Paloma Díaz-Mas
El pan que como
Anagrama, Barcelona, 2020
291 páginas, 18.90 €
Cuando abrimos el ensayo El pan que como, Paloma Díaz Más (Madrid, 1954), en la primera línea, escribe: «Voy a comer» y punto, punto y aparte además, manifestación propia del hambre repentina de un escritor, me divierte pensar. Brusca determinación que, formulada así, incita a pedirle perdón por habernos inmiscuido en la tarea que está a punto de iniciar y cerrar el libro como se cierra una puerta abierta sin permiso. «Bueno, pues que aproveche». «Volveré a abrirlo en un rato y espero que entonces no vaya a dormirse una siesta», o bien, insistir, aun sin haber sido formalmente invitado, confiando en que la formulación sea, más probablemente, conciencia, ausencia de prisas por dar marco literario a ese deseo primario y medida sencillez. Y es que el lector sabe que quien nos dice que va a comer es catedrática de Literatura Española y Sefardí, profesora de investigación en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y autora de una vasta obra ensayística y de ficción, es decir, que comerá distinto, y la frase, tan exenta de cortesía de anfitrión y, por qué no decirlo, de pretensiones literarias, pueda ser anzuelo para pescar al lector menos protocolario, al fisgón que no duda en colarse en la comida ajena y a quien no juzga, ante la falta de alarde, carencia.
Y así llegamos a un ensayo que dura y se estructura como un almuerzo, en un medir más cuántico que newtoniano —para (no)entendernos—. Nos convertimos en comensales que compartimos un mismo cocido, un cocido de un rato y de siglos, que se saborea sin catar un garbanzo, a lo largo de un tiempo que se dilata por significados. Un cocido que se dispone a comer sola —aunque veremos que pocos cocidos han sido fiesta más multitudinaria que la que aquí se propone— pero que cuenta con lectores, nosotros, asomándonos al plato, mirándolo con lupa para más desconcierto, mientras recibimos respuesta al interrogante de: ¿qué sabemos de cada uno de los elementos de este almuerzo tan castizo y universal? Cada detalle de lo cotidiano abre sendas en las que la sencillez de la que antes hablábamos, esa literatura sin adornos, se hace camino al andar tomando rumbos no meramente estomacales.
La palabra japonesa Itadakimasu tiene cabida en esta degustación, pese a no tener equivalente en castellano, simplificada tantas veces en un «que aproveche», que no es de lo que aquí se trata, o no solo de eso. El conjunto del ensayo es un homenaje a este término, una forma de traducción enriquecida, una manera literaria de dar cuerpo y significado a un concepto que se abre paso en nuestra cultura a través del libro de Díaz-Mas. «Existen dos significados para la palabra Itadakimasu para antes de empezar a comer. El primero es gratitud a las personas que han participado en todo el proceso de elaboración de la comida desde el campo/mar/granja a tu plato. Representa el sentimiento de gratitud a la persona que lo ha cocinado, a quien ha puesto la mesa, las personas que han cosechado las verduras, las personas que han pescado los peces […]. El segundo significado es gratitud a los ingredientes, a la comida en sí misma». Imaginen el potencial de esta palabra japonesa en mente y manos de una persona agradecida que además sea historiadora e investigadora, como es el caso. El entramado se teje del plato a la memoria. El comer se convierte por magia de la palabra en enigma sin fin, en un viaje a la semilla, del garbanzo, del repollo; a la raíz, de manera literal y figurada. Este cocido no avanza, retrocede a cada bocado hasta llegar al paleolítico y al asombro de esos primeros homos en la transición de la ingesta de carne cruda a cocinada. Entre ellos y nosotros, los que nos leemos este cocido, median lazos invisibles. Pasado, presente, mundo animal y vegetal: del caldero que los unifica, a la conciencia de la diferencia y de su recorrido. Un cocido madrileño tocado por la experiencia de la atención a los detalles propios de la cultura japonesa, aunque no hay más referencias al mundo nipón que la palabra que lo envuelve: itadakimasu.
Este, eso sí, es un cocido para comer sin mucha hambre. No hay forma de ir al meollo del asunto, si pensamos que el meollo es la degustación, ya que poco cuentan aquí las papilas gustativas, el placer sensorial más inmediato. De hecho es un cocido que se distrae en elementos como «manteles», «cubiertos», «agua», «pan», capítulos que no seducen en su enunciado sino un poco después. En esta historia del objeto y de la vida cotidiana, la secuencia es rítmica, laico ritual que crea cadencia: de lo anodino, al asombro de los datos y la información. De lo doméstico sin pompa, sólo circunstancia —poner el mantel, los cubiertos, un vaso de agua, otro de vino, comerse un cocido que ha comprado en una tienda de comida preparada, etcétera—, a viajar por siglos de historia y de cultura; lo trivial abre foco y acabamos por preguntarnos qué nos llevó a considerarlo banal. La reconstrucción historicista da un estatus a la servilleta.
Somos lo que comemos y cómo lo comemos. Y cómo lo han comido otros, transformando usos y costumbres. Este elogio de los componentes del cocido y sus accesorios supone el reconocimiento de los pasos que han hecho del comer un acto refinado, cultural. Pero, para recorrer ese camino, Díaz Mas, antes de hacer, deshace. En este ejercicio del comer atento, primero desnaturaliza el calentar una olla, sujetar un cubierto, abrir la botella de vino, cortar la morcilla. Experiencia de la extrañeza desde el asombro. Ese chorizo que ves, no es chorizo porque lo veas, sino por la sucesión de trabajo e ingenio colectivo, vida cedida, organización que, sumada, ha hecho fácil lo que, si tuviese que hacerlo uno solo, sería una odisea. Más bien, no sería. El chorizo visto desde la otredad, ejercicio que no sé si condimenta o abruma, pero que nos viene muy bien para no desligarnos del plato como déspotas del cocido, osando despreciar el valor escondido, el tesoro que se oculta en aquello demasiado al alcance de la mano. Historiadora y narradora se dan la mano para llevarnos, por ejemplo, ante hombres que nos resultan muy lejanos, allá por el siglo v antes de Cristo, quienes, pertrechados con candiles, construían galerías para que pasase el agua. El dato no es ajeno a la acción de abrir el grifo hoy, sólo que el vínculo entre esos señores y usted o yo se pierde en la noche de los tiempos. O su paseo por la visión novelada, aunque historicista y laica, de la última cena de Jesucristo, tratando de imaginar ese grupo de judíos perseguidos por las autoridades, comensales que comparten un trémulo almuerzo que tanto ha determinado nuestro imaginario.
También nos lleva a donde preferimos no ir, a los espacios de sacrificio y matanza. Y es que, el que el cocido salga de una tienda de comida preparada o de una lata, no lo hace menos deudor del cordero y de la vaca, en diferente proporción según de qué olla se trate. Don Quijote se quejaba de su «olla con algo más de vaca que carnero». En cualquier caso, compara la tradicional dureza de las gentes del campo hacia los animales con nuestra gazmoñería que ve tan lejos la muerte del animal que, sin ser capaces de matar un pichón, podríamos no obstante tirar bandejas de comida como si la muerte del animal nunca se hubiese producido. Exentos, hacia el pollo descuartizado y limpio que adquirimos fragmentariamente, de culpa y de agradecimiento. Una muerte que sucede muy lejos haciéndonos resbalar por el abismo de la abundancia y de lo fácil: la indiferencia. Y no es que Paloma Díaz Mas sea vegetariana, pese a su conciencia. Más bien acepta la cadena trófica sin rechistar, respetando la secuencia de tú mueres para que yo viva, pero quiere comer sabiéndolo y agradeciendo en consecuencia. Hay una suerte de pedagogía laica de la gratitud en su ensayo, en el que sacude de paso la sensibilidad, propia de nuestro tiempo en el que, tras haber industrializado la muerte animal, pareciéramos incapaces de establecer lazos de ningún tipo con el fragmento de animal, limpio y envasado, que como caído del cielo llega a la bolsa de la compra.
De manera análoga a la propia estructura se despliega también su lenguaje, están en sintonía forma y contenido podríamos decir. De lo parco a lo suntuoso, de frase corriente escuchada tantas veces en almuerzos familiares, circulares, idénticos a sí mismos, frases tan poco reseñables como la que abre el veinteavo capítulo: «Como me ha sobrado un poco de comida, la he puesto en un recipiente de cristal con tapa y la he guardado en el frigorífico…», a la puesta en marcha del despliegue informativo. De los restos bien guardados en la nevera a la comprensión de la dificultad que han tenido los seres humanos, desde nuestros orígenes hasta hoy, para conservar los alimentos, historia del ingenio y el esfuerzo humanos que preceden el que podamos abrir nuestra nevera y meter hoy un táper con los restos del cocido precocinado (así como el arte de valorar esos restos de cocido precocinado, que también tiene su aquel). Del ensayo pedagógico a la novela historicista, del punto y aparte al desarrollo, delta expansivo, de lo que busca su origen entreteniéndose placenteramente en el recorrido.
Toda lectura entraña alguna dificultad. Hay que desconfiar de la apariencia sin riesgo del título en un libro de este tipo y más cuando lo que está en juego es cosa seria, la experiencia de tus cocidos futuros, sanctasanctórum de la cocina del hogar que se precie de serlo. Y es que este libro provoca una dificultad, quizá sea sólo un efecto temporal: la de comer entregado al ensimismamiento del paladar, a la voluptuosidad egoísta que, sin tender lazos, se relame afirmándose en un presente extático. Este es un cocido enraizado y vinculante para quien se anime a probar.