i.
«Un problema de onomástica »
El territorio de la novela corta es una tierra de nadie, dice Jorge Volpi en «Elogio de la media distancia», el sugestivo título del preámbulo a Días de ira (2011), libro que contiene tres obras suyas escritas en ese género. La afirmación se refiere a la dificultad para establecer los límites precisos de una novela o cuánta brevedad se queda corta. Por eso, el autor prefiere referirse a la media distancia: aquello que está más allá del cuento, pero más acá de la novela. Aunque peligroso en literatura, el criterio de la longitud es fundamental para comprender a esta forma literaria, lo cual podría ser una causa para su recepción desigual entre lectores, editores y críticos. Porque si bien cuenta con grandes cultivadores desde la Edad Moderna, y en la actualidad muchos lectores se declaran entusiastas de la novela corta —como también de los cuentos, por cierto—, la mayoría de las editoriales prefieren no publicar en este género y los críticos parecen reacios a emprender estudios que certifiquen cómo se desarrolla en las culturas hispanohablantes de ambos lados del Atlántico.
El problema que ha ocupado a lingüistas y filólogos durante décadas es más bien onomástico. Similar a la voz inglesa novel, el término castellano «novela» que identifica a las obras narrativas de cierta extensión es menos preciso que otras lenguas romance. La raíz de la palabra corresponde a la forma femenina del adjetivo en latín novellus, diminutivo de novus, cuyo significado es «novedoso» o «nuevo», de donde viene también la palabra noticia. En francés, por ejemplo, el género literario se llama romain y, en portugués, romance. En el mundo francófono, a las noticias se les llama nouvelles. Fue al calor de las rotativas en Francia, donde nació en el siglo XIX un tipo de romain caracterizado por sus narraciones centradas en en una sola trama, llevada por pocos personajes y sin disgresiones de la voz narrativa que se distribuía por entregas en diarios o revistas, al cual se conoce como nouvelle —así, en singular—. Si no queremos apelar al galicismo, para nombrar a este género en nuestro idioma nos vemos obligados a recurrir a la fórmula de sustantivo más adjetivo, una dualidad terminológica que sin duda contribuye a oscurecer su caracerización.
Aunque nos disguste, ciertos críticos dividen el extensísimo campo de la narrativa bajo criterios de espacio, un aspecto puramente formal. Así, la narrativa queda picada en dos pedazos: la larga y la corta. Esto representa un problema porque obliga a traducir del inglés la denominación short story, no como «cuento» sino como «relato corto», y enmaraña géneros de ordinario bien delimitados como el cuento y la novela. Más pragmáticos aún son quienes apelan a los criterios del número de palabras o de páginas para establecer las diferencias. Consideran larga una pieza narrativa a partir de las cincuenta mil palabras, y la llaman novela: novel, romain, romance. Hasta ese número de palabras las clasificaciones van haciéndose cada vez más arbitrarias. ¿Debemos suponer que hasta las cuarenta y nueve mil novecientos noventa y nueve palabras estamos leyendo una novela breve, pero que si se le añade una sola más —un artículo, quizá, una interjección…¡ay!— aquello que hasta hace un momento nos parecía pieza compacta se hace de pronto mastodóntica? Otro es el problema que plantea la longitud de los cuentos: ¿qué tan corto es un relato corto? Los mismos pragmáticos se han dedicado a establecer límites con el empeño con que los monjes bizantinos intentaron calcular cuántos ángeles cabían en la cabeza del alfiler más pequeño. Continuamos sin saber si los cuentos son naraciones de nueve mil novecientos noventa y nueve palabras, pero los críticos coinciden en que los relatos breves (short stories) ocupan una longitud de entre dos y cinco mil palabras. Para eso han creado la denominación mini cuento o relato corto corto (the short short story). Y es que los caminos formales del cuento parecen aún más intricados que los de la novela.
Hay cosas más importantes que la extensión de un texto. La impresión sostenida, en el caso del relato —short short o solo short—; la autonomía de los personajes, en la novela. El «Elogio de la media distancia» es, en realidad, un lamento donde el autor mexicano se queja de que aprisionada entre la concisión del cuento y la amplitud de la novela, la media distancia en la narrativa se rehúsa a ser una cosa u otra, pareciéndose más a «una criatura deforme e innominada» o a «una aberración de la naturaleza». Volpi desprecia todas las formas de la dualidad terminológica: al cuento largo lo considera un mal cuento y a la novela corta, «una histroria larga que ha sufrido una amputación». Mario Benedetti respondió a esa queja, y desde el criterio de la forma sobre el fondo, en un ensayo de 1953 donde escribió que el cuento se sustenta en la peripecia y la novela breve, en el proceso. «Al hecho, al estado de ánimo, al simple retrato, que en el cuento aparecen a modo de instantánea, se les agrega aquí [en la nouvelle] su evolución (parcial, naturalmente, ya que la evolución total sólo cabe en una estructura de novela)», escribe en el ensayo «Cuento, nouvelle y novela: Tres géneros narrativos» publicado en su libro Sobre artes y oficios: «El cuento actúa sobre el lector en función de la sorpresa; la nouvelle recurre a la explicación».
Las ideas de Volpi y Benedetti se pueden sintetizar en una definición de la orgullosamente escurridiza nouvelle como un camino intermedio entre el cuento y la novela, que celebre la libertad que otorga la confusión. A mí que me encantan los monstruos, ese bicho que en «Elogio de la media distancia» se presenta «con pies y cabeza, pero sin tronco», me parece ideal para los tiempos híbridos y de líquidas certezas que corren. Es pues una prerrogativa de los raros, las marginales y les desadaptades en general la demora en la brevedad.
ii.
«La ejemplar brevedad»
Si se quisiera poner fecha al dejillo moralizante que tiene eco en gran parte de nuestra tradición narrativa quizá sea necesario remontarse al siglo XIII, en tiempos de la convivencia entre moros, judíos y cristianos, cuando el castellano no era todavía una lengua establecida y se llamaba novellus a los acontecimientos relatados por bardos y sacerdotes para despertar la curiosidad del pueblo, así como su adhesión a la monarquía y la Iglesia. Entonces las ficciones venían de todas las tradiciones disponibles. La fábula era la reina, acompañada por el relato jocoso (antepasado de la comedia y otras formas teatrales) y del cuento (que era una variación de las leyendas y los coloquios de la antigüedad). El paso a la escritura de esas ficciones orales supuso un acercamiento realista al mundo a partir de la prosa vulgar para contar historias ligeras sobre personajes estereotipados, con intención didáctica. Algo similar pasaba en otros territorios de Europa, como prueba la aparición del Decamerone y las Tales of Caunterbury. El primero es un compendio de cien narraciones breves escritas por el florentino Giovanni Boccaccio entre los años 1351 y 1353; el segundo, una colección de veinticuatro relatos del londinense Geoffrey Chaucer, escritos entre 1387 y 1400. Ambos libros dramatizan temas como el amor, la inteligencia y la fortuna, a partir de estructuras narrativas simples. En realidad, leyendas, fábulas y cuentos tradicionales apenas se disfrazan con pericia por los escritores que recurren a estrategias ficcionales que van desde lo cómico y lo trágico hasta lo erótico. Con el Decamerón se cristalizó una forma narrativa por completo nueva y separada de los géneros clásicos ligados a la historia, como la epopeya y la tragedia. A partir de ese momento, los géneros clásicos más antiguos comenzarían a perder conexión con los probemas de su época.
A partir del modelo italiano, la narativa breve creció en una selva de géneros afines. Siguiendo el camino abierto por la obra de Boccaccio, las novelas cortesanas del Siglo de Oro referían lances de amor a partir de una trama sencilla que caminaba sin contratiempos hacia un desenlace. Lo original eran los personajes individualizados que comenzaban a separarse de los estereotipos, cruciales para el carácter moralista de la fábula y para la concisión del relato. Lo contrario pasaba con el ambiente, que se comprimió hasta el esbozo, limitándose a mostrar lo necesario para solidificar el contenido simbólico de la narración. Estos rasgos aparecen en las doce narraciones publicadas en 1613 bajo el título Novelas ejemplares de honestísimo entretenimiento, donde Miguel de Cervantes establece las bases de la novela breve en castellano. «La ilustre fregona», «El casamiento engañoso» y «El coloquio de los perros» se encuentran entre las más célebres de estas narraciones y constituyen modelos para la narrativa posterior, breve y no tanto. La mayoría de los argumentos de las Novelas ejemplares son enredos sentimentales centrados en personajes cuya motivación es satisfacer deseos que transgreden los códigos del honor, casi siempre por estar enamorados, o lo que quiera que fuera enamorarse en el siglo XVI. En la primera novela aquí citada, los nobles Carriazo y Avedaño cortejan a la criada en un mesón de Toledo haciéndose pasar por pícaros y, en «El casamiento engañoso», Alférez Campuzano se propone seducir a una noble de nombre Estefanía, atraído por la dote que ella supuestamente podía aportar al matrimonio, solo para descubrir que esa dote no era tal cuando ya es tarde.
Dirán que las obras citadas de Boccaccio, Chaucer y Cervantes pueden considerarse como antecedentes más bien de los cuentos modernos. Y estarán en lo cierto. El asunto es, de nuevo, onomástico. Durante el Sigo de Oro, la palabra cuento fue un término peyorativo, pues se le asociaba con los «cuentos de viejas». De esa manera despectiva se llamó a ciertas historias pseudodidácticas que las abuelas contaban para controlar el comportamiento de los nietos o formar su carácter. Si bien hoy sabemos que estos relatos populares se conectaban con las leyendas clásicas, en aquella época se tomaban por chismorreos de gente ignorante. Por eso, en el prólogo del libro, Cervantes insiste en que las doce obras son de su autoría; gesto que, además de desmarcarlo de la cultura oral de su época, intenta separarlo de la tradición italiana. «Soy el primero que he novelado en lengua castellana», explica: «que las muchas novelas que en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas; mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la imprenta».
Emilia Pardo Bazán puede tomarse como continuadora, trescientos años después, de esta tradición. Al cultivo de la narrativa breve en paralelo a una intensa labor crítica debe su notoria productividad. Para 1885, cuando publicó La dama joven, su primera novela corta, el género ya se conocía y practicaba en España. Cuatro años antes, Pedro Antonio de Alarcón había sacado sus Novelas cortas y en la prensa se discutía sobre las diferencias entre este género y lo que en Francia llaman romain. Se discutía con cierta turbación de que en castellano no existiera una palabra precisa como nouvelle para establecer la diferencia entre la narrativa que es extensa y aquella que no. El interés en periódicos y revistas se mantuvo más o menos en iguales términos durante dos décadas, tiempo durante el cual publicaron nouvelles autores como Clarín (Doña Berta, Superchería), Jacinto Octavio Picón (Novelitas) y, por supuesto, Pardo Bazán. Si la casi veintena de obras en este género escritas por ella hoy se conocen poco se debe a que el interés de los estudios críticos se ha concentrado más en rescatar sus relatos y artículos periodísticos, así como en discutir sus obras de mayor fama y trascendencia, como La tribuna (1883), Los pasos de Ulloa (1887) o Insolación (1889).
Pardo Bazán misma promueve la conexión con Cervantes en sus nouvelles, como prueba que titulara Novelas ejemplares al libro que sacó en 1906, donde recopila con el inédito «Mujer», dos textos antes publicados en la revista La España Moderna: «Los tres arcos de Cirilo» y «Un drama». En esta serie de obras escritas entre 1895 y 1896, la intención didáctica es bastante marcada, como ocurría en el Siglo de Oro; sin embargo, el tono de instrucción toma aquí la forma de meditaciones sobre la condición femenina, un tema fundamental en la obra pardobaziana. Si se mira de cerca, no es de extrañar que a la entrada del siglo XX, la autora se propusiera actualizar los antiguos códigos del honor para comprender cómo afectaban a su género. También de estas meditaciones se pueden sacar moralejas. «Los tres arcos de Cirilo» problematiza la tendencia a buscar éxito en la vida no por medio del trabajo honrado, sino a través de la búsqueda de matrimonios por conveniencia, una evidente alusión a «El casamiento engañoso». La forma en que los enredos amorosos vulneran honor es el tema que une «Mujer» con «Un drama».
Durante las centurias que separan a Cervantes de la autora gallega, la gran novedad en la narrativa suscinta fue la fórmula satírica popularizada en tiempos de la Ilustración por autores como Denis Diderot o Voltaire. Pero el desarrollo del género novelístico no se detuvo allí, si bien el género favorito de la época fue, en realidad, el ensayo. En paralelo al pensamiento crítico ilustrado y al relato cáustico se desarrolló un tipo de novela extensa, de tipo didáctica y con inflado argumento, como son las obras Pamela o la virtud recompensada (1740) del inglés Samuel Richardson y La nueva Eloísa (1761) del suizo Jean-Jacques Rousseau, ambas escritas en formato epistolar. En la primera se cuentan las peripecias de una doncella que protege a toda costa su honor de un jefe que la intenta seducir; la otra vuelve sobre los inconvenientes de las relaciones amorosas entre personas de distintas clases sociales. Ambos casos prueban que el interés entre las sociedades «ilustradas» en normativizar las relaciones amorosas y el papel de las mujeres en la comunidad no era exclusivo de los españoles.
El control de la acción social de ellas y el propósito de encerrarlas en el ámbito privado fue una constante a lo largo de la Edad Moderna y va paralelo a la Querelle des femmes, un debate sobre sus capacidades intelectuales que duró cuatrocientos años, en el cual participaron filósofos, escritores y religiosos de ambos géneros. Las novelas breves de Pardo Bazán (como sus ensayos y artículos) sumaron a esa «querella» en la plena época del sufragismo al criticar el control patriarcal sobre la alteridad femenina —a través de padres, preceptores y maridos, así como de las rígidas divisiones sociales— al tiempo que muestran la repercusión de esas restricciones en la psique de las hijas, esposas y madres. La autora misma fue víctima de las convenciones de su época, cuando su marido quiso obligarla a que dejara de escribir, debido al escándalo que causó «La cuestión palpitante», la columna que publicó durante el año 1882 en La Época. Afortunadamente, se separó de José Quiroga y se dedicó a la literatura. Eso fue en 1884, justo a tiempo para participar en el éxito comercial de las novelas por entrega publicadas en los periódicos, lo cual permitió la proliferación de los géneros breves. Gracias a eso, Pardo Bazán formó un estilo propio y llegó a ser muy leída en su época. El alcance de su legado se oscureció después, durante el franquismo, cuando se promovió una irreal imagen suya de autora regional gallega; por eso ahora es necesario rescatar buena parte de ese legado. La razón y las estrategias de tal oscurecimiento son materia para otro ensayo.
Lo importante aquí es que Pardo Bazán sigue el camino de Cervantes y abre birfurcaciones nuevas para los autores y autoras posteriores. A ella se la considera hoy también una ejemplar cultivadora del naturalismo español porque su trabajo en la ficción se alimenta del oficio de crítica que ejerció en paraleo. A través de «La cuestión palpitante» y de otros artículos sobre literatura, se encargó de difundir las ideas de ese movimiento artístico tributario del realismo, cuyo objetivo era reproducir la vida en todas sus posibles gradaciones, de lo sublime a lo sórdido. Esa doble condición de narradora y crítica sustenta su estilo literario. Como estaba vedada a las mujeres la formación profesional, literaria o de otra índole, Pardo Bazán fue autodidacta y al principio de su carrera se mantuvo alejada de los círculos de sociabilidad literaria, lo cual explica por qué valora la crítica por encima de la poética. Además de sus contemporáneos de Francia le interesó la obra de maestros rusos como Alexander Pushkin, Fiódor Dostoievski y León Tolstói. Pero fue entre autores como Émile Zolá, Guy de Maupassant y Gustave Flaubert donde encontró a sus maestros. Igual que fue la prosa italiana para Ceravantes, ella reconoció en la narrativa breve francesa un modelo que imitó en obras cortas como Belcebú y Allende la verdad (1908) y Una gota de sangre (1911).
La mitad de los autores citados en el párrafo anterior se hicieron célebres con novelas protagonizadas por mujeres que se desviaban de la norma, como la prostituta Naná (Zolá) y las adúlteras Ana Karénina (Tolstói) y Madame Bovary (Flaubert). A ellos responden las novelas breves de la autora gallega, que discuten temas aún vigentes como la violencia de género, sacan a las mujeres del entorno doméstico, defienden su necesidad de educación y tratan asuntos tabú en la época como era su despertar sexual. Sus protagonistas van más allá de la intención didáctica de los autores. No son negligentes madres y esposas, como Ana Karénina o Emma Bovary, sino seres tan virtuosos como defectuosos, con motivaciones humanas que trascienden su capacidad alegórica de personajes para promover una visión más amplia del mundo. Las obras de Pardo Bazán son ejemplares en el tratamiento de la narrativa breve, pero lo son menos porque retraten la corrupción moral del género, que por incorporar la psique femenina al sórdido retrato de la realidad.