Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga
La vida contada por un sapiens a un neandertal
Alfaguara, Madrid, 2020
224 páginas, 18.90 €
¿Quién es usted? Disculpe la pregunta directa, avasalladora, pero, al fin y al cabo, se ha asomado al texto que traigo entre manos; aunque, con más razón, pueda decirme que quien lo tiene entre manos es usted y que quién soy yo para inmiscuirme ahí, de este modo al menos. En fin, podemos dejarlo en tablas, en un quiénes somos y diluir esa fugaz percepción del que está al otro lado. Si la ortodoxia de la crítica –y de la física, cada vez menos ortodoxa– hubiese posibilitado este desvío del asunto por llegar y a usted le divirtiera, hablaríamos más, pero en realidad son otros los protagonistas. Si están leyendo esto, quizá también se estén preguntando por qué aquí no se habla de su libro, que quiénes somos nosotros para no hablar de ellos y a cuento de qué este desvío inicial, aunque, como se verá, ellos también van a acabar por hablar de nosotros, de lo que nos une, mon semblable, mon frère.
La respuesta a la pregunta de la primera parte contratante –es decir, la de quién eres o quién soy o somos o son– tendría que estar necesariamente vinculada a la memoria, individual o colectivamente; ambas en el mejor de los casos. Si ni a una ni a otra, mal asunto. Nuestra historia personal, pero también, y no menos importante, la de la evolución humana, es una continuidad y, si no la conociéramos por olvido o desinterés –que lo hay y mucho–, seríamos amnésicos y, por tanto, nuestra respuesta, aunque aceptamos que sea siempre incompleta, lo resultaría mucho más. Esto dijo más o menos, en un lugar del que no logro acordarme, el célebre escritor y catedrático de Paleontología José Luis Arsuaga (Madrid, 1954); por fin, ya sí, uno de los protagonistas no de esta breve reseña, sino de lo que se ha dicho y reconocido a nivel mundial como fundamental acerca de quiénes somos. Lo de llamarnos amnésicos fue cosa suya, y no solo eso: cuestionó nuestra capacidad para responder a las grandes preguntas que enigmáticamente resuenan desde el fondo de la caverna si no incorporamos lo que tienen que decirnos los científicos. ¿Qué decir a esto? Parece evidente que tiene más razón que un santo, aunque también haya él levantado una suerte de templo –laico y en el que no se vende humo– para explicar lo que somos, el único museo en el mundo dedicado a la evolución. Lo del humo, de nuevo, lo dijo Arsuaga, que es sabio pero a veces habla a ras de primate, sube y baja el nivel de la conversación logrando captar la atención de manera magnética –creo que es por la oscilación–.
En esto de tratar de explicarnos a nosotros mismos llevamos mucho tiempo maltratando a la biología, creíamos que la cosa no iba por ahí. La primera bofetada –un despertar no exento de asombro y malestar– nos la dio Darwin en el siglo xix sustentando su teoría de la evolución en la demostración de que la naturaleza no necesita de un diseño inteligente, pero sobre todo ha sido en el siglo xx cuando hemos constatado que, además de lo que nos hemos dicho que somos, también somos unos primates que comparten el noventa y nueve por ciento de sus genes con el chimpancé. Andamos aún digiriéndolo y las religiones no han ayudado ni ayudan en la asimilación del nuevo cuento –el del antepasado–, en este caso, cierto y, por ello quizá, increíble. El cuento, por cierto, tiene un capítulo, el del pulpo, de vértigo: aunque nos separásemos de los moluscos hace millones de años, hemos convergido mentalmente con el pulpo y eso lo convierte en una de las criaturas más extrañas que podemos encontrar en nuestro planeta, mejorando lo presente. Que nos cueste leer –a los que nos gusta leer– literatura científica, quizá se deba en parte a que no es fácil la reconciliación, hay una indigestión de pulpo de fondo. Quizá la empezase Diógenes, que murió a causa de ello, y hemos arrastrado el recelo a la mirada animal que nos recuerda que el chimpancé rascándose el ombligo en la sabana también es mon semblable, mon frère. La interacción entre cultura y biología plantea unos desafíos que abren, no obstante, puertas de fantástica complejidad.
Y he aquí que llega el otro autor del libro por comentar. Supongo que ya era hora porque es el que ha escrito el libro, así que, más que el otro, es el uno: Juan José Millás (Valencia, 1946), uno de los pocos literatos españoles –creo que no falto a la verdad si afirmo que hay pocos– inmersos en la aventura de querer contar lo que somos sin darle la espalda a la biología. Ha leído mucho de ciencias y va llegando ya a ese punto en el que sabe lo mucho que ignora, que es lo que le ocurre a los que van sabiendo más de lo normal. Con ello vamos de cabeza a la segunda parte contratante del galimatías porque del mucho leer y del poco dormir no solo se le ha secado el cerebro, ha retrocedido evolutivamente y ha decidido que la parte enjundiosa de su libro la diga otro, el que del pasado sabe más no por más viejo, sino por ser quien es: el que descubrió a Miguelón, y todo lo demás. Fue idea de Millás escribir un libro dual, que acabaría por convertirse en La vida contada por un sapiens a un neandertal, en el que uno aportara la forma, el humor y el camino para llegar al tuétano del asunto, terreno de Arsuaga, que diserta por ramas evolutivas y de todo tipo, cada cual más interesante. El neandertal ya sabemos quién es en cuanto que deliberadamente simple e ingenuo; el premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica, creador de la Fundación Atapuerca, miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos y de la Real Academia de doctores de España, honoris causa por varias universidades y un largo etcétera es el sapiens muy sapiens, pura cepa de sapiens.
Desde el punto de vista de la especie somos Homo sapiens –es decir, como Arsuaga–, pero sabemos que, hace más de cien mil años, Homo sapiens y neandertales coexistieron, dos especies distintas que no se eran indiferentes. Incluso intentaron comprenderse y colaborar, como ahora en este libro, que podemos ver como una segunda parte de la película que terminó hace unos cuarenta mil años con la extinción de los neandertales, hasta que Juan José Millás, salido del armario de la caverna como neandertal y pionero en el reconocimiento de lo que muchos llevamos dentro, ha decidido volver a poner ambas especies cara a cara. Que esto se pueda hacer hoy se debe a sus apareamientos esporádicos –lo de Millás y Arsuaga no llega a tanto, aunque no es una relación exenta de celos (son de Millás y no son intelectuales)–, en los que los neandertales debieron ver a los sapiens como seres aniñados, dóciles pero seductores en alguna medida. De esos amores ya nadie duda, llevarle la contraria al ADN –en mayúsculas, esa suerte de dios a través del que se perpetúa lo que tenemos de eterno, aquello que trasmitimos a nuestros descendientes por los siglos de los siglos– no es fácil, y, si nos dicen las mitocondrias que los europeos tenemos aún, aproximadamente, entre un dos y un tres por ciento de genoma de origen neandertal, empezamos a percibirlo, somos así. Algunos parece que se acercan incluso al cuatro por ciento. Debe de ser Millás, quien ha dado voz, sin complejos, a su neandertal, el que sigue vivo en su genoma, aprovechando que ya todos sabemos que no eran tan tontos como nos los habían pintado, porque decir esto hace diez años tenía peligro, sobre todo si el ilustrado era de barrio. El libro tiene la habilidad de haber traído la prehistoria aquí y ha posibilitado confirmar científicamente lo que sospechábamos de algunos de nuestros vecinos y familiares, o como explica Arsuaga a Millas: «Lo que no has pillado todavía […] es que la prehistoria no está en los yacimientos, eso es lo que se creen los ignorantes. La prehistoria no se ha ido, mira a tu alrededor, está aquí, por todas partes. La llevamos tú y yo dentro. En los yacimientos solo hay huesos. La prehistoria está en el animal que pasa como una sombra».
Cuando dice Arsuaga aquí no es metáfora, es en un colegio cualquiera, en el parque, en un castro, en un sex shop, en el cementerio. Estos precisamente son los emplazamientos que corresponden con los capítulos y podrían ser muchos otros, es decir, la prehistoria no se ha ido y todos esos profesores del colegio que nos ponían unas fechas inamovibles y estancas, que nos alejaron tanto de nuestros abuelos, son unos… Perdón, quería decir lo que dicen los que saben, que la historia es una continuidad y que las categorías que hacemos para entendernos son, efectivamente, para entendernos, pero que «si quieres un cuento te lees el Génesis. La evolución no tiene la estructura de un relato. No hay planteamiento, nudo y desenlace. La evolución es el mundo del caos». Qué carácter, Arsuaga es madrileño pero su padre era vasco, por si a alguien le interesa el dato. El libro es una novela aunque está catalogada entre los libros de no ficción, así que quizá no lo sea completamente. Es un poco libro de cuentos o jornadas, cada uno con su historia cerrada pero no del todo porque la historia de la relación de esta extraña pareja, a lo Walter Matthau y Jack Lemmon, se va construyendo en el tiempo del relato. Un libro de divulgación científica, eso sí que es, aunque quijotesco. Y, sin duda, un retrato, como los de ese magnífico periodista del New Yorker, Joseph Mitchell, narrador también él de agilidad extraordinaria, capaz de exponer un modo de mirar el mundo que no es el habitual. No en el mundo adulto, al menos. Mirar así es un desafío, una aventura, una actitud –la de Arsuaga– implicada, inteligente, creativa, despierta. La fórmula creativa para cohesionar dato y relato es la clave para que esta hibridación funcione, para que puedan dialogar el interés por la vida, sus orígenes y evolución desde la mirada de un literato y desde el conocimiento de un paleoantropólogo, haciendo bailar forma y contenido. Millás pone aire y risa en la ya de por sí ágil y seductora capacidad narrativa de Arsuaga, un hombre que sabe observar, pensar y narrar, y que lo hace desde un rigor intelectual cuyo motor es una curiosidad para la que parece no haber límites. «¿Y a ti por qué te gustan tanto los betones?». «A mí me gusta casi todo, pero hoy tocan los bettones (sic)». La inteligencia puesta al servicio del instante único, irrepetible y, por tanto, merecedor de la mejor de nuestras actitudes para la comprensión de ese quiénes somos que, como hilo conductor, recorre este divertido elogio de la curiosidad.