones en la obra literaria de algunos de los mejores escritores españoles del siglo xx.

Seis años después, y retomando aquella primera investigación, Castillo publica ahora Los años de Madridgrado en la exquisita colección «Siglo xx» de Fórcola Ediciones, que él mismo dirige, y en la que ya había publicado con anterioridad los ensayos Noche y niebla en el París ocupado (2012) y París-Modiano: de la ocupación a Mayo del 68 (2015), además de haber reeditado los diarios de viaje a Rusia de Dionisio Ridruejo y Ramón J. Sender, o de haber recuperado textos inéditos en español –o escasamente difundidos– de autores tan necesarios como Ludwig Renn, Gerhard Heller, Rudyard Kipling o Alejo Carpentier. Un libro que, pese a tener su origen en el anteriormente citado, no es una mera reproducción de los capítulos de Capital aborrecida dedicados a la República y la Guerra Civil, sino que estos han sido revisados y reescritos para la ocasión, con el objetivo de suprimir ese «aire académico que conservaban» y de hacer de este nuevo trabajo un texto con entidad propia, más legible y ameno, pero sin perder un ápice del prurito y el rigor documental que caracteriza toda la obra como historiador de su autor.

Como argumenta Castillo en su introducción, esa aversión que los españoles han sentido hacia Madrid no nace con el estallido de la guerra, cuando desde el bando nacional se construyó esa imagen de la capital como un infierno terrenal donde confluían todos los males posibles. Una ciudad revolucionaria y traidora, secuestrada por rojos y comunistas bolcheviques dirigidos desde Moscú, y rebautizada por el general Queipo de Llano como «Madridgrado», empleando una analogía con la que había sido capital del Imperio Ruso que muy pronto hizo fortuna, al ser usada también por Francisco Camba para titular una de sus novelas, publicada en 1939. Tampoco empezó a raíz del triunfo sublevado en la contienda y de la imposición de un régimen autoritario que, como es sabido, alimentó el auge de unos nacionalismos periféricos que, por metonimia, tomaron la parte que simbolizaba la capital del país por el todo que para ellos representaba una dictadura fascista y su represión de cualquier manifestación política, cultural o lingüística que no fuese la oficial. La realidad es que la lucha contra el centralismo uniformizador franquista es sólo un episodio más en la larga historia de consolidación de un sentimiento que es anterior y que, cronológicamente, se remonta hasta el siglo xix.

Dentro de este proceso, es verdad que el 98 marcó un hito importante porque fue la primera vez que una generación de intelectuales realizaba una crítica –de forma descoordinada, pero impetuosa– a los valores que en la España del cambio de siglo representaban las ciudades, en general, y Madrid, en particular. Aunque pueda parecer un tanto contradictorio, teniendo en cuenta que muchos de los miembros de esa generación procedían de la periferia española y fueron a Madrid buscando un lugar en el que «hacerse un nombre», lo cierto es que muchos de ellos adoptaron esa actitud de rechazo frente a la gran urbe y frente a las perversas consecuencias de la modernidad por ella encarnadas (industrialización, mecanización, capitalismo, deshumanización, etcétera), como se aprecia en algunas obras de Azorín, Unamuno, Maeztu o el propio Baroja. En esta misma línea, y como señala con acierto el autor, esta crítica al fenómeno urbano que transformó poco a poco el país era también, y por encima de todo, una inequívoca señal de la inquietud y el miedo que amplios sectores de la población española –y no sólo de la intelectualidad burguesa– sintieron hacia la orteguiana «rebelión de las masas» y su posible subversión del orden sociopolítico establecido. En este sentido, no hay que olvidar que, en el caso concreto de Madrid, la aparición de las muchedumbres no sólo supuso la radical transformación de la ciudad, receptora de oleadas de población que desbordaron una y otra vez el entramado urbano, obligando a ensanchar continuamente sus límites, sino también la necesidad de integrar en la vida diaria de la ciudad a un nuevo sujeto social que, con el tiempo, fue demandando una mayor participación en los asuntos públicos, regidos hasta la fecha por la oligarquía de unos pocos notables.

Con la agonía final de la Restauración canovista, el protagonismo adquirido por Madrid en el proceso de proclamación de la República hizo que, desde 1931 en adelante, la capital fuese identificada con el nuevo régimen y con todas las iniciativas reformistas que la implantación de éste conllevó, tanto en lo bueno como en lo malo. Frente a esta República tachada de roja y prosoviética, la reacción del núcleo duro de los intelectuales falangistas que asumieron primero el aparato propagandístico del bando sublevado y, después, la política cultural del régimen implantado por Franco, fue la defensa de un retorno a las esencias de la patria representado por dos tradiciones distintas: el ruralismo regresivo de inspiración carlista y esa imagen prototípica de Castilla como símbolo de la tradición y de la España profunda. No es en absoluto casual que en el famoso ensayo de Laín Entralgo La generación del 98 (1945), paradigma de la apropiación que el grupo de Burgos quiso hacer de la herencia noventayochista, uno de los capítulos esté dedicado, precisamente, a la imagen que esa generación construyó de la capital y al análisis de lo que su autor definió como la «terrible capacidad disolvente de la vida madrileña».

La dificultad que entrañó para el bando nacional la conquista de Madrid hizo que la ciudad se convirtiese en el auténtico símbolo de la resistencia republicana frente al fascismo (con el añadido del alcance que le daba a este hecho la presencia de las Brigadas Internacionales y del ambiente prebélico que la expansión de la Alemania nazi empezaba a generar en Europa) y en una verdadera fijación para la propaganda de los sublevados. Los ecos de esta obsesión en la obra de distintos autores favorables a la causa franquista es lo que analiza y disecciona con pormenor un libro por cuyas páginas asoman nombres tan conocidos como los de los escritores e intelectuales Ernesto Giménez Caballero, José María Pemán, Wenceslao Fernández Flórez, Ramiro Ledesma, Agustín de Foxá, Edgar Neville, Emilio Carrere, Jacinto Miquelarena o Francisco Camba, entre otros. Autores sin duda menos conocidos que muchos de los que se alinearon con el bando republicano, pero que, como señala Castillo, construyeron una imagen de Madrid –que fue la que se terminó imponiendo, porque fue la ensalzada por el bando que resultó vencedor– como «modelo de ciudad soviética y extranjera, desespañolizada», convertida para los rebeldes en «epítome de la revolución» y «reverso del Madrid del “No pasarán”».

En contra de lo que se pudiera creer, los capítulos de este libro demuestran que el final de la guerra no significó, en absoluto, el final del antimadrileñismo. De hecho, la toma de la capital por parte de las tropas franquistas puso en marcha un proceso de transformación urbana cuyo objetivo, tan elemental como predecible, consistió en convertir el Madrid moderno y republicano, que por primera vez empezaba a parecerse a una capital europea, en un Madrid castizo y pretendidamente imperial –el «Madrid de los Austrias»– en el que el madrileño tuviese siempre presente el recuerdo del otrora glorioso Imperio Español. Gradualmente, la propia dinámica de la posguerra hizo que ese sentimiento de odio se apaciguara y fuese sustituido por otro: el rechazo de los nacionalismos periféricos a una capital que, como ya he señalado, se convirtió en el símbolo de la dictadura y de su deseo de reprimir cualquier disidencia que cuestionara la idea de España –«una, grande y libre»– como nación centralizada y homogénea. Al margen de ese esfuerzo transformador quedaron aquellas zonas (la Plaza de Cibeles, la Ciudad Universitaria y, sobre todo, el barrio de Salamanca) que, al haber tenido un protagonismo especial en la guerra o haber apoyado al bando golpista, formaban parte de lo que Castillo llama el «Madrid azul»: ese otro Madrid integrado por aquellos lugares de la capital que, en el imaginario de los sublevados, merecían todo el respeto porque habían resistido con heroicidad en una ciudad sitiada por los rojos.

Por último, quisiera decir que, al innegable interés del tema abordado, el libro de Fernando Castillo añade la ventaja de ser un libro bien escrito en el que, a diferencia de lo que suele ser habitual en la academia, la erudición del autor no resulta farragosa ni pedante (no hay ni una sola nota al pie en todo el texto). Al contrario, ese dominio de la materia se manifiesta a través de una escritura ágil en la que la abundancia de citas textuales no resta fluidez a una narración que atrapa al lector y lo transporta al periodo más terrible y, para muchos, más atractivo, de la historia contemporánea de España. Desde este punto de vista, un simple vistazo a la completísima bibliografía final (donde sólo echo en falta la reciente monografía –resultado de su tesis doctoral– de Nuria Rodríguez Martín, La capital de un sueño: Madrid en el primer tercio del siglo xx [Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2015], en la que la autora analiza ese proceso de construcción de Madrid como metrópolis interrumpido por la guerra) deja claro que nos encontramos ante un trabajo muy documentado, de un tono menos académico que Capital aborrecida, pero, por eso mismo, más accesible para el gran público. Ante la continua avalancha de títulos sobre la Guerra Civil –ya convertida en moda literaria e historiográfica– en los que se repiten los mismos tópicos y se abusa sin piedad del prejuicio ideológico, Los años de Madridgrado nos brinda la posibilidad de leer un gran ensayo de historia cultural, impecable en su contenido, original en su enfoque y solvente en su acabado final.