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POR CARLOS ÁVILA VILLAMAR

Leí Manual del distraído por primera vez en un cuarto de hotel (circunstancia que habría agradado a Rossi) porque una amiga, Adriana Rodríguez Alfonso, me lo había recomendado. Tras terminar cada ensayo, mientras cenaba o merodeaba la terraza de decoración falsamente mediterránea del hotel, no sólo me volvían a la mente frases afiladas o anécdotas empáticas que acababa de leer: sin quererlo veía la distribución del espacio, el impertinente entretenimiento de la piscina, las relaciones entre los demás huéspedes, desde los ojos de Rossi. Lo que hacía singular la prosa de Manual del distraído constituía además una forma singular de pensar.

Hay una especie de consenso en la crítica, más o menos perezoso, que señala la hibridez genérica, la mezcla de narración y ensayo, como la principal marca de singularidad de Manual del distraído. No obstante, para que «x» pueda considerarse la marca de singularidad de la prosa de un libro deben cumplirse dos requisitos: 1) que «x» se manifieste en la mayor parte del libro y 2) que «x» no se manifieste de la misma manera en otros libros con los que pueda ser comparado. Por un lado, si bien es cierto que la «miscelánea» de Rossi (uso el agradable término de Francisca Noguerol Jiménez) acopla ensayos, relatos confesionales, traducciones y epigramas, la hibridez genérica está más presente en la suma de ellos, en el conjunto, que en cada texto por separado. Excelentes ensayos de Manual del distraído, tales como «Plantas y animales», «El objeto falso» o «La doma del símbolo», de quererlo podrían mofarse de su ortodoxia genérica. De hecho, los ensayos narrativos son minoritarios (de los treinta y cuatros textos que podemos consultar en el índice, cuatro son aforísticos, doce son ensayos narrativos y dieciocho son ensayos más o menos convencionales). Por otro lado, la hibridez está presente en otros autores mexicanos de la camada, como Zaid, Elizondo, Monterroso y Jaime García Terrés. Se puede decir que tenía mucho que ver con la naturaleza de la revista Plural en la que escribieron y de la que salieron diferentes compilaciones, a veces con el propio nombre de las columnas que llevaban (es lógico que, compilados en un libro, los artículos de una columna luzcan heterogéneos, y hagan lucir híbrido al libro como conjunto). La singularidad de Manual del distraído, por tanto, debe buscarse en otro lado.

En El arte de perdurar, de Hugo Hiriart (alumno de Rossi, y autor de una «miscelánea» posterior: Disertación sobre las telarañas), encontré quizás una nueva clave de lo «rossiano». En uno de sus textos iniciáticos, Borges observa que el lector no suele comprobar los complicados razonamientos del ensayista, suele por el contrario confiar en su honradez, y terminada la lectura sólo recuerda un resumen vacilante de lo expuesto. «Para evitar desventaja tan señalada, desecharé en los párrafos que siguen toda severa urdimbre lógica y hacinaré los ejemplos», nos dice Borges. Es decir, de manera premeditada poblará de ejemplos su prosa y dejará que ellos por sí mismos hablen. Hiriart descubre que en sus ensayos posteriores Borges revalida este principio: si va hablar de un poeta, lo hace desde una estrofa, de ser posible desde un verso, si va a hablar de una novela, elige con precaución el capítulo, el pasaje adecuado. Los ejemplos alimentan en el ensayo borgeano una lógica subterránea, que explica y defiende la tesis sobre determinado autor o sobre la literatura en general. En lo particular está lo general, en el detalle está contenido el universo, o mejor dicho, una nueva perspectiva, un nuevo matiz desde el que se puede entender el universo (según Alberto Giordano, en Borges, en vez de cumplir la función de resumen o de síntesis de una idea general, «el detalle suplementario se convierte en una perspectiva capaz de reformular el sentido de la totalidad»). Creo que este sistema que se apoya en el ejemplo y en la imagen, y oculta la «urdimbre lógica», el engranaje, los molestos razonamientos que, como observa Borges, el lector pronto olvida, ha sido aprovechado con formidables resultados en Manual del distraído. Leí a Rossi en aquel acolchonado cuarto de hotel, y no pude dejar de pensar como él escribía, puesto que la lógica de ejemplos e imágenes es demasiado primitiva e irresistible y, bien usada, nos hace creer que el autor nos adivina el pensamiento, cuando en realidad lo que hace es sugerir subliminarmente sus ideas y sólo decirlas de manera explícita al final, cuando ya las hemos creído nuestras y cuando podemos aceptarlas por tanto con los ojos cerrados.

Otra clave que puede señalar la singularidad de la prosa rossiana se me apareció leyendo sus textos de corte académico. Rossi fue de los primeros adscritos a la filosofía analítica en México (según Octavio Paz, fue de los primeros en el idioma). Fundó con Luis Villoro una revista y después escribió un libro, Lenguaje y significado. Algunos nunca lograron entender cómo podía el Alejandro Rossi de aquella prosa lenta y sobria, decidida a sacrificar la aventura estética por la exactitud filosófica, escribir los ensayos exuberantes, rápidos de la columna «Manual del distraído», luego convertida en libro. Nos hallamos ante el origen del mito de Rossi como un filósofo desertor. La crítica ha tratado de resolver el enigma del desertor aludiendo la incapacidad de la filosofía, en su búsqueda de verdades perennes, de capturar ciertas esencias diminutas y fugaces de nuestra experiencia cotidiana. Para ser justos Rossi fue el primero en reforzar este mito, en artículos, en entrevistas y en los deslumbrantes fragmentos que hasta ahora se han publicado de sus diarios. En toda su obra está la oposición entre esta embestidura frontal a las grandes cuestiones y la aproximación titubeante, lichtenbergiana. De lo que no se suele hablar es de lo que posee en común la prosa de Manual del distraído con la de Lenguaje y significado: los ensayos exuberantes y rápidos de Plural (y los de Vuelta, más tarde) conservaron el metabolismo de la filosofía analítica. El principio borgeano encajó a la perfección con un principio de la filosofía analítica que ve en el ejemplo no la vulgar figura retórica de la pedagogía, hecha para espabilar al estudiante medio dormido, sino una herramienta de rigor y exactitud en el razonamiento. En Rossi el ejemplo cumple la función que cumple en la filosofía analítica (que es la función que cumple en la matemática), permite la demostración.

La metonimia, la representatividad de un conjunto a través de uno de sus elementos, posee protagonismo en prácticamente todos los ensayos de Manual del distraído, y no lo hace de una manera similar en ninguno de los libros con los que suele compararse. Rossi ensambla el ensayo borgeano del que habla Hiriart con la obsesión metodológica de la filosofía analítica por los ejemplos y los conjuntos («análisis» en griego significa división, clasificación), y obtiene como resultado esa prosa singular que no para de hacer enumeraciones, clasificaciones, y que se detiene en minucias desde las que de repente resulta posible esbozar comparaciones y teorías. He aquí quizás la explicación al «amor al detalle» del que ha hablado la crítica en varias ocasiones, y que aparece enunciado en la «Advertencia» del libro. Tres años después de aquella primera lectura de Rossi en el cuarto de hotel, me gradué de Letras con una tesis sobre lo que llamé el «ensayo de la imagen». Ya no estoy muy seguro de darle un nombre tan ampuloso y presto a confusiones como «ensayo de la imagen» a la prosa de Manual del distraído, pero justifico el término «imagen» en vez de «metonimia», porque no se trata sólo de la metonimia, al menos como solemos entenderla. Rossi, además, hace numerosos desdoblamientos en su ensayo, en los que da voz en falsete a un personaje a menudo ridículo y arquetípico. Adolfo Castañón llama al recurso «introspección en tercera persona» y, si lo pensamos bien, funciona gracias al mismo principio que el ejemplo: se muestra una parte desde la cual se entiende el todo, la mera selección de la parte es el comentario sobre el todo. Claro, estos falsetes han sido usados por infinitos escritores, pero debemos notar que Rossi se ha especializado en ellos como pocos.

Muchos ensayos de Manual del distraído constituyen la extensiva explicación de ciertos conjuntos y de sus subconjuntos a través de efectivos ejemplos. Algunos conjuntos resultan sencillos, como el de «Guía del hipócrita», que agrupa y explica tipos distintos de hipócrita tras la muerte de Allende, el de «Protestas», que agrupa hábitos lingüísticos molestos, o el de «Palabras e imágenes», que agrupa las memorias semánticas contenidas en ciertas palabras o frases. Otros llegan a ser más complejos. En «La lectura bárbara», por ejemplo, Rossi clasifica a los lectores bárbaros en 1) subrayadores escolares y compulsivos, 2) adivinadores que creen prever un texto por su comienzo y 3) aficionados a la «retórica del texto valioso». A estos últimos los clasifica a su vez en lectores de manual (género moderno del que se burla el paradojal título Manual del distraído) y lectores de testimonio, esos textos ciegamente políticos que parecen redactados de tal forma «que no quede la menor duda acerca de la indignación del autor». Las subdivisiones, agudamente argumentadas y relacionadas, también aparecen en el ensayo «El objeto falso». A través de varios objetos comunes y corrientes, de sus acumulativas imágenes, Rossi expone una fabulosa teoría sobre el mimetismo y la inercia cultural. Es curioso, porque allí se siente el eco de viejas cuestiones afines a la filosofía analítica, tales como el problema de la identidad de los indiscernibles. En «Regiones conocidas», la ficción borgeana se encuentra con la teoría de las descripciones de Russell: Rossi imagina un lenguaje hecho sólo de denotaciones puras, limpias. Alguien con conocimientos menos débiles de filosofía que yo, estoy seguro, podría hablar con mayor certeza sobre el asunto. Si bien el tema ha sido tímidamente rozado por algunos críticos, creo que queda mucho por escribir sobre la filosofía analítica en Manual del distraído.

He mencionado dos claves poco tratadas sobre la singularidad escritural del libro (hay otras, por supuesto); por último valdría la pena señalar que, de igual manera lo kafkiano o lo dantesco no constituyen sólo estilos, sino temas que han sido secuestrados en nuestra imaginación por Kafka o Dante, lo rossiano comprendería también una serie de temas. Juan Villoro ha definido a Rossi a través de un formidable pasaje de Lichtenberg. El alemán descubrió que en una calle lateral estrecha, que comunicaba dos amplias avenidas, las personas se comportaban de una manera peculiar. Libres de vigilancia, «una muchacha se quitaba el zapato y se frotaba el pie, antes de lanzarse a una conquista en la siguiente calle, un hombre interrumpía su paso imponente para acariciar un gatito, otro contaba y recontaba sus monedas». Esa calle lateral sintetiza, según Villoro, la poética de Rossi. El gran tema rossiano es lo que el mismo Rossi denominó la «comedia de la conciencia». Esa comedia es particularmente visible a través de los contrastes generados por la división entre el mundo interior (el mundo de los deseos, de las obsesiones, de las confusiones) y el mundo social: esa es la división que desenmascara la calle lateral descubierta por Lichtenberg, y subrayada por Villoro, y la que fue capaz de descubrir un niño que pasó su infancia en hoteles. «Ese niño tiene una sensación muy clara entre una conducta privada, que se lleva, digamos, en los cuartos propios, y una conducta externa. Yo era un niño que comía en los restaurantes de los hoteles. Por consiguiente, tenía que vestirme. No era como ahora, que todos van sin saco, sin corbata, y demás», confiesa Rossi en una entrevista. Otra cosa interesante que dice Villoro es que a diferencia de Kafka, por ejemplo, que constituye la sensibilidad decimonónica adaptándose al nuevo siglo, Rossi se encuentra por completo integrado al nuevo siglo. Rossi escribe sobre la experiencia de la modernidad sin enfrentarla, escribe desde la inmovilidad, parece la observación pura. Me gusta imaginarlo como una persona integrada a los muebles, a la alfombra, al apartamento, a la calle, no porque pierda su humanidad, al revés: porque entiende como pocos que los muebles, la alfombra, el apartamento, la calle, son prolongaciones de lo humano, de esa «comedia de la conciencia»: el aquí y el ahora de la mente humana. Los ensayos de Manual del distraído resultan mapas meticulosos que diseccionan, cortan la experiencia introspectiva moderna en delgadas rodajas de sentido, y lo hacen desde una aparente facilidad que recuerda la conversación de sobremesa. Las disecciones rossianas involucran una intimidad reconfortante que, desde su primera lectura, nos recuerda la intimidad de los viejos amigos y de los libros que hemos leído incontables veces.