Carlota Fernández-Jáuregui Rojas
El poema y el gesto:
dactilécticas de Dante, Paul Celan,
César Vallejo y Antonio Gamoneda
Prólogo de Tomás Albaladejo
Ediciones UAM, Madrid, 2015
284 páginas, 15.00€ (ebook 9.99€)
POR JOSÉ MANUEL CUESTA ABAD

De un poema vale afirmar también lo que el viejo Heráclito afirmaba del oráculo délfico: ni dice ni oculta, hace señas (semainei). Un poema, ciertamente, siempre dice algo, por oscuro o difícil que lo dicho se le antoje a quien lo lee o lo escucha, nunca escapa del todo a la significación convenida de las palabras que lo constituyen, suscita en cualquier caso múltiples sentidos que la interpretación detecta en él y le atribuye de un modo más o menos certero, conjetural, delirante. Pero, al mismo tiempo, además de decir algo y de ocultar algún sentido no descifrable a primera vista, un poema «hace señas». Importa subrayar aquí tres acepciones que el Diccionario asigna en nuestra lengua al término seña: «Noticia, indicio o gesto para dar a entender algo»; «Vestigio que queda de algo y lo recuerda»; «Rasgos característicos de una persona que permiten distinguirla de las demás». Tenemos, pues, que el hacer señas del poema supone tanto como mostrar o indicar la dirección de aquello que da a entender (sin «decirlo» ni «ocultarlo»), trazar en la expresión la huella que evoca el rastro de algo ausente y marcar los caracteres que perfilan la singularidad del gesto poético.

En El poema y el gesto, Carlota Fernández-Jáuregui Rojas emprende la tarea de dilucidar ese hacer señas del poema estableciendo, desde diversas perspectivas teóricas, los fundamentos de una «poética gestual». Tarea sin duda no menos original que ambiciosa, pues se trata de construir una teoría poética que extraiga sus principios de ciertas formas y funciones primordiales (e incluso preverbales) del lenguaje. La originalidad de la indagación de Fernández-Jáuregui no sólo consiste en la novedad y la perspicacia de sus interpretaciones de los aspectos fisonómicos del poema, sino también en la propuesta de explorar la gestación de la palabra poética partiendo de la idea de una gestualidad originaria del lenguaje. Recordemos que Cicerón habla ya de gestus orationis (Orador, 25, 83) para referirse a las figuras retóricas que, en el estilo de temple sobrio y conciso, infunden en las palabras una fuerza expresiva e imaginaria de la que ordinariamente carecen. En el Ensayo sobre el origen de las lenguas, Rousseau sostiene que hay una «lengua del gesto» y considera que las pasiones –de cuya dinámica efusiva surge el instinto humano de comunicarse que engendra las lenguas– tienen también sus gestos primitivamente transformados en sonidos, figuras y tropos. Inspirado en sus estudios sobre la poesía griega antigua, el joven Nietzsche reclamaba una Gestik der Sprache [géstica del lenguaje], ligada a la idea musical de Gestus, y concebía el poema no como un producto estático, sino como una práctica o una especie de performance que pone en juego nuevamente en cada ejecución las virtualidades estéticas y pasionales de la tríada Logos, Rhythmos, Melos. Los formalistas rusos, en fin, acuñaron el concepto de «mímica articulatoria» para explicar, mediante la idea de gesto fónico, el poder sugestivo y transracional de los significantes en la lengua poética.

El poema y el gesto despliega la idea de una génesis gestual del lenguaje inscrita en las formas poéticas como el estigma natal de un doble impulso: expresivo e indicativo. Fernández-Jáuregui construye su géstica del poema sobre la base de una brillante literalización del «rostro» y de las «manos» en tanto que órganos corporales por excelencia de la expresividad y la indicación. La mirada, las muecas, los movimientos faciales manifiestan y señalan lo no verbalizable como lo hacen las manos a través de sus posturas ostensivas o de la variable intensidad de su danza intermitente. Los dedos índice de la lengua son aquellos elementos –llamados deícticos o mostrativos– que permiten apuntar, de manera siempre cambiante y relativa, hacia los sujetos, los objetos, el tiempo y el espacio de la enunciación (yo-tú-ahora-aquí-esto…). De ahí que la autora pueda concebir una dactiléctica del poema, «dialéctica de gestos» –en términos tomados de Lyotard–, complexión figural de ademanes expresivos e indicadores cuyo paradigma conductual reconduce, por ejemplo, a los antiguos tratados de quironomía: «Indicar es un gesto mudo, pero elocuente, que cobra especial importancia en la quironomía o arte de señalar y expresar con las manos». El poema es una mani-obra del lenguaje, así como la escritura, por cuanto tiene de arte, es manufactura. En una carta a Hans Bender, Celan hace notar que la poesía tiene mucho del trabajo manual que define a tantos oficios. El oficio, en alemán Handwerk (literalmente, «obra manual»), es cosa de las manos, Hände: «Sólo manos verdaderas escriben verdaderos poemas».

Fernández-Jáuregui rastrea, con pertinente y bien dosificada erudición, distintos precedentes retórico-poéticos de la «dicción facial y digital» del poema, remontándose a una larga tradición que va de Aristóteles, Cicerón o san Agustín, pasando por la tratadística medieval, manierista y barroca, hasta la teoría del lenguaje de Husserl, Bühler y Benveniste, la hermenéutica de Gadamer, la espectrografía de la voz en Derrida y los más recientes análisis lingüísticos y pragmáticos de la enunciación. Si una teoría que pretenda corresponder a la complejidad poliédrica de lo poético requiere combinar accesos filológicos y filosóficos, la de Fernández-Jáuregui satisface ambos requisitos sorteando fracturas y disonancias. El poema y el gesto nos enseña cuánto tiene el poema de rostro imaginal que se vuelve hacia el lector o se hurta, esquivo, a su mirada, de semblante que fascina y aturde como si quien lo contempla afrontara el efecto incantatorio de una faz medúsea («El gesto se articula, mediante un movimiento reflejo, en una escritura espástica que se detiene, ahí, en su torsión petrificada»); o nos invita a observar cómo tiende el poema sus manos indiciales para señalar lugares imaginables e invisibles, cuando no inexistentes, para describir paisajes puramente verbales, para presentar momentos ya perdidos y sólo recordados o soñados, para situar la voz de un yo e invocar la inminencia de un tú cuyos rostros no están hechos sino de gestos fónicos, rítmicos, sintácticos, deícticos, figurales. El poema se señala, en un simulacro reflexivo, como el espacio verbal donde tiene lugar la presencia restante de una pérdida o la actualidad espectral de lo ya siempre ausente. En palabras de la autora:

«Los gestos dicen lo que las palabras no pueden –y esa pérdida supone un desprendimiento de la escritura con respecto a la voz–; retoman la incapacidad de la palabra para escenificar, mediante el movimiento, su sentido más profundo. […] El decir del gesto surge, por tanto, del vacío de la indecibilidad de la palabra, de manera que los gestos escriben en el aire un sentido inaprensible. El sentido de la palabra aflora tan sólo para poner el gesto en acción, en movimiento, al pasar éste por el afecto o el ánimo consciente o inconsciente de quien lo ejecuta, y perderse después».

Un gesto –propiamente, estrictamente– no dice, hace: y su gesta, como advierte Fernández-Jáuregui, no hace sino mostrar algo que las palabras del poema, reduciéndose como tales a emitir significados y concitar sentidos, nunca podrán decir. La forma géstica del poema se muestra en su textura verbal, pero no puede ser dicha ni representada en ella. Esta tesis no está lejos de la que enunciara Wittgenstein, en una de las proposiciones del Tractatus, sobre la indecibilidad de la forma lógica del lenguaje: «Lo que se expresa en el lenguaje no podemos expresarlo por medio del lenguaje» (4.121). No es posible decir la correspondencia expresiva entre la lógica de los hechos y la lógica de las proposiciones. En cada poema se cifra un gesto puramente expresivo-indicial, gesto en el vacío, en el sentido de que un poema presenta evocativamente lo indicado (yo, tú, ahora, aquí, esto, aquello…) en el instante mismo en que lo muestra ausente y, por tanto, indiferenciable del propio acto de expresión-indicación. El poema hace, pues, presente y pregnante la imago de un mundo o de una realidad que al fin sólo consiste o subsiste en el gesto que la evoca como experiencia única de un acto del lenguaje, y sólo en él. Por eso destaca sagazmente Fernández-Jáuregui el carácter semelnativo de la enunciación poética, esto es, el hecho paradójico de que el poema, aun siendo necesariamente repetible debido a la estructura anafórica del lenguaje y la enunciación, nace cada vez «como» nuevo, muestra en cada lectura el gesto y la gesta de un acontecimiento singular cuyos efectos son imprevisibles.

Evento repetidamente irrepetible, el poema lleva en sí la investidura gestual de una voz convertida en efigie que carece de faz original: «El gesto no será sino efigie (ex-fingere) desterrada del sujeto». La voz poética –de la que tan enfáticamente suele hablar la crítica– jamás se confunde con un sujeto identificable, ni con un yo enunciativo o tematizado, ni siquiera con un estilo peculiar que, inventariable en sus rasgos distintivos, se limitaría a la repetición de unos cuantos artificios verbales. La voz poética no se dice ni es decible: sólo se muestra como anómalo efecto gestual de una orquestación (fónica, gráfica, rítmica, tonal, semántica, figural, imaginaria) cuya singularidad, siendo de por sí caleidoscópica, resulta una y otra vez irreductible a un sentido. Las efigies de la voz poética no se distinguen de los gestos figural-indiciales que en cada caso muestran la presencia única, la peculiaridad indomable de la forma poemática. Muda efigie de una voz sin rostro, el poema llama a la presencia y ancla en su lugar fantasmal aquello que, por ser de siempre pérdida, sólo puede «hacer señas». Lo (pre-)esencial del poema es lo ausencial, y el gesto teórico-poético de Fernández-Jáuregui, de una congruencia admirable, delata un inevitable tono elegíaco.

El poema y el gesto incluye lecturas dactilécticas de la poesía de Dante, Celan, Vallejo y Gamoneda. Esta selección de poetas responde, no a un diseño histórico ni a una argumentación progresiva, ni siquiera a una pretensión meramente comparativa, sino a un tratamiento diverso y en espiral de los problemas teóricos y poetológicos abordados en los capítulos anteriores. Tal vez los cuatro poetas, más allá de diferencias evidentes, tengan en común la obstinada tentativa de evocar e invocar la presencia fantasmática de todo aquello que ha ido quedando en el camino como una pérdida que, secreta e inexorablemente, cada uno lleva a sus espaldas. En todo caso, las interpretaciones de Fernández-Jáuregui arrojan nueva luz sobre los poetas estudiados a través de una síntesis poco común de close reading, cultura filológico-histórica y aplicación eficaz de conceptos poético-gestuales.

Excelente lectura la que ofrece la autora de la gesta giróvaga de Dante en la Commedia, donde el personaje, en un recurrente movimiento reversible, análogo al de las palabras y los versos, vuelve (volge) una y otra vez (volta) la cabeza o el rostro (volto) instigado por el deseo (volere) incoercible de echar una última mirada a todo cuanto va dejando atrás en su errancia por las regiones ultramundanas. En Celan la experiencia poética, indistinta del lenguaje que le da forma, se dirige hacia la presencia de un tú inaparente, o de algo pasado o nunca sido que el poema rememora y olvida a un tiempo: «Hin: el lenguaje apunta, se dirige hacia, sigue su pulsión deíctica. Pero, hin ist hin, lo pasado pasado está, y por aquello que el lenguaje pasa, a su paso queda atrás». Los poemas de Vallejo, sobre todo en Trilce, trazan el curso zigzagueante de un impulso expresivo interceptado por rupturas de tono y de registro, apóstrofes e interjecciones que hacen de la dicción una suerte de tartamudeo de una voz en diálogo consigo misma o con los ausentes. En Gamoneda, leído en clave de imaginación aurática de un tiempo y un espacio perdidos, «el poema indica, levanta la mirada hacia un exterior que apunta sin significar y, mediante un gesto concreto, la demonstratio apunta sin embargo a un espacio abierto e indeterminado».

El poema y el gesto constituye una de las más relevantes aportaciones de los últimos años a la teoría del lenguaje poético. El libro de Fernández-Jáuregui, escrito con rigor y refinamiento, abunda en hallazgos terminológicos y conceptuales, no elude riesgos ni dificultades en su apuesta hermenéutica y trasluce una mirada teórica de la que cabe esperar importantes logros en el esclarecimiento interpretativo de la creación poética. Una mirada que, aun cuando reconoce desde el principio que la lectura de un poema permanece siempre «en vísperas del sentido», aspira a pensar lo poético no sólo desde fuera y de lejos, sino desde la extraña intimidad del gesto que lo engendra: «Pensemos el poema desde dentro, llevemos sus palabras sobre nuestras palabras. Entreguémonos al poema, ausentémonos en él».