POR CARLOS F. GRIGSBY
Fotografía de Eunice Odio (1922-1974), poeta costarricense. Fuente: Biografías y Vidas.

En el hervidero de la pubertad, leí en raptos a Alejandra Pizarnik. En esos años de sueños rimbaldianos, me parecía una poeta tocada por la gracia. Medía mi propia edad con la suya, a sabiendas de que había escrito poemas como «El despertar» con solo veinte años («Señor / Tengo veinte años / También mis ojos tienen veinte años / y sin embargo no dicen nada»). Con el tiempo, sin embargo, ha cambiado mi lectura.

Me parece que la enfermedad de la autora menguó su poesía, tan embargada por la obsesión de la muerte. Más allá de su tragedia, el suicidio de un autor estropea la lectura de su obra: a partir de él, lo escrito adquiere un aire de legendaria fatalidad y morboso heroísmo, todo lo cual nuestra cultura literaria está demasiado presta a consumir. Por otro lado, me gustan el rigor de la condensación del fragmento en Los trabajos y las noches; los interesantes experimentos en prosa como el de La condesa sangrienta, en el que Pizarnik se inicia en el gore gótico; el desesperado experimento de Extracción de la piedra de la locura; las páginas memorables, aunque siempre tentativas, exploratorias, roídas por sus propias tinieblas y densas hasta la asfixia de El infierno musical.

La primera poeta que realmente me marcó, sin embargo, allá por los inicios de los 2000, fue Emily Dickinson. Me parecía entonces que sus poemas encerraban un misterio esencial, para el cual el análisis resultaba más o menos vano y de cuyo núcleo yo solo podía tener visos empleando toda la intuición y sensibilidad de las que era capaz. Hoy me sigue pareciendo una poeta insuperable, cuyo estilo sibilino y singular derrota a la mayoría de sus traductores.

Pasada la pubertad, en uno de mis trasiegos entre España y Nicaragua, encontré en casa de mis padres una edición vieja y de tapa rosa de La mujer nicaragüense en la poesía, de Daisy Zamora. Tenía el lomo desencuadernado y las hojas se habían deteriorado en la humedad tropical. Leyéndolo, empecé a darme cuenta de que uno de los sucesos más importantes de la poesía nicaragüense de la segunda mitad del siglo XX fue la irrupción de una poesía feminista, aunque la historiografía aún no lo reconozca. Con el tiempo, vi que esos rasgos en un inicio nacionales eran de hecho regionales: las guatemaltecas Ana María Rodas y Luz Méndez de la Vega; las nicaragüenses Ana Ilce Gómez, Daisy Zamora, Michèle Najlis y Gioconda Belli; las costarricenses Eunice Odio y Ana Istarú, entre otras, transformaron el paisaje de la poesía centroamericana, una región profundamente patriarcal.

Uno de los rescates más alentadores en el devenir del canon es el de Eunice Odio. Se acaba de publicar La lucha por la lengua (los tres editores, 2023), una recuperación del debate que tuvo la poeta con el mexicano Salvador Elizondo en torno a las posibilidades del castellano. Su poema alucinante, monumental y desmesurado, El tránsito de fuego, fue reeditado en 2019 por la editorial Sin Fin, que también ha publicado a la chilena Elvira Hernández y la peruana Carmen Ollé. También fue reeditado su primer poemario, Los elementos terrestres (Torremozas 2018), una reescritura personal del Cantar de los cantares a través de un tamiz surrealista, en la cual fulge su don para la metáfora. Quiero pensar que ya es la hora en que se va a reconocer a esta poeta única, que murió sola, pobre y ninguneada en Ciudad México.

Tres clásicos

Podríamos colegir una lista de poetas que están siendo revaloradas gracias a la nitidez con que retratan la opresión patriarcal, hasta hace poco un tema menor.

A principios del siglo pasado, de todo el modernismo, fue Delmira Agustini quien mejor lidió con la ansiedad de la influencia de Rubén Darío. Le torció el cuello a ese cisne mejor que lo hizo González Martínez y además lo puso a menstruar: «Yo soy el cisne errante de sangrientos rastros, / Voy manchando los lagos y remontando el vuelo.» En Los cálices vacíos, el kitsch modernista se potencia gracias a un impudor feminista.

Como Agustini, Alfonsina Storni siempre ha sido nombrada parte de la historia de la literatura hispanoamericana, pero más a manera de personaje secundario o terciario que de protagonista. Descrita su poesía por Borges como «chillonería de comadrita», recientemente se han vuelto a editar sus crónicas feministas. Primero fueron publicadas sin mucho ruido como Nosotras… y la piel (Alfaguara, 1988), luego aparecieron bajo el título Un libro quemado (Excursiones, 2014). En éste, las mismas investigadoras que habían publicado aquél ampliaron y reordenaron la selección de textos. La autora que emerge de estas ediciones deshace la imagen estereotípica de la poetisa que, por desamor, se adentraría en la muerte caminando entre las olas. Storni es una escritora subversiva e irónica, casi cáustica.

También en esta lista se podría incluir a la escritora chiapaneca Rosario Castellanos. Atestiguando la boga comercial del tema, recientemente se publicó el ensayo biográfico Rosario Castellanos. Materia que arde (Lumen, 2023), escrito por Sara Uribe e ilustrado por Verónica Gerber Bicecci. Más allá de la renovada relevancia que tiene, después del sonado giro decolonial, la novelista indigenista de Balún Canán y Oficio de tinieblas —con todas sus contradicciones de ladina—, pienso en la importancia de la autora de poemas emblemáticos como «Valium 10» o «Autorretrato», por el humor amargo y la lancinante lucidez con que retrata el mundo heteropatriarcal.

Poesía y mercado

Todo el mundo sabe que la mejor literatura hispanoamericana hoy es escrita mayormente por mujeres. Por fin se ha dejado de discriminar a escritoras por su género. En consecuencia, como los ejemplos anteriores muestran, una rescritura del canon —de los cánones— está en marcha. No obstante, en los medios la palabra «literatura» suele significar narrativa, por lo que vale la pena preguntarse qué pasa con la poesía.

Se suele pensar que los poetas escriben al margen del mercado. Éste, sin embargo, lo acapara todo, incluso aquello que lo resiste. Aunque el término incurra en cierta banalización de la historia, Teju Cole habla por eso de «totalitarismo de mercado».

De la librería al aula universitaria, hoy la cultura está largamente tematizada según discursos identitarios basados en género, raza y/o nacionalidad, que rigen la forma en que se consume. El mercado, además, nada desaprovecha. Hay poetas cuya obra ahora tiene una segunda oportunidad en virtud de ser escrita por una mujer. Más allá de los excesos y ripios a los que esto conduce, ha tenido el feliz resultado de que la obra de una escritora como Marosa di Giorgio, aunque aún autora de culto, tenga más difusión que nunca. Admirable creadora de atmósferas delicadas y aberrantes, es en hora buena que una escritora tan obstinadamente fiel a los símbolos de sus sueños y su infancia pueda ser leída con más atención.

De modo similar, sin el auge de la escritura por mujeres, no estoy seguro de que se le habría reconocido a las uruguayas Ida Vitale y Cristina Peri Rossi con el Cervantes. Tampoco sé si a una poeta como María Negroni, cuya poesía muestra un delicado trabajo con las texturas del lenguaje, se le leería con la misma atención con que se hace hoy. Aunque de generaciones distintas, en Peri Rossi y Negroni se reconoce la crítica lucidez que se adquiere casi siempre en el margen, ya que ambas empezaron a hacer obra antes de este apogeo. (En el caso de Peri Rossi, el margen era aún más orillado: además de escritora, lesbiana.)

Libro de la poeta nicaragüense Daisy Zamora

Antes, la biografía de una poeta de la potencia de Blanca Varela se narraba —se sigue narrando— a partir de su encuentro en París con Octavio Paz, quien paternalmente la habría introducido en los círculos artísticos franceses. Parafraseando a Carlos Martínez Rivas, mientras el mexicano se inmolaría como poeta al surrealismo francés, guiado por su convicción de ser, para el mundo hispano, el traductor de la modernidad de aquella estética, Varela en cambio llegaría a desarrollar una voz inconfundible, que marcaría una de las grandes obras poéticas del siglo en castellano. Paz ganaría el Nobel; a Varela no le darían el Cervantes.

Está, sin embargo, el reverso de la moneda. En su faceta más comercial, al mercantilizar ciertos temas y rasgos de identidad en pos de mayores ventas, la efervescencia editorial que viene con la actual diversificación de los cánones amenaza con extinguir la misma originalidad que dio lugar al auge de la escritura por mujeres. En particular, flaco favor les hace a poetas jóvenes cuyo talento es tan evidente como su falta de experiencia. Por un lado, para incrementar su atractivo ante el consumidor, las editoriales tienden a promover a estas poetas como voces ya hechas e incluso magistrales. Por otro lado, la crítica, cuya función en el campo literario debería ser la de contrapeso a estas fuerzas comerciales, reducida al suplemento cultural deviene partícipe del fenómeno mercantil al celebrar las obras acríticamente, gracias a un entusiasmo basado en afinidades temáticas y discursivas.

Esto no obsta para decir que algunas de las voces más importantes de la más reciente poesía en español son, de hecho, las de mujeres como Erika Martínez y Elisa Díaz Castelo. Los libros de aquella, como Chocar con algo y La bestia ideal, muestran a una poeta cerebral atípica dentro de la tradición de la poesía española, si consideramos su diálogo abierto con la poesía hispanoamericana; su uso de la ironía; el cultivo del poema en prosa; la experimentación con, y la ampliación de, el vocabulario del lenguaje poético, capaz de abarcar todo lo que va desde el tópico periodístico al discurso científico. Por otro lado, en la obra de la mexicana Díaz Castelo también hay una apertura del registro lírico al poetizar el lenguaje de la física y las matemáticas, así como reinventar viejos mitos (Ofelia, Eurídice) desde la cotidianidad contemporánea. En comparación con Martínez, en Díaz Castelo es más notoria la escuela de la poesía estadounidense: la puntuación, el giro de la frase y cierto encabalgamiento con miras a enriquecer el verso con ambigüedades. Quizá lo más interesante de esta poeta mexicana venga cuando haga uso más desenfadado de la sintaxis de la poesía angloamericana, cuyos ecos aún pueden oírse en sus poemas.

Zonas de sombra

Quiero matizar lo escrito: el mercado lo acapara casi todo, pues decide ignorar lo que no puede mercantilizar.

Alguien deambula por las calles de la Zona 1 de la Ciudad de Guatemala. Es mayor, debe andar por los setenta u ochenta. Vende dentífricos, desodorantes y poemas. Pablo, como prefiere que le llamen, o Isabel de los Ángeles Ruano, como aparece en algunas antologías, es una de las poetas de la segunda mitad del siglo XX más importantes de la región. Es prácticamente desconocida fuera de su país, a pesar de haber escrito versos como:

Te quiero en ese resplandor de miedo voluptuoso

donde nació el acento melancólico,

en las ventanas del sueño, en ese gemir suave

de adolescente incendiado en el otoño,

te quiero en el vaivén de habitaciones olvidadas,

ignorado en escalerillas fantasmas,

martillando una angustia sin nombre,

tragando besos sucios a hurtadillas del día,

comprando una primavera inexistente

bajo un silencio de sombras y sábanas revueltas.

Son del poema «A Luis Cernuda», de la colección Tratado de los ritmos. En su escritura hay una velada poetización (casi escribiría sublimación) de la pobreza que vive y ha vivido, que hace realidad posibilidades poéticas bastante originales:

Mendigaré

a través de las increíbles ciudades del otoño

(…) Mendigaré en los parques la luz y los colores.

Y aunque su obra prometa muchas posibilidades de gran interés para el mercado y la academia del giro cultural —la ambivalencia de su sexualidad, el travestismo, la locura, la marginalidad, etc.— hay zonas, hay regiones a las que el mercado simplemente no se asoma.