John Muir
Escritos sobre naturaleza
Volumen 1
Traducción de Ernesto Estrella Cózar y Carlos Estrella Cózar
Capitán Swing, Madrid, 2018
416 páginas, 22.00 €
El mismo miedo. Eso fue de lo que se percató un John Muir niño ante el terror del gato familiar cuando un colimbo atrapado en el hogar asestó al felino un picotazo en medio de la frente. El miedo del gato no difería del suyo. La percepción de la semejanza no lo abandonaría jamás en su estrecho contacto con el mundo animal. La atención de las madres con las crías, el reconocimiento de los animales entre ellos, aun cuando a nosotros nos parezcan indistinguibles, la individualidad de cualquier animal si uno se toma el tiempo necesario para observarlo y compararlo, el impulso del juego en los cachorros, la lealtad de los perros, las reacciones similares ante el hambre, el peligro o incluso las manifestaciones de afecto de los animales fueron ahondando en él la apreciación de la analogía que nos hermana. A veces se nos olvida que somos animales, unos muy curiosos, sin duda, aunque primates emparentados con el resto del reino animal.
John Muir (Dunbar, Escocia, 1838-Los Ángeles, 1914) fue un agricultor, montañero, dibujante, geólogo, botánico, inventor, pastor, periodista y, sobre todo, naturalista en la más elemental de sus definiciones. En la descripción que de sí mismo hizo a un amigo, más modesta pero, no obstante, plural, se llamaba poeta, vagabundo, geólogo, botánico y ornitólogo. Con su larga barba y su modo de vivir consecuente, ha sido considerado por algunos una suerte de profeta, no tanto en la tierra que lo vio nacer, Escocia, como en el país al que emigró, cuando contaba once años, con el resto de su familia, Estados Unidos. Allí se deslomó en su juventud de sol a sol en una granja de Wisconsin, ya que su padre creía, fundamentalmente, en dos cosas: en Dios y en el trabajo duro. Ni siquiera cuando se ponían él o sus hermanos enfermos variaba la receta de trabajar diecisiete horas diarias. Eso no impidió a Muir frecuentes incursiones en los paisajes de la zona y entregarse a la tarea de realizar curiosos inventos, como camas despertadoras que lanzaban del sueño al quehacer diario mediante un mecanismo de propulsión o alimentadores automáticos para el ganado. En los relatos de Muir no hallamos un atisbo de pereza —sus inventos de adolescente dan pista de ello—, hay algo ejemplarizante en su constante desafío sobre sí mismo.
Influido por escritores como Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson, a quien conoció personalmente, no fue como ellos un filósofo de la naturaleza, pero sí un hombre en el que la teoría y la práctica resultaron indisociables. Fue un aventurero que cruzó glaciares y despeñaderos, se enfrentó a duras tormentas y se adentró sin mirar el calendario en una naturaleza salvaje. Sus lugares predilectos fueron California y Sierra Nevada. Y será en esas tierras, en una cabaña en el valle de Yosemite, donde se instaló y fue visitado por gente diversa a medida que su fama iba aumentando. El mismo Emerson acudió a su encuentro y, en 1903, en lo que algunos americanos llaman «la acampada que cambió América», el poderoso Theodore Roosevelt y el austero montaraz caminaron durante tres días, en los que Muir le descubrió los bosques de secuoyas gigantes, los vertiginosos precipicios del Half Dome y el Capitán y las inmensas cascadas de Yosemite y el Centinela. Probablemente imbuido del espíritu preservacionista de Muir, a lo largo de su presidencia, declaró cinco parques nacionales, cincuenta y cinco santuarios nacionales y refugios de vida silvestre y ciento cincuenta bosques nacionales. No ha habido otro presidente que hiciera tanto por la conservación del medio natural.
Este naturalista y explorador inspiró el ecologismo moderno y se le suele considerar el padre de los parques nacionales de Estados Unidos, por la fecundidad y efectividad de su activismo. Logró presionar al Congreso para que se creara el parque nacional de Yosemite y ayudó a preservar el parque nacional de Las Secuoyas. Fue un enamorado de la naturaleza salvaje y vio, en lo natural, un reflejo de lo divino. Más que una conciencia darwinista que va del hombre al simio, Muir percibió el camino inverso: retrató en sus escritos el lado humano de los animales, el hombre que subyace en el animal. Más de una vez incidió en la convicción de que todos somos iguales, al menos, en ciertos aspectos esenciales.
Fundó el Sierra Club, el grupo de presión medioambiental más importante de Estados Unidos. Urgió a preservar la naturaleza no sólo por lo que nos beneficia, sino por lo que es en sí misma, aunque su admiración por ella distase mucho de ser cándida: «Matar, ser devorado y devorar son actividades que ocurren en proporciones y cantidades armoniosas. Es nuestro derecho también el hacer uso recíproco los unos con los otros. Es normal que nos robemos, cocinemos y consumamos hasta donde la salud de nuestros deseos y nuestras capacidades nos lo permitan». El engranaje alimenticio en el que estamos inmersos lo asume con una naturalidad casi inquietante y donde pone énfasis es en la imbricada relación de dependencia que tenemos los unos con los otros.
Pese a ser hijo de un fanático presbiteriano que le inculcó como valor primordial la obediencia y sumisión a la Biblia y la desconfianza de cualquier otro libro o fuente de conocimiento, la relación de Muir con lo natural es resultado de la observación directa, de su trabajo en la granja y su vagar por los campos y glaciares. Siguiendo los pasos de su admirado Humboldt, llegó a descubrir la bahía Glacier y lo que luego se ha denominado el «glaciar Muir». Así que, si bien cursó dos años de Química, Geología y Botánica en la Universidad de Wisconsin, su gran escuela fue la naturaleza y, quizá por ello, en Muir no hay rastro del puritano rechazo de lo salvaje, aunque sí cierta desconfianza de métodos y escuelas. Al contrario, desde niño surge en él una simpatía que «crece, prospera y se propaga más lejos que las enseñanzas de Iglesias y escuelas, donde, a menudo, una doctrina miserable, cegadora y despiadada nos enseña que los animales no tienen mente, alma o derechos que debamos respetar, y que han sido creados sólo para que el hombre los pueda domesticar, consentir, sacrificar o esclavizar».
Escritos sobre naturaleza recopila en dos volúmenes gran parte de la obra de Muir. Su primer volumen incluye «La historia de mi niñez y juventud» (1913), en el que narra su relación con lo salvaje de la naturaleza y con lo salvaje de su propia niñez. Recibió de su padre habituales palizas, descritas sin juicio ni autocompasión, más bien como inherentes a una educación ruda y victoriana. También nos habla de la violencia ejercida por él y otros muchachos del entorno, niños cuyos juguetes fueron los animales mismos. En este relato dickensiano de una infancia y adolescencia arduamente trabajada sin queja ni descanso, advertimos la determinación de su carácter y su afición, robando horas de sueño a la noche, por la invención de artilugios técnicos de todo tipo. Una mente inquieta en un cuerpo fuerte que bien podría haber sucumbido al exceso de trabajo.
Le sigue el diario que mantuvo durante su primer largo viaje a Yosemite en el verano de 1869, titulado «Mi primer verano en la sierra» (1911). Lo hizo en compañía de un rebaño de ovejas y un pastor hacia los altos pastos de la sierra. Es un relato de plenitud, de gozo y de desafío ante la carestía de alimento. Y finaliza la selección de las obras narrativas «Stickeen» (1909), que es el testimonio de una aventura de nieve y de hielo que realizó Muir con la única compañía de un perro. Un relato digno de la mejor narración de aventuras de un Stevenson o un Melville.
Se completa el volumen con tres ensayos, «Salvad la secuoya roja», «Lana salvaje» y «Los bosques americanos», en los explica por qué es importante preservar y proteger los espacios naturales y nos exhorta a ello con un razonamiento que no ha perdido vigencia. Leer a Muir aumenta nuestra percepción de lo natural y eso es un regalo inestimable.