Fernando Aramburu
Los vencejos
Tusquets
698 páginas
En las páginas de esta misma revista escribí, reseñando Patria (2016), que el arte de la novela de Fernando Aramburu se situaba en la inmensa y alargada sombra de las novelas galdosianas de los años ochenta y noventa del siglo XIX. Los vencejos (2021), sucesora inmediata de la deslumbrante novela de 2016, pertenece por derecho propio a aquella filiación galdosina, como también las obras de Almudena Grandes o Rafael Chirbes, cuyas andaduras desgraciadamente ya se han cerrado. En una interesante entrevista de Jesús Ruiz Mantilla a Aramburu (El País Semanal, 22-VIII-2021), el escritor vasco reconoce la herencia galdosiana, no sólo en el rigor del callejero o en la atención a los trabajos y los días que ocupan a los personajes, sino en la introducción de «figuras de ficción en escenarios reales, algo que él hizo muy bien y de manera continuada. Es una combinación que a mí me hubiese gustado lograr». Y aun añade un aspecto más de esa filiación galdosiana: «La caracterización de los personajes en su manera de hablar. No son lo que el autor describe, sino como ellos mismos se definen por su forma de expresarse, sin que el narrador los tutele». En efecto, Los vencejos es una novela que quiere imitar la realidad del Madrid contemporáneo, para –me amparo en la autoridad de Leopoldo Alas analizando en 1895, Torquemada en la hoguera– sacarle el jugo estético y la experiencia particular del narrador protagonista, por medio del reflejo artístico que no tiene «otro camino que el análisis profundo, exacto, sabio, significativo», que Aramburu con ademán naturalista practica a lo largo de un año de la vida del protagonista y de las cerca de setecientas páginas de su novela.
Los vencejos es una invitación a reflexionar sobre la condición humana, que generalmente no se manifiesta en los héroes, sino en las existencias calladas y oscuras. Situado el relato primero, que nace de las anotaciones diarias del protagonista –«Menos mal que escribo sin responsabilidad de literato» (p.169)- dirigidas a su hijo -¿Las leeras algún día, hijo mío, cuando yo no esté? ¿Habrás tenido la lucidez y la paciencia de llegar hasta aquí? ¿Habrás entendido algo? (p. 189)-, desde el primero de agosto de 2018 al 31 de julio de 2019, momento en el que se debía cumplir la decisión de suicidarse: «Mi proyecto para el 2019 es que me quitaré la vida en la noche del 31 de julio al 1 de agosto, no sé todavía dónde ni cómo» (p. 291), escribe en la anotación correspondiente al 31 de diciembre, como deseo pío para el año nuevo. Todo lo que se cuenta en la novela –la historia, o mejor, las historias, que siempre confluyen en el protagonista- proceden de la escritura, de los trozos de «diario de escritura personal» (p. 342), que incluso le permiten sentirse a ratos novelista. «A veces, de tanto poner recuerdos por escrito me siento un poco novelista» (p. 594), anota el 8 de junio.
El protagonista es Toni –también se llama Toni el perro de Águeda, uno de sus primeros amores y personaje fundamental para impedir su suicidio-, profesor de 54 años que enseña Filosofía en un Instituto –«Aquí, donde me veis, soy lo que Máximo Manso, el personaje de Galdós, afirma de sí mismo cuando se califica de triste pensador de cosas pensadas antes por otros» (p. 364), lo que le lleva verse como un farsante ante un grupo de alumnos aburridos, si bien sus reflexiones sobre la política educativa son pertinentes y certeras. Como recuerda el 3 de abril en su juventud se decantó por la filosofía porque «vi en ella el camino recto hacia lo que yo deseaba ser, un hombre libre que transforma sus pensamientos en textos» (p. 471). Quería ser un ciudadano dedicado de lleno a reflexionar por escrito. Y, en el fondo, lo ha debido ser como atestigüan los textos de los sucesivos días del año que desea sea el último de su vida. La variante es que las reflexiones, ancladas en la vida, se han vestido de novela.
Y en la novela –que es el conjunto de anotaciones sucesivas de un año, con noticias de lo que vive a diario y con una densa y tupida información de lo que ha vivido desde la infancia- Toni se va desprendiendo de sus lecturas, de sus libros, de su mundo intelectual. Creo que el punto final se puede situar el 19 de julio, en el paseo que a primera hora de la tarde inicia «con el Moleskine de tapas negras bajo el brazo», hacia Malasaña –«por donde anduve mucho de joven» (p. 672)- para desprenderse de ese «cuaderno repleto de citas filosóficas» (p. 673). Ya de vuelta en casa, le parece que la ducha le «limpiaba de adherencias librescas, de nociones y conceptos y frases y máximas que en el fondo no me han servido nunca para nada» (p. 673).
El 8 de noviembre escribe: «Prosigo mi campaña de suelta de libros por la ciudad […] Libros que me dejaron honda huella, con los que aprendí, con los que disfruté y me emocioné […] ¿Para qué he leído tanto? ¿De qué me han servido los libros? Bien sé que no me han salvado de nada» (p. 201). Tras un largo recorrido de suelta de libros, el 15 de julio, a las puertas del suicidio, anota: «De mi abundante biblioteca, reunida con gran esfuerzo económico durante largos años, apenas queda un centenar de libros» (p. 665). De ahí que el final de la novela, seis días después del previsto suicidio no consumado y tras el entierro de su esperpéntico amigo Patachula, Toni escriba: «Han transcurrido seis días desde entonces y esta mañana he comprado un libro» (p. 698). La ruina intelectual ya tiene un dique y seguramente empieza a estar convencido de un pensamiento de Bertrand Russell que anotó el 30 de diciembre: «No creo que exista superioridad mental alguna en el hecho de ser un desgraciado» (p. 289). Su «soñada conversión en vencejo» (p. 341) ha sido vencida por Águeda, cuya presencia en la vida de Toni es decisiva a partir de enero de 2019, veintisiete años después de una vaga relación sentimental, cerrada por imposición de Amalia, tras la noche inolvidable de Lisboa, motivo recurrente de las relaciones sexuales de Toni con su mujer, en su escondido drama del vivir cotidiano.
Madrid –«esta ciudad me ha parecido aceptable como escenario de mi vida» (p. 672)- es el cronotopo de la novela, del día a día de un año amargo y de las analepsis a las que el diario de Toni recurre con frecuencia. Analepsis que dan noticia, siempre desde la perspectiva de quien tiene decidido su suicidio, de unos padres violentos, de las diferencias con su hermano Raúl, de su mujer Amalia, de su hijo Nicolás y de un pequeño abanico de personas, entre las que tienen relevancia Águeda, Patachula y Diana Martín, madre de una de sus alumnas y cuya aventura con el narrador no tiene entera justificación. Los personajes más importantes son Amalia y Nicolás. El 4 de noviembre escribe con respecto a su mujer: «En breve tiempo pasamos de la simpatía al desprecio, de los besos y las risas a un odio desatado» (p. 193), odio que se acrecienta cuando Amalia quiere matar a su perra Pepa, su más fiel compañera, y, sobre todo, al verse abandonado cuando Amalia inicia su relación con Olga, «autoritaria, celosa, acuciaba a Amalia para que me dejase» (p. 598). Y Nicolás, el hijo que se ha convertido en un desamparado, tan irresponsable como violento, aunque como escribe su padre el primero de julio: «Este chaval me quiere. A su manera, pero me quiere» (p. 639).
Las anotaciones de Toni no descuidan el contexto histórico y los hechos que juzga más significativos: la larga sombra de los atentados del 11M, el niño de Totelán, la manifestación de las derechas en Colón, la huelga de taxis y, sobre todo, la invención nostálgica y tozuda del procés. Un novelista realista, aunque indague en la intrahistoria, no puede dejar de lado la historia, y menos quien desde los cuentos de Los peces de la amargura (2006) sabe de su simbiosis.
Novela compleja, novela que, como advertía Clarín reseñando El amigo Manso de Galdós en 1892, pertenece a los novelistas superiores, «aquellos la lectura de cuyas obras nos da tanta enseñanza, sin más que el espectáculo de la vida, como la obra más seria de filosofía». El espectáculo de la vida y su conocimiento (a veces muy ácido) no es más que el resultado de concebir la literatura –lo repetía hasta la saciedad el gran realismo decimonónico- como el reflejo artístico de una sociedad determinada en un determinado momento. Creo que Los vencejos lo consigue ampliamente.