Paulina Flores
Qué vergüenza
Seix Barral, Barcelona, 2016
296 páginas, 18.50 € (ebook 9.99 €)
Con Qué vergüenza, Paulina Flores (Santiago de Chile, 1988) debuta con un libro tan atrevido como talentoso: nueve relatos de escritura expresiva en que demuestra una capacidad para evocar atmósferas y emociones tan aguda que hace que narradora y protagonistas se personifiquen en uno solo y sus voces y subjetividades se nos presenten con una verosimilitud completa. Porque quizá ése sea uno de los mayores logros de la autora: levantar un conjunto de personajes tan vivos y verdaderos como si los encontráramos afuera de las páginas del libro, y hacerlo con una prosa que, sin renunciar al riesgo y la belleza, no deja ver las costuras de la creación.
Cualquier lector consigue sumergirse sin esfuerzo en el recorrido confuso de Josefa, la protagonista de «Laika», que una noche del comienzo de la adolescencia vivirá su particular rito iniciático al sexo, un bautismo junto al mar en que el hombre que ya no será nunca más el compañero de juegos infantiles la conduce por una senda oscura en que se entremezclarán la mentira y el desconcierto con el misterio y la fantasía, y que, pese a su soterrada violencia, no impide que la narración esté atravesada por una mirada limpia e inocente. La capacidad para recrear voces y trasladarnos al drama de cada personaje hace que cada relato suponga una inmersión en una experiencia ajena que sentimos como propia. Lo demuestra también al introducirnos en la mente dislocada de la mujer que protagoniza «Olvidar a Freddy», abandonada y rota, atrapada por temores que arrastraba desde niña, ahora alojada en la casa familiar y relegada a baños terapéuticos bajo la vigilancia de su madre, y arrasada por pensamientos tan sombríos que nada resulta más natural que encarnarse en su desesperación y querer desaparecer con ella en un suspiro de cañerías vaciadas junto al agua en que ha flotado su cuerpo.
En los nueve relatos que componen el libro, ricos y diversos, sí se puede detectar una serie de obsesiones recurrentes y un trasfondo común. El paisaje en que se desarrollan las historias se corresponde con el de la atmósfera de la clase popular chilena, en que abundan los padres cesantes (en paro) y los hogares en barrios humildes con familias fragmentadas y caracterizadas por la ausencia del padre o de la madre. En cuanto a las obsesiones, la autora regresa en varios momentos al tránsito a la vida adulta y el desenmascaramiento de las ficciones de la infancia, con muchos padres y madres que no son lo que parecían haber sido y revelan sus debilidades y carencias; la mirada retrospectiva de mujeres que dejaron atrás la primera juventud y se encuentran encalladas en una vida que ya no es la que soñaron; jóvenes o adolescentes que aspiran a emanciparse de su realidad y avanzar hacia un futuro distinto al que otros han querido trazar para ellos, pero sin olvidar que el origen es un sitio que los acompañará para siempre, vayan adonde vayan; o la incursión en el sexo y el amor como el lugar en que se desarrollarán las batallas más cruciales.
Y, de manera permanente, en casi todos los cuentos aparecen personajes que comparten una condición: hijos de familias sin un núcleo claro y con recursos escasos, conscientes de su obligación de luchar por la vida desde el final de la adolescencia, todos tienen una mente fantasiosa y albergan algún tipo de sueño. Quieren ser detectives, o aspiran a parecerse al popular cantante de los Smiths, o especulan con la fugacidad de un encuentro sexual con un hombre con el que se cruzan en una biblioteca, o salen de la cama atraídos por el señuelo de avistar ovnis desde la playa, y, desde la humildad doméstica de la que provienen, se lanzan a la vida con dignidad y con la ambición de encontrar alguna forma de grandeza personal. Es un rasgo común en muchos de sus personajes principales: sueñan y creen en un futuro con algún tipo de brillo, llevan dentro la semilla de la aspiración y la fuerza para luchar por una vida propia, diseñada a su antojo, que suele conllevar la emancipación y la rebeldía contra cualquier forma de imposición externa.
Los cuentos de Paulina Flores se insertan en la mejor tradición del relato anglosajón (tienen rasgos que los asemejan con Alice Munro, Lorrie Moore, Carson McCullers, Flannery O’Connor, Lucia Berlin, Salinger o Richard Ford, entre otros). Son cuentos, pues, en que priman las atmósferas y retratos realistas, y se ofrece un cuadro de la clase popular chilena de las últimas décadas, pero en los que no se elude ni el atrevimiento en la escritura ni la fantasía en los personajes.
«Espíritu americano» quizá sea el texto en que se muestran de manera más deliberada las influencias de la autora. En el cuento, se presenta a una mujer ya adulta, con las cicatrices propias del tiempo en la memoria, que recuerda su primera juventud, cuando trabajaba de camarera en un local llamado Fridays. En su encuentro con una antigua compañera de aquella época, recordará todas las ilusiones aún alcanzables en plenitud que tenían entonces, contrastadas con la insuficiencia de la realidad que confiesa su vieja amiga.
Muchos de sus personajes están retratados en el momento en que cruzan el umbral hacia la vida adulta, cuando descubren que el futuro es un horizonte incierto en que deberán defenderse por sí mismos. En «Qué vergüenza», por ejemplo, la hija consumará la decepción con su padre y tomará conciencia de su fragilidad y de la necesidad de luchar para mantenerse a flote en adelante. En «Tía Nana», en un homenaje de la protagonista a la tía que la cuidó ante la ausencia de sus progenitores, al recordar su desamparo compartido de aquellos años, al que parece regresar en busca de alguna clave que le permita entender mejor su condición del presente, logra un emotivo retrato del vacío y el desconcierto en que creció, y recupera los grandes aprendizajes que hizo entonces y que son su particular herencia y el bagaje que tiene para afrontar la edad adulta: «Me enseñó lo bello que era el silencio», dice, al evocar el tiempo compartido con la tía fallecida.
Los protagonistas, pese a las dificultades y desengaños a los que se enfrentan, suelen estar fotografiados en actitud de lucha. Son personajes, de algún modo, construidos como detectives de su propio pasado, que escarban en sus enigmas esenciales y, al mismo tiempo, se presentan armados de valor y urgencia por adentrarse en el futuro. Así que, aun cuando sea común su regreso a la infancia o a la adolescencia, las suyas no son miradas contemplativas ni resignadas: son personajes todos orientados al porvenir, dignos y temblorosos al arrojarse a la vida que les espera. De ahí que el origen sea el lugar sobre el que planean, precisan respuestas que les permitan entender su presente. En «Talcahuano» los personajes se declaran orgullosos de vivir en un sitio feo, aun sabiendo que era una de las poblaciones más pobres del país. En su examen del pasado, que incluye un padre «de mirada indiferente y perdida» que trata de suicidarse aspirando cloro, no encuentra una limitación, sino el punto germinal sobre el que los personajes se levantan y cobran impulso para alzarse con una altura mayor que quienes los rodeaban. Sus personajes son vulgares y superiores al mismo tiempo, y su arrojo y su insolencia y la certeza de que no tienen nada que perder los constituye en seres dispuestos a hacer cualquier apuesta, por ambiciosa y arriesgada que ésta sea.
Muchos cuentos están situados en la frontera de paso de la infancia a la adolescencia, en esa ceremonia de acceso a la vida cruda de los adultos que ya retratara Julio Cortázar en «Final del juego». Es lo que sucede con «Últimas vacaciones», un texto que recoge el fin de la ingenuidad y la complacencia del último verano de la infancia de Nico, el niño de diez años que entiende cuál es el lugar de donde proviene —con un padre en la cárcel, una madre al borde de perder la custodia, un hermano echado a perder con el pie amputado— y aun así no reniega del mismo, aferrándose a su familia genuina, pese a las dificultades que conlleva. «La primera vez que me sentí abandonado fue fuera de la pobreza», entiende Nico al regresar a esa época del pasado y tratar de descifrar sus propias decisiones, consciente ya entonces de que la escasez es una condición no material, y que no caben trampas ni engaños en la forja de su espíritu.
También se produce un primer aprendizaje determinante para el futuro en «Teresa», donde a la joven protagonista el sexo se le revelará como un acontecimiento trivial y falto de trascendencia que puede suceder fruto de un encuentro casual con un desconocido, sin ceremonia ni otras consecuencias que su recuerdo leve en la memoria. Abre así una puerta hacia la continua expectativa del presente, hacia un mundo que se presenta sin certezas, pero con gran variedad de alternativas, que la protagonista observa con los ojos abiertos y sin miedo, en actitud afirmativa: dispuesta a vivir lo que tenga por delante, sea lo que sea, arrojada hacia la incertidumbre y la aceptación del desafío, en vez de frenada por cálculos paralizadores.
Todos los relatos están concebidos como viñetas representativas que determinarán el destino de sus personajes, instantáneas en que la autora observa sus propias creaciones en la exploración de las claves que los expliquen de manera completa.
Los cuentos de Paulina Flores, pese a su rigor formal, no aspiran a la perfección, con cierres sorpresivos, ni mecanismos de relojería concebidos con una exactitud que podría asfixiar la vitalidad de sus personajes. Son, por el contrario, relatos que no buscan tanto la eficacia como la emotividad, y lo logra a través de sus personajes vivos, cuyas historias apelan y conmueven al lector. Qué vergüenza revela un talento nuevo y auténtico: una voz personal que ha señalado ya el territorio en el que volveremos a encontrarla en el futuro.