Gustavo Valle
Amar a Olga
Editorial Pre-Textos
210 páginas
POR LUIS YSLAS PRADO

En una entrevista a Gustavo Valle para The Objective (21/11/21) José S. de Montfort resaltaba el tópico del viaje como una constante en la obra narrativa del escritor venezolano. Mientras su primera novela, Bajo tierra (Norma, 2009) narra el desplazamiento de unos personajes bajo la superficie urbana, y Happening (Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana, 2014) despliega un recorrido trepidante por la geografía venezolana, su más reciente novela, Amar a Olga (Pre-Textos, 2021), se ocupa ya no solo de un viaje por el espacio, sino por el tiempo, o, si se quiere, por ese espacio hecho de tiempo enardecido que constituye la memoria del enamorado. 

Ricardo Piglia señala en «Los usos de la narración» que existen dos grandes tipos de relatos fundadores: el del viaje y el de la investigación. Y a cada uno le asigna su paradigma heroico: Odiseo, el viajero por excelencia, y Edipo, el investigador de sí mismo. Siguiendo el hilo de esta idea, es posible decir que Amar a Olga incorpora ambas categorías del relato, en tanto su protagonista es un hombre desplazado, diríase incluso zarandeado, por la fuerza de la nostalgia y, al mismo tiempo, el investigador pertinaz de su propio tránsito amatorio.

En un poema breve de Cristina Peri Rossi llamado «Oración» se advierte: «Líbranos, Señor, /de encontrarnos, /años después, /con nuestros grandes amores». Habría que decir que el protagonista de Amar a Olga desoye de manera tajante esta plegaria, y más bien hace todo lo posible por reencontrarse con la mujer de la que estuvo enamorado en su adolescencia. Un anhelo que pronto se transforma en una de esas obsesiones de la memoria en las que el pasado pone en jaque mate al presente. «Recordar —dice el narrador de la novela— es también dinamitar el presente o evadirlo. Recordar es como drogarse». 

De modo que Amar a Olga es la historia de un adicto, contada por un venezolano, en crisis de cercanía a la cincuentena, encallado en un matrimonio fallido y en un país arruinado por una dictadura militar, y quien se ve poseído por el persistente recuerdo de Olga, una mujer de la que no sabe nada desde hace más de treinta años. La novela narra los efectos de esta olgadicción en la vida de un ser vencido por el peso de su temeraria vocación nostálgica, y presto a evadirse de un presente (personal y colectivo) donde los estímulos del deseo han sido dados de baja.

Amar a Olga es un territorio de remembranzas en el que se privilegian los entreveros del sexo, el erotismo y el amor, por lo que el narrador no escatima descripciones minuciosas de esos lances pasionales que han quedado incrustados en la parte más carnal de sus recuerdos. Dos escenas de la novela allanan esta ruta del deseo.

La primera es aquella en la que el personaje, en disputa con su esposa por el control del televisor, se entera en las noticias de que ha muerto Margaret Thatcher. La imagen de la política británica, cual magdalena de Proust, aviva sus recuerdos y lo transporta mentalmente (primera etapa del viaje) a la década de los años 80, cuando la primera ministra del Reino Unido se consolidaba como La Dama de Hierro, mientras que su añorada Olga se convertía en su primera experiencia amorosa. No es casual que esa época constituya el último momento de estabilidad política, social y económica que vivió Venezuela —considerada hasta esa fecha como la nación saudita de Latinoamérica—, por lo que esta evocación del personaje puede entenderse también como una fuga imaginaria no solo hacia los paraísos perdidos del amor adolescente, sino hacia la imagen de una patria más venturosa, al menos en la escenografía de una memoria muy dada a la idealización.

La segunda escena tiene lugar en la cama matrimonial del protagonista. En un rapto de evocación erótica y rodeado de las fotografías de una Olga juvenil, el personaje aprovecha la soledad de su casa y se entrega a las tentaciones de la fantasía onanista. Tan ensimismado se halla en la recreación de sus deseos que no escucha los pasos de su esposa, quien llega de improviso y lo descubre en plena faena autocomplaciente. Luego de una discusión en la que intercambian insultos y objetos domésticos, marido y mujer deciden separarse, y empieza así la segunda fase del viaje, más física que memoriosa, en la que el personaje irá a la búsqueda de Olga al tiempo que reflexiona sobre los quiebres y dobleces del amor. Como ocurre en las letras del tango, del bolero, del vals, del vallenato e, incluso, del reguetón, la ruptura amorosa conduce a quien la padece a los callejones de la metafísica y la lujuria. Amar a Olga no es la excepción a esta fórmula del despecho universal. 

Olga es, pues, el fragmento emocional de una historia inacabada, un capítulo incompleto en la narrativa sentimental del protagonista, que lo impulsa a buscarse a sí mismo mientras busca a la mujer de sus fantasías juveniles en un afán por recomponer lo que el tiempo se ha encargado de desperdigar, pero, sobre todo, de transformar. No le es ajeno al personaje el peligro que entraña semejante aventura: «Mi mente puesta casi exclusivamente en la recuperación de Olga oculta una agenda autodestructiva», aunque más adelante asuma, con una convicción casi suicida, «que uno siempre desea que algo nos espere del otro lado, y procura la construcción de esa otra mano con la que fundirse, duplicarse o juntas arrojarse al vacío». 

Sin embargo, esa búsqueda interior, un tanto inconsciente, no deja de ser la de un amateur, en la doble acepción de la palabra: labor de aficionado y también de amante. Esto es, un amante aficionado, víctima de las trampas de la memoria. Porque la Olga del pasado no es la del recuerdo y la del recuerdo no es la del presente, ni la del presente es la de la escritura. Son muchas las Olgas que el protagonista lleva dentro como para que alcance a distinguir con nitidez las piezas que podrían completar, o al menos bosquejar, no tanto el verdadero ser de Olga, sino el suyo. Eso además explicaría por qué el nombre del protagonista permanece velado durante casi toda la novela. A la pregunta sobre qué será de la vida de Olga, el personaje responde con su propia vida, a riesgo incluso de perderla. Allí parece residir uno de los sentidos del viaje que primero su memoria y luego sus propias acciones y pensamientos realizan hacia el corazón de esa incertidumbre existencial. 

«La historia de amor (la “aventura”) es el tributo que el enamorado debe pagar al mundo para reconciliarse con él» es una frase de Roland Barthes que se cita en esta novela, y que muy bien pudo haber sido su epígrafe de cabecera. No hay amor del pasado que no sea un fragmento amoroso imposible de soldar al presente. Imponerse el rescate de un amor pretérito resulta siempre un acto temerario y estrictamente irracional. ¿Es posible obligarse a amar lo que ya fue? ¿Es sensato amar en modo imperativo? ¿Es sensato amar? El título mismo de la novela, Amar a Olga, ¿no remite a esa dimensión del deseo en la que el amor se convierte en un único mandamiento, y el verbo amar asume el infinitivo de la búsqueda, de la fuga y de la desesperación? ¿Es Olga solo una mujer de carne y hueso en la memoria del protagonista o la encarnación de un país en decadencia que también ha desaparecido a fuerza de transformase en un espacio amenazador y no por ello menos querible?

Estas son algunas de las preguntas que permanecen gravitando a modo de inquietud o curiosidad a lo largo de la historia, y acaso corresponda a los lectores meditarlas, responderlas o prolongarlas mientras se embarcan en ese viaje apasionado al que esta novela de Gustavo Valle los invita.