Cristina De Stefano
El niño es el maestro. Vida de María Montessori
Lumen, Barcelona, 2020
400 páginas, 20.90 €
POR JULIO SERRANO

 

«Negar no es renunciar», decía Albert Camus a propósito de su definición del hombre rebelde. El rebelde, aquel que dice no, pero que quizá diga sí, sólo que a otra cosa. Negar para afirmar. Afirmar lo otro. El «odio vivificador» del que habló Octavio Paz en aquel cuento, «Maravillas de la voluntad», poderosa herramienta cuando se entrelaza con la pulsión creadora y, por qué no decirlo, con el amor, con la bondad. Dualidad fecunda: la danza de Shiva en el hinduismo, baile de creación y destrucción; Jano en el mundo romano, un rostro que mira al pasado, otro al futuro. Hay vidas que se sostienen en el tránsito y que se alimentan de uno y otro extremo al caminar. Creo que fue el caso de María Montessori (Italia, 1870-Países Bajos, 1952), esa pionera de los derechos de las mujeres y de la comprensión del niño como sujeto.

Primero, fue el odio. Odió, de su pasado, de su infancia y de las infancias que compartió, la educación castrante, la inmovilidad de la escucha pasiva, el entender la mente sin el cuerpo, la instrucción forzada, la corrección del error por medio del castigo, la jerarquía de las imposiciones del adulto que, sujeto, él también, a sus propias necesidades y arbitrariedades, llamaba y llama tantas veces pedagogía a un totum revolutum en el que la personalidad del niño, cuando se alza al adulto, es domesticada con más o menos fortuna. Detestaba las competiciones, la obediencia de la pedagogía nemotécnica y uniforme, la identificación tan común de «portase mal» vinculada a la necesidad del niño de tocar y moverse y «portarse bien» con la sumisión o el letargo (actualmente sería, quizá, el letargo de las pantallas). Y trató, apoyándose en su formación científica —en medicina, biología, antropología y filosofía—, de empezar de cero. Negar lo precedente. Observar al niño y apuntar. Callar. Dejar hacer. Preguntarse ¿qué significa ser niño? Para paulatinamente incorporar, en la educación, enseñanzas escasamente discursivas que respetasen ritmos de aprendizaje dispares, la necesidad de transitar caminos no necesariamente homogéneos, la concentración y la libertad. «Sabido es que nosotros tenemos al niño, absolutamente libre en su trabajo, y en todas las acciones no perjudiciales a otro. Es decir, eliminamos el desorden que es “malo” pero dejamos a todo lo ordenado y “bueno” la más completa libertad de manifestarse». Para ello inventó todo un material pedagógico (letras móviles, sistemas de medición matemática, etcétera, en el que el aprendizaje comienza por la mano, de lo táctil a lo mental). No quería que en las aulas los niños estuvieran como «mariposas clavadas con alfileres, atados a sus sitios». Pensar con la mano, que diría Tàpies con respecto al vínculo de movimiento y pensamiento en su pintura, en otro contexto, en otro tiempo.

Su mirada pedagógica, una tensión entre el pasado, que rechaza, y el futuro, hacia el que avanza con un deseo: educar en la paz, para la paz. No quería enseñar conceptos teóricos de colaboración, respeto, libertad o trabajo. Primero, la pedagogía de la acción. «Si se ayuda al niño, la próxima generación será de seres humanos mejores». Desconfiaba de la mera educación de la inteligencia (tan importante para ella por otra parte), insuficiente sin una educación moral. Deseaba, con un fervor religioso, un método no confesional, que se adaptase a todas las culturas y religiones, un humanismo para el que era fundamental transformar en un primer lugar la posición de superioridad con la que se sitúa el adulto frente al niño.

Empezó por empequeñecer la, entonces, omnipotente presencia del maestro. ¿Demasiado quizá? La defensa del aprendizaje basado en la comunicación verbal defendida por pedagogos posteriores como Ausubel, Novak o Hanesian han intentado equilibrar ese brusco frenazo de Montessori al profesor, enfatizando la importancia del aspecto comunicativo. Pero María Montessori fue radical en cierto aspecto, su pedagogía era reactiva, como hija rebelde de una educación nefasta (no la familiar en su caso, sino la escolar), de unos profesores inclinados, en el peor de los casos, al castigo físico, y de manera habitual, naturalmente cómodos en la corrección continua, en la delimitación de un camino demasiado estrecho por el que transitar con pasiva obediencia en el que se dejaba al niño brillar, sí, pero en unos tiempos y formas ya pautadas. Es decir, hija de su tiempo y del modo en el que se concebía la educación, así como del espacio y relación de poder que la sociedad otorgaba al adulto con respecto al niño desde tiempos tan remotos que pareciera incuestionable. Los pensadores de la ilustración quisieron modernizar el sistema educativo, desafiaron la autoridad de la Iglesia y sus dogmas e introdujeron métodos científicos en el sistema escolar. Pusieron la semilla, que recogieron con más fortuna en el norte de Europa. Pero España e Italia fueron más fieles a la tradición, al «como Dios manda» y a «la letra con sangre entra», como aquel grabado de Goya que ilustra lo que fue pauta aceptada y dominante durante demasiado tiempo.

Montessori intentó enseñar al adulto a callar un poco más, a mantenerse a un lado, a dejar hacer, e intentó despertar en él una actitud científica, observadora. Difícil tarea, pues los adultos no dudamos ser conocedores del niño. María Montessori puso en duda ese axioma e intentó despertar la curiosidad por el misterio de la infancia y el placer por observar el enigma de la mente absorbente del niño, inmensamente capaz, desarrollándose con una fuerza explosiva en los primeros años de vida.

Montessori, parafraseando a Wordsworth, creyó en el niño como padre del hombre. Su pedagogía era ambiciosa, utópica quizá (o no): eliminar el impacto negativo, deformador en tantos casos, de lo que se entendía a finales del siglo xix por educación, construir un mundo con individuos que, habiendo sido respetados sus ritmos de aprendizaje sin competiciones, su concentración, su necesidad de movimiento, habiendo sido educados sin gritos ni imposiciones jerárquicas, educados en novedosa libertad dentro de los límites del respeto al otro, pudiesen construir un mundo mejor. Una aspiración global de creación de otra sociedad, empezando por los cimientos, por la infancia. En definitiva, una esperanza para la humanidad.

Impuso en su método suavidad, valga la paradoja. Así como otros tiempos, otra cortesía. Y todo ese cambio estructural lo enmarcó en un espacio que permitiese movimiento y diversidad además de favorecer una educación estética. Fue tajante en muchas cuestiones, rígida en opinión de algunos que han visto en esta carencia de flexibilidad cierto hieratismo del método educativo hoy, especialmente en lo referente a los materiales. Fue una mujer dominante, de fuerte carácter, de discurso poderoso y presencia física notable. ¿Fue autoritaria? Parece ser que algo también. Para conseguir el opuesto que se da la mano.

¿Y qué se sabe de ella? Hay muchas biografías de esta mujer tan carismática como polémica. Muchas se inclinan hacia la tentación de la hagiografía. Su esperanza en el ser humano, el humanismo del método, la infancia vista con sus infinitas posibilidades, incluida la del milagro: todo ello despertó fervor en su época y lo sigue haciendo a día de hoy. No es el caso de El niño es el maestro. Vida de María Montessori de Cristina De Stefano, quien, basándose en las biografías que le preceden, así como en cartas inéditas y testimonios directos, escribe sin juicio ni entusiasmo. Más bien describe, con la imantación del método científico quizá o por su propia naturaleza ecuánime, la información que ha recopilado. No omite sombras y contradicciones. Las más sorprendentes, el abandono de su hijo, o su positiva relación con el fascismo desde la llegada de Mussolini a la jefatura del gobierno en 1924 hasta su ruptura con el régimen en 1934. Sorprendente esta última, por cierto, en ambas direcciones. ¿Cómo pudo ver Mussolini a Montessori, librepensadora, feminista, simpatizante socialista, activista, laica, defensora de la libertad, del sufragio femenino, con buenos ojos? Parece ser que era una encantadora de serpientes, como puede deducirse. Todo ello lo cuenta De Stefano sin situarse en medio del biografiado, quien da un paso atrás y cuenta la historia. De una niña que nació en un pueblo italiano en 1870, querida en su hogar, segura de sí misma, vital e independiente; demasiado, en opinión de sus maestros de escuela. Y que, sin encajar, destaca. Era demasiado llamativa. Le gustaba estar, desarrollar su potencial, brillar. Era desafiante y ya, con veinte años, decide ser médica, algo insólito en aquella época por ser un mundo exclusivamente de hombres. Tendría que vencer la oposición de lo arraigado como inamovible y se convertiría en una pionera: una de las primeras doctoras de Italia. Más tarde, estudiaría también antropología y obtendría un doctorado en Filosofía. Esfuerzo intelectual que iría siempre acompañado de la acción, de la praxis. Combinó sus estudios con diversos voluntariados, el primero, en un ambulatorio pediátrico destinado a curar a los hijos de los pobres. Ve la miseria y el abuso, físico, sexual. Más adelante, cuando defina el tipo de maestro de escuela que concibe, incidirá en una bondad que no tenga por qué ser mimosa, tocona. Montessori recelaba del adulto. Había tenido que curar heridas que la sociedad prefería eludir. Pero Montessori no tenía el tipo de carácter de mirar hacia otro lado para no sufrir, para no amargarse. Era estoica, tenía un espíritu espartano, al servicio de lo vulnerable.

Su compromiso social estuvo profundamente ligado al feminismo. Lucharía por el voto femenino, por liberar a la mujer de la cárcel que suponía el matrimonio, por la igualdad de salarios, y sería siempre, también en su vejez, una mujer de acción. Incluso después de la Segunda Guerra Mundial, ya anciana, recorrería la Europa destruida tratando de reconstruir el movimiento Montessori con ayuda de su hijo. ¿Qué hijo? El hijo recuperado que había tenido con Giuseppe Montesano, su compañero de trabajo, su amante, una personalidad profundamente cómplice mientras fueron cómplices, porque luego dejaron de serlo, pero eso es otra historia y está muy bien contada en la biografía. Fue un hijo no esperado, un embarazo que situó a Montessori ante el precipicio del matrimonio, porque eso era el matrimonio para ella: una renuncia a trabajar fuera de casa, una dependencia legal. Era incompatible con lo que ella siente, con fe religiosa, que está llamada a hacer. Tenía que elegir entre cuidar de su hijo fuera de lo normalizado y aceptar las consecuencias de elegir el margen, o casarse y renunciar a su carrera y labor. Optará por una tercera opción, inducida por su madre, que fue ocultar su maternidad y entregar al niño a una nodriza. Una renuncia que sería una tragedia silenciosa y una ruptura con Montessano. Iría a ver al niño periódicamente, pero como alguien que aparece y desaparece. Este hijo se llamaba Mario y no sería reconocido como hijo hasta mucho tiempo después quien recordaría las apariciones misteriosas de una «bellísima señora» que se quedaba contemplándolo y que le dejaba un día un juguete, otro, un dulce, para luego desvanecerse. Hasta que un buen día, ya fallecida la madre de María, principal obstáculo para el reconocimiento de este hijo ilegítimo, en el que María le escribió una carta a la que el muchacho respondió con ilusión, sin rencor. Tras ese contacto un día iría a verlo y no se separarían más. Presentado socialmente como su sobrino, al menos durante muchísimos años, serán un equipo, una familia. Una atípica relación no exenta de comprensión de las limitaciones de una vida vocacional.

Fue una librepensadora y una mujer transgresora, que, en el ámbito privado, fue profundamente religiosa, mística. De hecho, varias veces intentó presentar su proyecto al papa, pero su juventud militante, el ser una científica o su laicismo en temas pedagógicos, jugarían en su contra. Tampoco ayudaba su creencia en la necesidad de incorporar educación sexual en las escuelas. También pediría ayuda a Mussolini, el otro gran aspecto polémico de su biografía, para llevar a término su tarea pedagógica en Italia, una colaboración que duraría diez años y que terminó con la renuncia de Montessori a la ayuda de Mussolini, quien quería adoctrinar a los niños para sus fines bélicos. Una ruptura que dejó, tras de sí, algunas cartas de admiración de la pedagoga por el Duce. Admiración o estrategia de supervivencia, osado sería afirmar lo que la biógrafa, cauta, no hace, aunque podemos tener nuestras sospechas.

La biografía habla de demasiados aspectos irreducibles a estas pocas líneas. De su primera labor con los niños oligofrénicos, a su fama exponencial y universal exportando esa pedagogía que se adapta al alumno y que no trabaja como lo hacen en general los pedagogos, «que parten de esquemas filosóficos, o peor, ideológicos». Fue una simbiosis entre una científica en un laboratorio y una madre amorosa que detestase lo invasivo. Respetó la individualidad de los niños, incidió en la importancia del silencio, del amor, de la paciencia. Y en esa educación de la placidez y bondad, desarrolló un método de trabajo organizado con un amplio rango de libertad para perfeccionarse en base a una disciplina interior. «La lentitud de este procedimiento es inevitable. Como las semillas, las ideas crecen lentamente, y cuanto más lentamente crezcan, más durará y se extenderá lejos su fruto». El impacto pedagógico del método Montessori hizo que, junto a su propia acción didáctica, fuese solicitada una difusión teórica y su vida transcurrió entre cursos internacionales, publicaciones, éxitos y tremendos fracasos. ¿Cuáles? Por ejemplo, en España, donde a causa de la Guerra Civil española, vio derrumbarse todo lo que había levantado, o en Italia, su patria, a causa del movimiento fascista del que intentó obtener apoyos para acabar por ser obstáculo e imposibilidad. En Europa, tuvo gran repercusión en Holanda, donde sus ideas fueron y son altamente valoradas, tal vez por su afinidad científica con el biólogo holandés De Vries, uno de los primeros genetistas, quien incorporó el concepto de los periodos sensitivos del niño, tan importante para el método Montessori, para explicar sus estudios sobre la teoría de la mutación. Más allá, fue entendida y muy apreciada en la India y también, hasta día de hoy, en Estados Unidos.

Fue una mujer excepcional que merece ser biografiada, como es el caso, en la complejidad de sus aciertos y derrotas. De Stefano está muy lejos de ese tipo de admiración fanática que exige pureza —que es lo que han hecho tantas biografías que ocultan aquello que no consideran a la altura—. Nadie es sólo uno, sino uno y la circunstancia, que modela y deforma. O sin el error, o sin la caída. Asomarse al pulso entre vocación y maternidad o a la tensión entre la ética del posicionamiento político y la corrupción que implica ceder una parte para no claudicar es también asistir a las coerciones de una época engarzadas al entramado de una vida intensa en lo personal, en lo político, en lo religioso y en lo social.