Remo Bodei
Generaciones.
Edad de la vida, edad de las cosas
Traducción de Maria Pons Irazazábal
Herder, Barcelona, 2016
104 páginas, 12.50€
Si hay algo que ha explorado la novela desde el siglo xix es la tensión entre generaciones, esa compleja sucesión que niega para afirmar, que afirma negándose. Quizás la mejor imagen en el origen de esta relación (una de sus modalidades) sea la homérica de Ulises y Telémaco. Pero, además, cada individuo, si llega a viejo, vive en sí varias generaciones, eso que se llama las edades de la vida, y con cuyo análisis comienza el filósofo italiano Remo Bodei (Cacliari, 1938) su libro Generaciones. Edad de la vida, edad de las cosas. Ya se sabe, lo propio del joven es tener poco pasado y una gran expectativa de futuro; los viejos: mucho pasado y un futuro que casi coincide con la inmediatez. Podría parecer que en la vida de lo que se trata es de madurar, aunque una madurez completada es sinónimo de inmovilidad y muerte. Lo propio de la juventud es la inmadurez, y esto la abre a un mundo de posibilidades, de pruebas, de búsquedas sin apenas apoyos; mientras que la vejez busca el báculo (in baculo: imbécil). Las tres franjas de la edad, que tanta literatura e imaginería han suscitado, fueron teorizadas por Aristóteles en la Retórica. De la juventud a la madurez y la vejez, nuestra visión y sensación del tiempo cambia. Los antiguos veían en la vejez la sabiduría, y al parecer fue Maquiavelo el primero que vio en la vejez, por su menor flexibilidad y capacidad de adaptarse a lo nuevo, una comprensión menor de su tiempo. En la vejez, el pasado domina sobre el presente, y por lo tanto tiende a leer lo nuevo por lo sabido. Es lo que se llama experiencia, pero también sometimiento de lo nuevo a lo acostumbrado. Pero la juventud tiende a creer en la virtud de todo lo que es novedad, o más exactamente, todo le parece nuevo, porque carece, para su memoria, de referencia.
¿Cuándo comienza la vejez? Aristóteles o san Agustín dirían que a los sesenta. Dante situó los treinta y tres como la mitad de la vida, así que la vejez comenzaría para él antes de los sesenta. Algunos de nuestros clásicos quizás se basaron en la observación de personas de su clase (Platón o Aristóteles vivieron muchos años), y las edades que nos ofrece Bodei quizás no sean muy rigurosas, porque son más literarias que sociológicas, pero sí sirven las referencias al mundo de la comedia antigua para mostrar las tensiones entre generaciones y el mantenimiento de la vida dentro del núcleo familiar que protege al niño y al anciano. Ahora los ancianos, en las sociedades capitalistas avanzadas, como consecuencia de las antiguas leyes de pobres inglesas de los siglos xvi y xvii y, sobre todo, de la introducción por Bismarck en 1884 de los seguros de enfermedad y vejez, tienen la posibilidad de ser independientes y autónomos. Esto es algo que ha comenzado a declinar, tras un apogeo notable, y cada vez más y más los viejos ven peligrar el bienestar de esa edad de la experiencia tan cercana, por otro lado, a la «imbecilidad». Unas generaciones de mayores a los que no se les quiere oír, sino que se les pide que no sean viejos. Una forma de negar el posible saber en la historicidad de la generación (gente que comparte el dato biológico con el conjunto de referencias históricas y sentimentales).
La subdivisión de la vida en tres etapas se mantuvo incólume hasta finales del siglo xvii, cuando tras mermas causadas por epidemias, la población creció y los niños dejaron de morir con tanta frecuencia prematuramente. Comienza a aparecer el niño, la niñez, que para algunos surge para la conciencia, y en el mundo urbano, en el xix, cuando la edad laboral, que hasta entonces estaba entre los seis y los diez años, se retrasa notablemente. La infancia no había sido nunca valorada (ni Cicerón ni Agustín la prestigiaron, más bien lo contrario). Bodei pasa rápido por el xix y desemboca en Freud, que al sexualizar la infancia no sólo la privó de su posible «inocencia», sino que insistió en definirla como la etapa de las heridas, de los conflictos que marcarán la personalidad del adulto. Pero antes, en algunos románticos, hay una reivindicación de la infancia importante, por ejemplo en El preludio, de Wordsworth, quien afirmó famosamente que el niño es el padre del hombre.
Cambios en el régimen laboral, crecimiento de la población, disminución de la mortandad infantil, desarrollo de la psicología y algunos factores más hicieron que la infancia apareciera con un rango reconocible, con derecho propio, retrasando las edades de la adolescencia y la juventud. La adolescencia, momento paradigmático de la inmadurez y del caos, cuyo malestar se acentúa en las «épocas en que se debilita el respeto debido a las jerarquías tradicionales». La ausencia de ritos de paso, en una sociedad en la que hemos prescindido de muchos ritos sin haberlos sustituido adecuadamente, crea un vacío, una ausencia de referencias a las que reconocer como propias en el paso de generaciones.
Por otro lado, en nuestro tiempo, la vejez (modelo estadounidense) no es ya sinónimo de deterioro, porque muchos ancianos disfrutan de una salud aceptable, hacen deporte (algo tradicionalmente asociado en exclusiva a la juventud) y llevan una vida emocional no exenta de expectativas. ¿Pero esta imagen es real? Bodei afirma que «en el imaginario colectivo de culturas como la nuestra, en la que se induce a la gente a perseguir la eficiencia, la prestancia física, un aspecto atractivo y la satisfacción inmediata de los deseos, la vejez con frecuencia se enmascara y se niega hasta el punto de comportarnos como si no existiera». El fitness como máscara que oculta las arrugas y taras de la vejez. Al fin y al cabo, la longevidad no es del todo una bicoca, porque a mayor edad mayores posibilidades de contraer enfermedades –no sólo físicas sino psíquicas– como el Alzheimer, que destruyen lo que John Locke denominó, por primera vez, la «identidad personal».
¿Dónde estamos? Sin duda la niñez ha triunfado como espacio temporal de la vida, adorado, mimado y cada vez más estudiado. Pero los jóvenes, tras la ya larga crisis, engrosan la muy amenazante masa de desempleo y ven cómo se desdibuja su futuro, que junto con la pujanza del presente es lo que les es más propio. Y a los viejos, a los que apenas se les reconoce las virtudes propias de la vejez, difícilmente pueden mantener el paso ante la velocidad del surgimiento de novedades y cambios. La antigua crisis de la ejemplaridad, la sumisión de las diferencias en una horizontalidad donde jóvenes, adultos y viejos son lo mismo, como son lo mismo padres, hijos, profesores y alumnos, hace difícil la percepción de un sentido suficiente, de un encaje de las generaciones y, dentro del individuo, de las edades. En un tiempo en el que la ciencia biológica nos habla (algunos al menos, seguidos de voceros exaltados) de que la edad es curable, lo que se nos está diciendo es que es un mal. Declina la «naturaleza humana» tal como la hemos conocido hasta ahora –concluye al respecto Remo Bodei– y, gracias a la biotecnología, quizás se alterará también, en un futuro imprevisible, la actual división de las edades de la vida.
El librito de Bodei, que es tan rico en datos como a veces confuso en la dirección de su pensamiento, se cierra con el capítulo «Heredar y restituir». No vamos a seguir la línea histórica de los orígenes y novedades relativas a herencia, testamento y obligaciones, sino subrayar lo que vas más allá del acto jurídico. Lo heredado no sólo son cosas sino símbolos: es el producto del trabajo, del cuidado, de lo vivido. Poner de relieve el hecho de que todos heredamos y de que debemos ganarlo para hacerlo de verdad nuestro. Y no sólo eso sino algo que la frivolidad y la disminuida conciencia positiva entre generaciones tienden a olvidar o negar: la necesidad de restituir más de lo que hemos recibido, algo que pocos consiguen. Eso significa una sensibilidad ante nuestra pertenencia a familias, grupos, sociedades e historia y, por lo tanto, la aceptación del valor de cada edad, y de que nadie, por sí mismo, es del todo soberano: somos, desde la biología al mundo de los símbolos, herederos, y a su vez debemos cuidar el legado.