Manuel Arias Maldonado
(Fe)Male Gaze. El contrato sexual en el siglo XXI
Colección Nuevos Cuadernos Anagrama, Barcelona, 2019
104 páginas, 8.90 €
POR JULIO SERRANO 

(Fe)Male Gaze es un ensayo que cuestiona ciertos aspectos del feminismo que no son los centrales sino más bien zonas grises, secundarias o aparentemente laterales, y que han estallado con fuerza relevante tras el movimiento #MeToo. Como satélites del aspecto central de la reivindicación —que es la protesta generalizada y alarmantemente numerosa contra la agresividad sexual masculina señalando de manera testimonial (no en tribunales) el haber sufrido abusos de una u otra índole por parte de mujeres de toda condición—, se ha abierto una pluralidad de debates secundarios. Éstos, más sutiles y polémicos, acicateados además por el furor de las redes sociales, han derivado hacia regiones fronterizas, a veces con cierta agresividad —no diría que la propia del movimiento, sino más bien la propia del medio, la red social, que ha demostrado ser un caldo de cultivo para haters de todo tipo— causando reacciones con distinto grado de oposición, algunas en el ámbito de la política, como las que recoge Vox en su ideario, otras en el terreno de la reacción visceral de las redes, y otras desde el ámbito del ensayo como es el caso que nos ocupa. Se podría definir como un ensayo, reflexivo y reactivo, sobre la periferia del feminismo —puesto que, en lo concerniente al abuso, al acoso, el chantaje o violencia sexual su posición es inequívoca—, donde la oposición no versa acerca de las reivindicaciones que están ya amparadas por el marco legal, sino acerca de aquellos aspectos menos claros en donde toman la palabra las distintas sensibilidades o suspicacias.

Tras el intenso debate social que se ha despertado sobre la «necesidad —o no— de redefinir las normas que regulan tácitamente las relaciones sexuales entre hombres y mujeres», Maldonado se hace ciertas preguntas, reflexiona junto a voces feministas y voces discrepantes (casi siempre femeninas) en un intento por matizar aspectos con los que discrepa del feminismo —no en lo fundamental— y pone algunos peros, coincidiendo en parte con lo que algunos definen como una creciente cultura de la intolerancia o de la corrección política. El acento de este ensayo está puesto sobre las paradojas, sobre las zonas en sombra que plantean dudas razonables, incitando a una reflexión en terrenos cenagosos, como, por ejemplo, el de las normas de conducta que hemos hecho nuestras sin serlo, en la del deseo como patología, en la necesidad o no de reconducir culturalmente la sexualidad masculina, en la impronta de lo biológico o en la utilidad de determinar lo que ya no es aceptable. Equidistante de los ejemplos que cita de unos y otros, cae él también, pese a su ecuanimidad, en algunos excesos: «Es razonable pensar que estamos ante la primera guerra cultural global». Quizá fruto de esa inquietud surja este ensayo, de una alarma interior al percibir que el movimiento ha sido bastante eficaz a la hora de hacer tambalear algunas certezas. El dilema que el escritor argentino Gonzalo Garcés plantea con humor en Hacete hombre. Historia personal de la masculinidad y que Maldonado cita en su primer capítulo es elocuente de este malestar: «El lugar del varón no está claro. Hace años que no está claro. Hace ahora sesenta y cinco años, Simone de Beauvoir escribió en el segundo sexo: “Nos preguntamos qué es una mujer; para un hombre la pregunta no se plantea; la masculinidad es autoevidente”. ¿Autoevidente? Mademoiselle de Beauvoir, si usted nos viera ahora».

Maldonado plantea como conveniente una aproximación al problema de las relaciones sexuales entre hombres y mujeres «sin prejuicios. Ni viejos ni nuevos», pero llama la atención que no agradezca al feminismo su tarea de revisión —eso no quita que esa revisión deba ser asimismo revisada, y en ello está Maldonado—, ya que es parte de la tarea feminista el análisis histórico-cultural en busca de patrones que puedan señalarse como causas y con ello corregir, en la medida de lo posible, la evidente desigualdad de la mujer en el mundo con respecto al varón. Es innegable la diferencia entre sociedades donde ha habido un fuerte movimiento sufragista primero, feminista después, y el eco que ha producido en la conciencia colectiva y en la imagen que el varón tiene de la mujer con respecto a sociedades en las que no ha habido ese pulso feminista. Por mucho que queramos incidir en las diferencias biológicas, la capacidad trasformadora de lo social-cultural es incuestionable. Si en determinada parte del mundo, una mujer que salga a la calle en minifalda va a ser agredida y abusada con toda certeza, y en otro lugar va a pasar desapercibida, demuestra que el control de los instintos (si es que esa pulsión es meramente instintiva) no es una utopía. Ahora bien, entender el papel de lo biológico no es baladí. Su capítulo «Zonas de sombra» hace hincapié en ello, iniciándose con la pregunta de si «la biología se habrá convertido en el último reducto del patriarcado», en donde reflexiona entre la pugna de los rasgos innatos y la capacidad de la cultura para modificarlos, sin dejar de observar que ciertos aspectos biológicos coinciden con comportamientos mayoritarios en los patrones masculinos que se observan al curiosear, por ejemplo, una página de citas por internet, en el tipo de pornografía que se consume mayoritariamente, o echando un vistazo a qué sucede en un bar de copas a las cinco de la mañana.

Huyendo siempre de simplicidades, Maldonado pone su visión en la dificultad de neutralizar ciertos elementos atávicos y en la matizable disparidad de los apetitos sexuales —«coherente con una lectura evolucionista de la especie»—. ¿Puede lo cultural llegar a esos terrenos fronterizos?, y ¿hasta dónde hay que normativizar las relaciones entre los sexos para «desenvolvernos libremente en el campo abierto» de lo que siga siendo aceptable? Para ello desearía llegar a acuerdos saludables para los que: «será condición que ni hombres ni mujeres vean nada “personal” en las patologías del deseo y que entiendan que todos, ellos y ellas, somos en buena medida las primeras víctimas de nuestros propios instintos». Deseo, este último, complejo, pues supone anular la condición de víctima de la mujer abusada con respecto al hombre. Pero, ¿es esto posible? Nos cita, por ejemplo, el caso de Egipto, en donde «un espeluznante 99.3 % de las mujeres declaran haber sido víctimas de acoso sexual». Maldonado habla del resentimiento de cierto varón, del que sufre el deseo sexual insatisfecho, el que se ve privado de sexualidad. «¿Cómo no entender a esos parias del mercado estético que tan bien ha retratado Michel Houellebecq?». No habla en cambio del resentimiento de la mujer y quizá no estaría de más un análisis de su impronta y la dificultad de la anulación del mismo. No quiere moralismos, pero supongo que es un moralismo (un buenismo) en sí mismo que la mujer abusada no vea nada «personal» en las «patologías del deseo» y que comprenda que el acosador es víctima de su instinto en la misma medida en la que ella lo es de él. Si hacemos caso de los datos no estadísticos, sino recogidos en los días previos a la huelga feminista del 8M, en donde hasta dos tercios de las españolas dijeron haberse sentido acosadas alguna vez, se podría hablar de unos patrones de conducta masculinos —más o menos generalizados— que son percibidos, cuando menos, como intimidatorios.

Por otra parte, incluye, como parte del debate, lo que considero un error común: el cuestionamiento de la virtud moral como legitimadora de la reivindicación. Viene al caso la cita de Laura Kipnis que Maldonado recoge: «Todo lo que hemos venido oyendo durante los últimos meses han sido historias de mujeres bajo asedio por la sexualidad masculina, retratadas una y otra vez como el género de la rectitud moral. Aunque desconocemos la verdad de lo que sucedió en estos casos, es bueno recordar que también las mujeres son de vez en cuando algo menos que virtuosas».

Es evidente. Las mujeres pueden ser asesinas, perpetradoras de abusos sexuales, infanticidas. ¿Pero en qué proporción? Consulto el Instituto Nacional de Estadística referente al año 2017 en España, un país con una tasa de delitos sexuales afortunadamente muy baja comparativamente. Leo los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, los cuales fueron trescientos treinta y uno perpetrados por hombres y uno por una mujer. Así que la mujer no es virtuosa, pero sería absurdo no aceptar los datos que demuestran unas tasas de criminalidad, y, sobre todo, de criminalidad sexual, casi inexistentes. Así que la proporción del delito sexual femenino es la de la excepción. Aquí también se pueden esgrimir razones biológicas que no se mencionan. «Algunos de los participantes gozan de una mayor presunción de veracidad por razón de género», dice Maldonado.

No obstante, éste es un debate estéril, ¿qué importancia tiene que la mujer sea virtuosa o no a la hora de denunciar un abuso sexual? Lo que hay que desentrañar —y para eso están los jueces— es si miente. Lo demás es un asunto externo a la reivindicación. El que se pongan ejemplos como el de Asia Argento, una de las cabezas visibles del movimiento #MeToo, voz clave contra Weinstein, acusada de abusar de un menor de diecisiete años, es llamativo, contradictorio y potente, pero en términos estadísticos es irrelevante. Cuando, en el contexto de la Segunda República, Victoria Kent esgrimía —como razones para aplazar el sufragio femenino— que el voto femenino no iba a beneficiar a la República, Clara Campoamor lo defendió como un derecho per se, independientemente del giro político que pudiera derivarse de la inclusión.

Es cierto que Maldonado salpica su ensayo de frases como: «Es evidente, con los datos en la mano, que la peligrosidad del hombre es mayor que la peligrosidad de la mujer: para la mujer tanto como para los demás hombres», o «El feminismo ha identificado ahí su tarea histórica: liberar a la mujer de la opresión patriarcal, rastreando su origen histórico y desvelando los que la hacen posible. Entre ellos se contarían obviedades como la prohibición del sufragio femenino, pero también sutilezas como la costumbre de dejar pasar primero a una mujer al interior de un establecimiento». Lo que Maldonado llama obviedades podrían ser las argumentaciones de peso, las zonas grises serían esos otros aspectos más laterales, no compartidos por todo el feminismo y que, en cierto modo, aportan cierta frivolidad a un movimiento cuyas motivaciones son de hondo calado.

¿Se puede sacar a la luz el peso del machismo sin que nadie se vea afectado injustamente? ¿Sin que salpique en forma de cuestionamiento a sujetos mediáticos sobre los que hay dudas razonables? El victimismo del que se culpa a cierto feminismo, ¿no ha hecho campo de cultivo también en hombres que se sienten heridos por una nueva mirada que cuestiona ciertos patrones de conducta sexual por los que no estaban acostumbrados a verse cuestionados?

Maldonado aboga por la concienzuda exploración más que por la adscripción tribal. Aunque matizar, a veces, también supone una manera de disentir disfrazada de independiente equidistancia. Es un «no digo que esto esté mal, pero…», y en el «pero» está el contenido. ¿Crítica legítima? Por supuesto, aunque diría que discretamente disfrazada.

Andrés Neuman definía el feminismo como la liberación de ambos sexos en nombre de la mujer. Pero no todos los hombres perciben el feminismo como liberador o no en todos sus aspectos. Y en ese terreno es donde Maldonado se adentra, en valorar aquellos aspectos susceptibles de ser reformulados, pensados, sometidos a debate con el fin de propiciar una reflexión crítica: «¿De qué manera pueden reorganizarse esas relaciones de un modo que sea satisfactorio para ambos sexos?».