Patricio Pron
La naturaleza secreta de las cosas de este mundo
Anagrama
232 páginas
Basta con leer la primera frase de La naturaleza secreta de las cosas para tener una idea clara del asunto central de esta novela. No sólo anticipa lo que le va a pasar a esta mujer que conduce un coche y está a punto de tener un accidente, sino que, de algún modo, nos hace saber que nos va a contar todo lo que la ha llevado hasta allí, nos dice que no es tan importante el final, sea cual sea, sino el proceso que se recorre hasta alcanzarlo. Es ese camino lo que nos transforma y nos convierte en otros, lo que nos ayuda a llegar a ese final que no siempre coincide con el que habíamos planeado.
En esa primera frase, Patricio Pron (Rosario, Argentina, 1975) está haciendo una declaración de intenciones: nos advierte de que aquí no vamos a encontrar una historia lineal y cómoda por la que podamos avanzar apoyados en la intriga de cómo se va a resolver. Más bien, lo que el lector va a descubrir es todo lo que ha pasado para que la historia se resuelva de la forma en que lo hace, ese espeso magma formado por alegrías y tristezas, aciertos y errores, decisiones, accidentes, deseos y obsesiones que llamamos vida.
Porque si la vida de Olivia Byrne no hubiera sido como es, si no hubiera vuelto a su memoria, sin llamar a la puerta, sin avisar, un recuerdo perturbador, la mujer no hubiera perdido el control de su automóvil. Si en ese breve trayecto que recorre desde su casa en Ramsbottom hasta Manchester su memoria hubiera sabido estarse quieta y no se hubiera empeñado en volver a ese asunto central con el que ha aprendido a vivir, más bien a convivir, que es la desaparición de su padre, tal vez seguiría viva. Pero así funciona la memoria, invasiva y obsesiva, inoportuna gran parte de las veces, implacable e ingobernable siempre.
Veinte años atrás, Edward Byrne, artista plástico, marido de Emma y padre de Olivia, desapareció sin dejar rastro. No encontraron ninguna evidencia de huida, tampoco de muerte accidental o de asesinato. Simplemente se esfumó. Y es esa ausencia, ese hueco que deja algo que ha estado y ya no está, esa huella de lo que existió, lo que ocupa esta primera parte de la novela. Olivia creció condicionada por una mezcla de incertidumbre y perplejidad. A su manera, ha diseñado su vida para emprender su propia fuga: es actriz y cada papel que prepara es una vía de escape, una forma de huir de sí misma y convertirse en otra, de cambiar de ser cuando siente que se ahoga. Incluso su especialización en monólogos dramáticos —solitarios y austeros— parece ser una declaración de principios: no necesito a nadie, me basto y me sobro yo sola, el resto del mundo es accesorio —y hasta molesto—, parece decir. Su relación con su madre, también artista, está plagada de encontronazos y discusiones, igual que con sus fugaces novias.
Esta primera parte dedicada a Olivia es de una gran introspección psicológica. Asistimos a su flujo de pensamiento, torrencial y caudaloso, con idas y venidas, repeticiones y obsesiones que se agolpan, tal como sucede cuando algo nos preocupa. En esa larga digresión que ocupa ciento diez páginas pasan ante nosotros sus pensamientos, que giran en torno a la ausencia, al vacío que dejó su padre; a un duelo que no sabe si es tal, pero que sí sabe que deriva en una intensa sensación de pérdida; a la nostalgia de un tiempo que no era perfecto, pero visto con la perspectiva que da el paso de los años lo parece; a la identidad construida —o, al menos, modelada— por la memoria; y a cómo ese proceso de sobreponerse al abandono, de reconstruirse sabiendo que le falta una parte, la ha convertido en la mujer que es.
En la segunda parte, dedicada a Edward, Pron cambia su forma de contar. Como si estuviera haciendo uno de los famosos ejercicios de estilo de Raymond Queneau, nos cuenta la historia desde otro punto de vista y abandona esa disección de los sentimientos y esa narración reflexiva para adoptar un estilo más rápido, descriptivo, casi de cronista. Con frases mucho más cortas y directas, el lector asiste a la peripecia de Edward desde aquella mañana que, de forma fortuita, sin planificación ni deseo, sin intención alguna, salió de su casa, echó a andar y no volvió. Esta crónica no es meramente un inventario de acciones que se suceden en el tiempo; es una reflexión acerca de las consecuencias que provocan nuestros actos, que Edward y su nueva «familia» tendrán que afrontar.
En esta parte, un viaje del héroe como el que propone Campbell, con su particular caída al abismo y su renacimiento, hay una crítica social mucho más marcada. El foco se amplía y deja de centrarse en lo individual —Olivia, Edward— para mirar alrededor: aquí el texto habla sobre la inmigración, los prejuicios, la pobreza, la xenofobia, el abuso y la explotación laboral de quienes no pueden elegir, la forma de vida de las sociedades modernas, del consumismo y el capitalismo…
Como en un juego de espejos, las dos partes de La naturaleza secreta de las cosas nos devuelven distintas imágenes de lo mismo con ligeras variaciones que se prolongan hasta el infinito; cada idea de la novela está conectada con otras, a veces de forma visible —ahí están los tres momentos en los que aparece el título de la novela— y otras de forma subterránea, insinuada, más o menos evidente. Cada reflexión de la novela resuena en otras en un eco que va amplificando su alcance. Donde más claramente confluyen las dos partes es donde abordan los temas nucleares de la novela desde las dos ópticas contrapuestas: los dos, padre e hija, indagan en los distintos modos de vivir en los márgenes y de ocupar un lugar nunca sospechado; en las múltiples formas de escapar de uno mismo, si es que eso es posible, sin dejar de ser quienes son; en las renuncias necesarias; en el verdadero propósito de la vida, en lo que nos hace alcanzar un estado de realización —y aquí hay una interesante reflexión sobre el mundo del arte y su valor, cuestionado por la necesidad de Edward de ejercer un trabajo físico que le hace sentir, por primera vez, útil—, en lo que nos permite vivir en libertad.
Entreveradas con los dos relatos, Pron cuenta pequeñas historias que hacen que el texto se amplíe: los niños ferales, la historia de la primera mujer lobotomizada, el antiguo manicomio femenino… En un jugoso epílogo, el autor nos habla del origen de estas historias y justifica su presencia en la novela, igual que la de muchos textos y autores también presentes —de un modo más evidente algunos, otros sólo sugeridos—: de El faro de Virginia Woolf o el Wakefield de Nathaniel Hawthorne a Faulkner, Washington Irving, Kafka, Updike, Peter Stamm… La obra de un escritor siempre es deudora de sus lecturas y aprendizajes, de su educación sentimental, y en este epílogo Pron reconoce esta deuda literaria e intelectual. A las referencias que enumera, me atrevería añadir la de Javier Marías: algo en la prosa de Pron remite a este autor, hay algo de él —una melodía, un eco— que resuena en esta novela.
Pron exige al lector tanto como se exige a sí mismo a la hora de escribir. En esta novela nos ofrece un texto bello, escrito con una prosa esculpida, cincelada, en la que cada palabra ocupa un lugar preciso, refleja una luz; un texto recorrido por una música subterránea, al estilo de las variaciones Goldberg o de las fugas de Bach —la fuga, de nuevo, como concepto que recorre la novela—. A cambio, pone ante nosotros una obra exigente, con una densidad a la que cada vez estamos menos acostumbrados —sedentarismo intelectual— en la que, al principio, cuesta un poco entrar: no podemos hacerlo de cualquier manera, tenemos que descalzarnos antes, aceptar sus normas, mostrar nuestra completa disposición a dejarnos llevar por esta historia.
Siempre que nos enfrentamos a una novela exigente, demandante, que pide entrega y atención absoluta, nos preguntamos si el esfuerzo lector vale la pena, si el tiempo y la energía que le vamos a dedicar se va ver recompensado al final. En La naturaleza secreta de las cosas, la respuesta es un rotundo sí. Y no sólo por el valor literario de esta novela, que es elevado, o por la exigencia, que no es otra cosa que una confianza ciega que Pron deposita en sus lectores, seguro de que van a estar a la altura; La naturaleza secreta de las cosas tiene un efecto en el lector que se extiende más allá de la lectura y que lo lleva a preguntarse muchas cosas, algunas no demasiado cómodas. Son estas novelas, las que nos hacen mirar más allá y ensanchar nuestro mundo, las que merecen la pena.