«Esos libros quizás sean los más puramente cortazianos, en el sentido de que lo que predomina en ellos son los encuentros más o menos casuales (que, como sabían el André Breton que encuentra a Nadja y el propio Oliveira en su búsqueda de la Maga en Rayuela son “lo menos casual de nuestras vidas”), y la perpetua voluntad de transformación (como ocurre también en Paul Auster, otro maestro del azar)»
POR MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
Hubo un tiempo literariamente esplendoroso –años sesenta y setenta del siglo pasado– en que un puñado de novelistas latinoamericanos pareció poner todo su empeño en enseñarnos con éxito cómo contar mejor en la lengua común. Lo que resultaba más atractivo de aquellos escritores en torno a los que la industria editorial acabó armando su «boom» era, como afirmó tempranamente (1966) el crítico y ensayista chileno Luis Harss (Los nuestros; Alfaguara, 2012), «la libertad interior con la que manejaban las palabras para decir cosas».
Los cuatro más conspicuos y populares protagonistas de aquel momento mágico de la literatura en español (Cortázar, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa), herederos y colegas más o menos directos de una tradición de contadores de historias tan imprescindibles como Carpentier, Sábato, Guimarâes Rosa, Borges, Rulfo, Onetti, Lezama Lima, Roa Bastos, Asturias, Jorge Amado o José Donoso, eran bastante conscientes de la importancia y novedad de su quehacer, como muestra la correspondencia cruzada incluida en Las cartas del boom (Alfaguara, 2024). Nota bene: de aquellos esplendores participaron también algunas mujeres (se suele citar, casi por marcar cuota, a las brasileñas Clarice Lispector y Nélida Piñón, a las mexicanas Elena Garro y Rosario Castellano, a la chilena María Luisa Bombal), pero el boom, reflejo también de la sociedad (y del poder editorial) en que surgió, era inevitablemente tan machista como ellos.
La época en que floreció el acmé de aquel cuarteto (cuyos componentes habían nacido entre 1914 y 1936) fue un tiempo a la vez acuciante y optimista que, también en lo literario, invitaba a dinamitar géneros, derribar cánones e introducir profundas grietas en la tradición recibida. En el exterior, el mundo se había hecho más inseguro (crisis de los misiles, dictaduras, ascenso de las violencias revolucionarias, paramilitares o reaccionarias), pero más apasionante: los casi unánimes entusiasmos suscitados entre los intelectuales latinoamericanos por la Revolución cubana -una incandescente luna de miel política que, con alguna temprana excepción (Cabrera Infante, sin ir mas lejos, a quien Harrs excluyó de Los nuestros), se prolongó hasta 1971 (caso Padilla)- tuvo enorme impacto en la literatura y alimentó incontables debates acerca del papel de los escritores, de su compromiso político, de la concepción de su oficio y de las diferentes formas de abordarlo.
Paradigmático representante de la imaginación crítica de aquella nueva modernidad latinoamericana fue Julio Cortázar (1914-1984), quizás el más radical de los cuatro por su uso del lenguaje, su comprensión de la proteiforme y voluble realidad sobre la que actuaba la narrativa y, lo que es más importante, por su innovador concepto de las relaciones entre texto, autor y lector. En 1963, cuando ya era poseedor de un merecido -aunque básicamente restringido al ámbito iberoaméricano- prestigio como cuentista (Bestiario, su primer libro de relatos había sido publicado en 1951), se descolgó con Rayuela, la novela que irrumpió como un ciclón en la literatura en español, demostrando -sobre todo a los lectores del lado de acá- que al otro lado del Atlántico había adquirido incontestable madurez una narrativa que huía de la solemnidad y de la rutina; un modo de contar que ampliaba los límites de la realidad haciéndola más elástica, más permeable, más expansiva: más real. Desde su mismo planteamiento formal, que impugnaba el modo tradicional de lectura proponiendo en su incipit un «tablero de dirección» con las diferentes posibilidades de abordarla, hasta la plasmación de la muy cortaziana idea de que «solo con el lenguaje, burlado, criticado, insuficiente, mentiroso, podremos crear otro lenguaje, un antilenguaje, un contralenguaje» (Carlos Fuentes).
Tanto en sus cuentos como en sus novelas queda muy claro que lo que tradicionalmente llamamos realidad (y Cortázar, siempre se consideró un realista, aunque de un tipo nada convencional) consiste, simplemente, en su apariencia fenomenológica. A diferencia de la idea de lo fantástico de Borges, quien armaba sus relatos desde la convicción de que el mundo real es una ilusión -algo que aprendió de su admirado obispo Berkeley-, para Cortázar lo maravilloso yace (dormido) en cualquier parte y se manifiesta en los intersticios y fisuras de lo existente. De modo que la realidad lo abarca todo: también los sueños y pesadillas, las fantasías, las alucinaciones y los productos neuróticos. Reinterpretando un célebre lema del mayo francés: por debajo del orden de la realidad (los adoquines) se encuentra el abismo del asombro (la playa). La literatura sirve para exorcizarlo y, de paso, cambiar al autor y al lector.
De la frecuentación de los surrealistas y de los patafísicos (empeñados en su fascinante escrutinio de las leyes que regulan las excepciones) aprendió Cortázar otros elementos indisociables de su fortísimo anhelo de fusión del arte y la literatura: el azar, el juego, el humor, el erotismo, el (aparente) sinsentido («los cronopios tienen una visión sumamente constructiva del absurdo»), la alergia a la petrificación y pesadez del lenguaje (y, de ahí, su uso de la heteroglosia en todas sus formas: el glíglico y las jitanjáforas, el lunfardo, los americanismos), la naturalidad, el carácter coloquial de la escritura, lejos de «la falsa soltura de los Camilo José», de los «chorros de facundia española» (ahí nombra cruelmente a Azorín y Julián Marías), y de otras «coprologías de prosapia quevediana». Todo ello presente en su idea de la literatura como una actividad vital, libertaria y provocadora que trata de lograr la máxima complicidad con el lector.
Como demostraba Rayuela, la deslumbrante novela que habrían querido escribir casi todos los que la leyeron con menos de treinta años, y para quienes la prosa del realismo (social o costumbrista) hegemónico en el mercado literario ya no era suficiente para explicar, entender y glosar la complejidad del mundo, en Cortázar la literatura como actividad vital lo permeabiliza todo. Para analizar sus obras resulta obsoleta la taxonomía tradicional de los géneros, porque las fronteras entre ellos se diluyen hasta formar algo que los contiene a todos y que constituye una especie de tornadiza mezcla literaria sin más leyes que las que impone la más absoluta libertad. Lo que se enfatiza, por tanto, es la gratuidad del juego, la presencia del humor (cuya carencia se le antojaba uno de los grandes defectos de la literatura «seria» hispanoamericana), el sentimiento de lo fantástico, la apuesta por la audacia expresiva, la necesidad de estar permanentemente abiertos al encuentro fortuito (suponiendo que exista alguno que lo sea) de un paraguas y de una máquina de coser sobre una mesa de disección, como quería el conde de Lautréamont.
Esa permeabilización incestuosa de géneros se muestra de un modo particularmente explícito en esos libros inclasificables (de «prosas ligeras», las llamaba, yo creo que irónicamente) que tienen algo de cajón de sastre, de personal enciclopedia de saberes y sensibilidades en la que cabe desde la poesía y los relatos (que, a menudo nacen del mismo extrañamiento del mundo) hasta el ensayo breve, pasando por los géneros periodísticos, las viñetas más o menos cómicas, las aficiones vividas con pasión militante (el jazz, por ejemplo), los experimentos formales, las confesiones autobiográficas, las variaciones tipográficas, las declaraciones políticas de principio y, last but not least, el diseño, las ilustraciones y hasta el formato de los libros.
A esa clase inclasificable pertenecen especialmente -pero no solo: ahí tienen, por ejemplo, Territorios (1978) y Un tal Lucas (1969), que participan de la misma idea- dos libros concebidos, armados y diseñados en los años post Rayuela– La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, publicados originalmente en México por Siglo XXI en 1967 y 1969 respectivamente. De ambas obras, cuya publicación causó desconcierto entre los más puristas, Cortázar no fue solo autor y arquitecto, sino también editor, ilustrador y diseñador (con la inestimable complicidad de su íntimo amigo, el escultor argentino Julio Vivas, con quien se encerró para diseñarlos en su «ranchito» provenzal de Saignon). Esos libros quizás sean los más puramente cortazianos, en el sentido de que lo que predomina en ellos son los encuentros más o menos casuales (que, como sabían el André Breton que encuentra a Nadja y el propio Oliveira en su búsqueda de la Maga en Rayuela son «lo menos casual de nuestras vidas»), y la perpetua voluntad de transformación (como ocurre también en Paul Auster, otro maestro del azar).
Esa evidente apuesta por la transformación se expresa desde la misma cubierta (tapa, dicen allí) de los libros; en La vuelta al día en 80 mundos (VD80) una rueda de niños juega a pídola mientras se van transformando en sapos que se transforman en niños que se transforman en sapos: eternamente. En Último Round (UR) la cubierta simula las tapas anterior y posterior de un diario de ese título en el que se apelotonan noticias y hechos diversos que anuncian de qué va lo de dentro. En la primera edición de UR los experimentos llegan a convertir el propio libro, cuyas «tripas» estaban guillotinadas en dos partes respetando lomo y sobrecubierta, en una especie de edificio de dos plantas (cuerpo mayor en la superior y menor en la inferior), una especie de homenaje subliminar a Rayuela, en donde la acción se desarrollaba «del lado de acá» y «del lado de allá», permitiendo una combinatoria que aumenta y expande el sentido de lo expuesto.
Tanto VD80, cuya primera lectura le pareció a un entusiasta Carlos Fuentes «triste y exaltante», como UR, pueden leerse como auténticas biografías intelectuales de Julio Cortázar. A través de los relatos y poemas, de los ensayos y de las reflexiones, se refleja de modo inequívoco tanto el carácter y los gustos de su autor, como, lo que es más importante, su concepción de la literatura y del compromiso (político). Algo que llevó al ya citado Carlos Fuentes a escribirle: «cada libro tuyo tiene la sabiduría de cancelar y asumir todos tus libros anteriores, y esto es lo que los pendejos no quieren o no pueden entender (…)», «cada obra tuya me parece una lectura más misteriosa e implícita de todas tus obras anteriores». Y es que, seguramente, estos dos libros, junto con el torrencial cuerpo de su correspondencia dicen más de Cortázar que cualquier biografía canónica (de las que, por cierto, ninguna resulta particularmente satisfactoria). «Aspiro a que escribir y respirar no sean ritmos diferentes»: esa es la utopía que se aferraba Cortázar como razón de ser de su actividad literaria.
A estos libros proteicos e informales, Cortázar los llamó «almanaques», como aquellas publicaciones que aparecían preferentemente a finales de año y que agrupaban textos de muy diversas procedencias, incluyendo, además de poemas y cuentos, juegos, divertimentos, adivinanzas, listas de personajes y cosas, aniversarios, homenajes, noticias sobre las efemérides, el clima, la salud o las fiestas de guardar (un ejemplo aún vivo es el famoso Calendario Zaragozano). Los textos no son, como ocurre con los verdaderos ensayos que siguen la tradición de Montaigne, concluyentes, sino más bien divagantes: siempre más tentativos que apodícticos o definitivos. En ellos, por ejemplo, Cortázar habla de su amor por el jazz (de Lester Young y Charlie Parker a Clifford Brown, Thelonius Monk y Louis Armstrong, «enormísimo cronopio»), cuyas líneas de fuga (variaciones sobre el tema principal) quiere imitar en su literatura; de su concepción del cuento fantástico (imprescindible artículos como «Del sentimiento de lo fantástico» en VD80 o «Del cuento breve y sus alrededores» en UR); de sus filias y fobias artísticas (Alechinsky, el gran pintor del grupo Cobra, o Salvador Dalí -Ávida Dollárs-), de sus grandes afinidades literarias -de Poe, a quien tradujo- o Horacio Quiroga a Lezama (estupendo su artículo «Para llegar a Lezama Lima», en VD80), de sus compromisos políticos, cada vez más inequívocos y radicales: en el frontispicio del «periódico» que mimetiza UR se puede leer como lema una frase inesperadamente cortaziana (y avant la page) de V.I.Lenin: «hay que soñar, pero a condición de creer seriamente en nuestro sueño, de examinar con atención la vida real, de confrontar nuestras observaciones con nuestro sueño, de reeditar escrupulosamente nuestra fantasía». UR, que refleja muy significativamente el optimista estado de ánimo del escritor (y de buena parte de sus colegas) tras la revolución global del 68 (véase, por ejemplo, «Noticias del mes de mayo»), reproduce también (en el piso de abajo) la famosa carta acerca de la situación del intelectual latinoamericano que publicó Casa de las Américas cuando todavía no se había esfumado la luna de miel revolucionaria de la intelligentsia continental.
Cortázar, que dijo de UR que se trataba de un libro «criollo como el mate y revuelto como la paella» enfatiza en sus dos «almanaques» la importancia del humor, la ironía y la ternura como modo de aproximación a una realidad que nunca termina de ofrecer todo lo que contiene. Cortázar elige como escritor la imagen del camaleón que se mimetiza con todos los colores de la alfombra (un símil que habría encantado a Henry James), «aunque cualquiera sabe que habito a la izquierda, sobre el rojo». Y en todo caso, la gran lección lúdica que nos dejó -y que estos «almanaques» reflejan- es ese sentimiento de nunca «estar del todo» que recuerda tanto a aquel poema en prosa de título inglés (Any Where Out of the World) de Baudelaire (otro de los poetas de cabecera de Cortázar) que decía «me parece que estaré siempre bien allí donde no estoy, y esta cuestión de la mudanza es una que estoy discutiendo constantemente con mi alma». Cuarenta años después de la muerte de su autor, la relectura creativa de estos almanaques ayuda a comprender el encanto literario y la fuerza de uno de los grandes representantes de la mejor literatura latinoamericana del siglo XX.