«Me interesan libros de algunos autores como Mercedes Halfon o Luis Chaves, en los que se plantea un pequeño viaje por un mapa geográfico familiar y en el que la ausencia, los vínculos afectivos, la música, los acentos y hasta lo político se mezclan conformando un único escenario posible: nuestra vida. Obras de autores claramente influenciados por la vertiente levreriana más íntima, por estos libros canallas que deslumbran y cuyos destellos se escapan antes de que podamos atraparlos, como los objetos perdidos que se esconden en antiguos galeones piratas en el fondo del mar»

POR JUAN DOMINGO AGUILAR

«Esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida» escribe Mario Levrero en la página veinticinco de Diario de un canalla, una oración que resuena como un disparo en la noche y que funciona como mantra vital, como una apuesta clara por habitar el mundo de manera literaria. Escojo a propósito esta frase, porque desde la primera vez que la leí no he conseguido sacármela de la cabeza, porque de alguna manera podría servir como brújula para todos aquellos que alguna vez hemos sentido una obsesión parecida, ya sea a nivel poético o narrativo, con el hecho de volver, por mucho que nos alejemos, al mismo punto vital y literario y que va, de manera irremediable, ligada al deterioro de las relaciones humanas, el paso de los años y la manera de intentar narrar todo esto a través de la primera persona. Una oración que también parece una súplica de alguien resignado que reza sin ningún tipo de fe depositada en que las cosas cambien, limitándose a aceptar su vida como es: anecdótica.

Sé que lo habitual es citar la mítica La novela luminosa cuando se habla de Levrero por representar de manera paradigmática la personalidad literaria del autor, pero en este caso, quiero poner el foco en cómo todas las cuestiones que conforman el universo levreriano también aparecen de manera condensada en el que, para mí, es uno de los libros fundamentales de este genial autor que en algún momento extravió tanto el apellido Varlotta como las etiquetas para definir su obra: Diario de un canalla, Burdeos 1972, dos novelitas cortas que son fruto de dos grandes aventuras vitales de su protagonista, una por amor y otra por necesidad, como indica Marcial Souto en el prólogo del libro, y que tendrán una considerable influencia sobre su manera —y años después en la de muchos otros— de escribir. Textos que, a pesar del margen temporal que los separa, pueden y deben ser leídos como partes de una misma secuencia y en los que nos encontramos ante todos los símbolos y el imaginario que, de una manera u otra, aparecerán de manera continuada en sus libros de carácter más íntimo y auto confesional.

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He escrito «auto confesional» y se me ha erizado un poco la piel por mi hipocondría, aspecto vital que comparto con Levrero, por mi miedo crónico a etiquetar cualquier tipo de obra que se aleje un mínimo del canon más ordinario establecido por la academia para definir los distintos «géneros». Tengo a mano el libro, la edición de Random House que se publicó en el año 2015 y que lleva, sobre la portada, la imagen de una máquina de escribir sobre la que se sitúan dos ojos, me gusta pensar que los de Antoinette, la amada pasajera por la que el protagonista del libro de Levrero se marcha de aventura hasta Burdeos dejándolo todo y —aunque sea momentáneamente— escapando de sus achaques y traumas, de sus fantasmas, hasta que pasan los primeros días tras haberse instalado en la ciudad francesa.

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La cronología y la vida son confusas. Siempre lo son. Sobre todo, si nos referimos a Jorge Mario Varlotta Levrero. Por eso hay quienes optan por dividir las obras levrerianas en varias trilogías, como la llamada «Trilogía luminosa», compuesta por varios libros con forma de diario escritos entre 1984 y 2001, abarcando títulos como Diario de un canalla, Burdeos 1972 o La novela luminosa, algo que facilitaría la comprensión de esta tendencia más íntima del autor uruguayo. Pero frente a autores como Mario Levrero es difícil establecer un criterio fijo a la hora de intentar clasificar su obra. Lo mismo ocurre con otros nombres como Felisberto Hernández o Armonía Somers, hermanados con Levrero en esa estética que podríamos denominar melancólica, pero al mismo tiempo outsider y rara, apuestas literarias bastante únicas y particulares. Islas dentro de la literatura pero que a su vez han funcionado como vaso conector con las generaciones posteriores. Autores ermitaños, situados fuera del mercado, en el margen, que van de lo micro a lo macro desde una perspectiva muy personal y que en nuestra cabeza imaginamos escondidos entre revistas en viejas librerías llenas de polvo o rodeados de una cierta neblina provocada, a veces, por esas nubes que bajan tanto que se sitúan casi sobre la playa y, otras, por los vapores de la nevera rota, mezcla de hielo y suciedad, que habita sus cocinas desde hace meses y que siempre olvidan arreglar.

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La cronología y el amor son confusos. Siempre lo son. Por eso, a pesar de que Jorge Varlotta detestaba viajar y alejarse de su barrio, después de su alocada aventura francesa con Antoinette, se muda a Buenos Aires en 1985 y empieza a trabajar en un par de revistas de crucigramas de su amigo Jaime Poniachik. Levrero descubriría que era capaz de tener una vida normal, incluso ordenada, con un sueldo decente y cumpliendo con un horario fijo de oficina. A esto hay que sumarle que sus coetáneos argentinos conocían y valoraban su obra más que en su país natal. Sin embargo, pese a su buena relación con Buenos Aires, arrastraba dos cargas que no le dejaron nunca tranquilo: la obsesión por las secuelas de la reciente operación a la que se había sometido y el comienzo de un libro para quitarse de encima el miedo a la muerte. La historia de Levrero en este punto es la de alguien que, tras cruzar un océano entero en busca del amor, persiguiéndolo como un detective por cada calle y dislocado por los efectos intensos y habituales que este hechizo ejerce en todos nosotros y, de manera especial, sobre los que escribimos, lo que encuentra es otra manera de narrar estas experiencias convirtiendo la propia escritura en un asunto de amor y odio hacia él y el propio oficio.

Es este momento el que me interesa, este instante preciso en el que quiero detenerme. Esa imagen de Levrero viviendo, por primera vez, cómodamente desde hace un par de años, pero sin apenas tiempo para escribir. Esta situación será la que tendrá como consecuencia que descubra el formato de diario para afrontar sus novelas, una solución que le permite transmitir cualquier cosa de manera más directa y fresca, sin parafernalia ni ornamento, como una conversación tú a tú con el lector y también con él mismo. Es de ahí, de ese factor en el que se unen la falta de tiempo y la marcada necesidad económica —algo que nunca está de más destacar en el ambiente literario donde se intenta, de cuando en cuando, vender como innovadores los libros más largos como si fuera un factor que no estuviera directa e históricamente relacionado con las posibilidades económicas— de donde sale Diario de un canalla como libro fundacional y también su apuesta posterior por este tipo de estructura, que seguirá creciendo hasta el Diario de la beca que sirve de larga introducción a La Novela Luminosa.

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Pero entonces: ¿ante qué tipo de obra nos encontramos cuando abrimos este librito? ¿Por qué deberíamos leer Diario de un canalla, Burdeos 1972? ¿Hablamos de una novela? ¿De crónica? ¿De relato de no ficción? ¿De un diario? Lo cierto es que nos da igual lo que sea, esa es la clave: Levrero difumina los límites entre los géneros y crea un discurso propio y libre de pretensión capaz de centrarse en aspectos ínfimos de su vida hasta convertirlos en universales y relevantes. Me gustan los libros que se centran en lo pequeño, que con muy poco son capaces de hacer mucho. Como las crónicas tan personales que hace Leila Guerriero o eso que escribe Gonzalo Maier y que denomina «cositas» en un tono irónico pero reivindicativo. Me interesan libros de algunos autores como Mercedes Halfon o Luis Chaves, en los que se plantea un pequeño viaje por un mapa geográfico familiar y en el que la ausencia, los vínculos afectivos, la música, los acentos y hasta lo político se mezclan conformando un único escenario posible: nuestra vida. Obras de autores claramente influenciados por la vertiente levreriana más íntima, por estos libros canallas que deslumbran y cuyos destellos se escapan antes de que podamos atraparlos, como los objetos perdidos que se esconden en antiguos galeones piratas en el fondo del mar.

Lo cierto es que tanto la poesía como la narrativa, aunque sea confesional o con un formato más fragmentario o de diario, conserva un alto grado de ficción, ya que todos ficcionamos cualquier acontecimiento desde el momento en que ordenamos el mundo con palabras. Desde que ponemos algo por escrito, se modifica su propia naturaleza en función de nuestro imaginario, nuestra herencia cultural y social, nuestro posicionamiento y nuestra visión del mundo. Del mismo modo que cuando recordamos, los recuerdos «verídicos» se mezclan con imágenes ficticias generadas por nuestra propia mente, ya que siempre que recordamos estamos, en parte, ficcionalizando sentimientos, apariencias y hechos. Imaginamos e inventamos partes de eso que algunos se empeñan en llamar «realidad».

Esta idea no es nueva, ni siquiera es mía, se la robo siempre que puedo a Enrique Vila-Matas, quien contestó en una entrevista que: «Nabokov dijo que la ficción es ficción y calificar a un relato de historia verídica es un insulto al arte y la verdad. «Realidad» es una palabra que debería escribirse siempre entre comillas». Vila-Matas, autor que, por cierto –y soy de los que cree con firmeza que en la literatura como en la vida no hay espacio para las casualidades– cita varias veces a Levrero en su libro Impón tu suerte (Círculo de tiza, 2018), catalogándolo como uno de esos escritores «que se la juegan», generando toda una genealogía simbólica de autores periféricos, arriesgados y solitarios y escogiendo para ello la frase con la que abría esta pieza: «empecé a detectar escritores que, al escribir, se la jugaban. Toda la vida los he detectado, y eso me ha ayudado a discernir entre artistas y no artistas. El último que detecté fue Mario Levrero: “No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”».

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Pero entonces, más allá de citas e intertextualidades, volvemos, como siempre, al mismo punto: ¿Por qué deberíamos leer todos a Mario Levrero? Porque es capaz de convencernos de que los aspectos más aburridos y normales de nuestra vida pueden convertirse en algo cargado de literatura, casi poético, como las manchas de grasa que brillan en las esquinas del microondas y que de lejos parecen perlas escondidas en el océano. Porque la escritura de Levrero en Diario de un canalla y Burdeos 1972 es una escritura sobre la búsqueda del amor, sobre su ausencia y lo que ocurre entre medias, durante esos días grises en los que el protagonista de ambas historias permanece tumbado en la cama, mirando el techo, cargado de ansiedad y esperando que algo suceda. Una búsqueda romántica, en el mejor de los sentidos, que mezcla la neurosis con la necesidad de experimentar algún sentimiento intenso que nos arranque del tedio diario de mudanzas, falta de dinero y ventiladores que comprar cuando arrecia el calor en verano y casi no podemos respirar. Una búsqueda que tanto el personaje como el autor mantuvieron a lo largo de toda su vida, como demuestra la relación de Levrero con Alice Hoppe, a la que también conocemos como «La doctora» o su «Princesa», el gran amor de su vida, a la que siempre volvía después de cada momento de euforia desmedido. También mueren los lugares donde fuimos felices, escribió Julio Ramón Ribeyro, otro autor emparentado con Levrero por su perfil huraño y solitario, por difuminar los límites entre literatura y vida, pero quizá no mueran si esos lugares en realidad son personas, como el caso de Alice y todas las cartas que el autor uruguayo le escribió entre 1987 y 1989 y que expanden, todavía más, ese deseo por desbordar los géneros y que la literatura inunde hasta los elementos más rutinarios vinculados con la vida. ¿Por qué leer a Levrero? Una simple razón: porque está al alcance de pocos creerse insignificante y ser gigante, y todavía de menos, escribir de manera que parezca fácil hacerlo. ¿Por qué leer a Jorge Mario Varlotta Levrero? Porque su obra es pequeñita y única, pero al mismo tiempo universal, como una diminuta hormiga que se desvía del rumbo marcado por la fila, mientras que las demás cargan con un trozo de pan y avanzan seguras de su camino. Porque su escritura aborda lo irrelevante hasta convertirlo en algo trascendente: en una oda a todo lo que pasa cuando no pasa nada. Porque no nos fastidien más con el estilo ni con la estructura, por favor, dense cuenta de una vez de que algunos, en esto, nos jugamos la vida.

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