«Cabe preguntarnos entonces, como anticipa el nombre de esta sección, qué efectos desencadena la lectura de La mujer desnuda hoy, cuando lectoras y lectores nos encontramos revisando nuestras experiencias bajo la luz de la revolución feminista»

POR CARMEN M. CÁCERES

Vamos a liberarnos rápidamente de los acontecimientos para detenernos, cuanto antes, en sus efectos. El día en que Rebeca Linke cumple treinta años se desnuda, se corta la cabeza, se la vuelve a poner y sale a caminar sin ropa por el campo. Atraviesa el bosque, se tumba en la cama del leñador y su esposa, deambula junto al río. Más tarde se cruza con unos labradores gemelos que la denuncian y el pueblo armado sale a buscarla. Pero no la encuentra y, durante dos días, la posibilidad de que una mujer desnuda entre a sus casas electriza a hombres, mujeres y niños. Los enfrenta a sus deseos adormecidos, a sus frustraciones y a la pobreza de sus convenciones. Desata lo que la autora llama fenómenos singulares: hombres sencillos empiezan a soñar y a exigir cosas a sus mujeres, que se resienten ante la autonomía de Rebeca Linke. Nace entonces «el verdadero desasosiego: haber perdido el miedo codificado».

Mucho se ha dicho de La mujer desnuda en los casi setenta años que han pasado desde su publicación. Los inquietantes elementos surrealistas, su aporte al género gótico hispanohablante, la valentía de Somers desde la perspectiva de los estudios feministas y la potencia de su estilo la han ubicado en el podio de obras raras en nuestro idioma. Pero al igual que El desierto y su semilla de Barón Biza o El libro vacío de Josefina Vicens, La mujer desnuda no abandona del todo la etiqueta de culto. Lo curioso es que a diferencia del argentino y de la mexicana, la obra de la uruguaya se compone de cinco novelas, siete libros de cuentos y sólo en su entrada de Wikipedia podemos ver indexados más de cincuenta artículos sobre su obra. La academia se ha detenido mucho en La mujer desnuda, le ha otorgado un enorme poder simbólico y ha acertado en considerarla un libro sobre la libertad de las mujeres y el placer, tanto por las peripecias de la protagonista como por el contexto en el que la concibió y publicó la autora. Armonía Liropeya Etchepare Locino tenía una larga y exitosa carrera como maestra y pedadoga en Uruguay cuando publicó La mujer desnuda, su primera novela, y por eso decidió firmarla con seudónimo. Esto generó al principio ciertas dudas de sobre la autoría, algunos incluso llegaron a sugerir que detrás del seudónimo se escondía un hombre o un grupo de hombres. Sin dudas, el estilo y los temas del libro se alejaban bastante de los intereses del contexto uruguayo del momento, con Juan Carlos Onetti como centro y la Generación del 45’ alrededor.

Voy a robarle a Ricardo Piglia la idea de que la literatura no se encuentra en la página escrita sino en los efectos que la lectura desata en la intimidad de cada lectora o lector. La construcción literaria no es un objeto sino un acto que deja una impresión, pero no una huella. La literatura no pisa, no se impone a la materia fosilizando una marca, sino que estimula sutilmente ciertas zonas de la intimidad para desencadenar algún movimiento autónomo, alguna sensibilidad inexplorada en la imaginación. Cabe preguntarnos entonces, como anticipa el nombre de esta sección, qué efectos desencadena la lectura de La mujer desnuda hoy, cuando lectoras y lectores nos encontramos revisando nuestras experiencias bajo la luz de la revolución feminista. O, para mantenernos alerta ante la brisa que precede a los libros de culto en general, cabe preguntarnos si La mujer desnuda todavía consigue estimular la sensibilidad de nuestro tiempo.

Lo primero es el estilo. En el prólogo de la edición de Cuenco del Plata, Elvio Gandolfo escribió: «Una y otra vez tenemos la sensación de no saber dónde estamos parados, a un mismo tiempo dentro y fuera del relato». La mujer desnuda está escrita en uno de esos estilos que acorralan tanto que quitan el oxígeno. La intensidad es tan palpable que no nos permite olvidar que, aunque asistamos a los pensamientos de Rebeca Linke, no somos ella. Tanto no sorprenden su modo de registrar la realidad y las decisiones que toma —o que no toma— que estamos obligadas a admitir que sólo somos testigos de sus decisiones, depositarias de su texto. En ese sentido Somers es impiadosa, como Lispector, y un poco más lírica. La escritura, hecha de espesura y rigor, ostenta ese tipo soberanía que no intenta convencer sino provocar un efecto mucho más subversivo: liberarnos de la necesidad de entender. «A quien no capte hay que dejarlo en su penumbra mental», contestó en una ocasión en la que le pidieron que explicara sus cuentos. La penumbra es una apuesta arriesgada. Algunas lectoras contemporáneas podemos recibirla como un bálsamo, una garantía a la decisión inalienable que cada cual tiene de no comprender y, sin embargo, disfrutar igual. Pero otras lectoras pueden sentirse incómodas e irritarse ante su altivez, acostumbradas como estamos a las prosas claras, de frases con pocos caracteres y anécdotas que se puedan trasladar a un guion audiovisual.

Lo segundo es la audacia de la propuesta. La particularidad que transforma a Rebeca Linke en una alegoría es su desnudez. Y toda desnudez, por ser el signo excluyente de una singularidad, nos expulsa. Cuando ella instala su superficie privada en el paisaje público, busca «golpear a la sociedad en su impotencia». Su gesto es plano como un cartel luminoso y desata una ola expansiva en la intimidad de pastores, leñadores, sacerdotes y demás vecinos del pueblo. Lo fascinante de la trama es que después del encuentro con los gemelos, la mujer desnuda desaparece, transformando su presencia en la idea de un cuerpo, un fantasma, una posibilidad. «La descripción de los gemelos poseía una falta de relieves tan acorde a sus lisos cerebros, que era capaz de responder a todos los sueños personales». La batalla se traslada del lúgubre escenario rural al exuberante ámbito de la imaginación, y allí todos odian a la desconocida. Los hombres sienten furia, cierran los puños y gritan ante la perspectiva de que aparezca Rebeca en sus casas, pero a la vez no quieren cerrar puertas ni ventanas. «La hembra desnuda ha invadido la sangre» y ya no hay marcha atrás. Dejar correr la pasión de las fantasías puede ser liberador, pero no por eso es menos violento. Lo que perturba a los hombres se llama deseo. Lo que perturba a las mujeres, en cambio, es el rencor. Desprecian a la mujer desnuda porque les recuerda lo que no han sido ni serán: libres de vivir sus deseos. «Por culpa de la mujer cada uno se había descubierto a sí mismo y esa revelación es de las que no se perdonan».

No cuesta demasiado imaginar lo que implicaba el desnudo público de una mujer en 1950. De hecho, la desnudez como metáfora era tan potente que la propia Somers no pudo evitar salvaguardar el gesto justificándolo en la belleza de Rebeca Linke. «Una hembra espectacular como aquella surgiendo de la tierra… para ofrecer así, como inmolándose, lo que el hambre y la sed de consumir otro cuerpo es capaz de inventarse». Para que el desnudo fuera tolerable y la novela efectiva, el cuerpo de la mujer debía ser bonito. Es más, debía ser reconocible por las clases medias lectoras como una de ellos. Rebeca había comprado la casa en el campo, se pintaba las uñas de rojo y era culta (le susurra al carpintero los nombres que ha tenido la figura arquetípica de Eva en las distintas culturas). «Olor a mujer fina», dice el leñador. Todos signos de que, además de bonito, el cuerpo de Rebeca era el de una mujer distinguida —la belleza, en esta novela rural, sin duda es un atributo de clase. Comprensible que sea así, sólo de esa forma Somers consiguió desactivar los prejuicios de su época para que llegara el mensaje. La novela no trataba de una mujer pobre, marcada por la necesidad, y sobre todo no trataba de una loca. Cualquiera de estas alternativas habría explicado la desnudez con demasiada facilidad para un lector medio de su tiempo. Pero no del nuestro. En una época en la que el poder mediático del desnudo femenino está bastante desactivado (al menos en occidente) y en la que la lucha consiste en reivindicar las diferencias entre los cuerpos femeninos o feminizados: un cuerpo bello y de clase alta pierde potencial. Para conseguir los efectos que desencadena la incómoda libertad de Rebeca, Somers tendría que poner hoy en escena un cuerpo trans o un cuerpo vetado por nuestra sociedad de consumo. El cuerpo de una mujer mayor, por ejemplo, el desnudo de una vieja. Tal vez sólo un gesto así nos devolvería a lo que en mi opinión es una de las fuerzas motoras de la novela: el cuerpo como prisión y, al mismo tiempo, agente de libertad. O mejor dicho: el deseo como de prisión, y al mismo tiempo, agente de libertad.

No olvidemos que, para lanzarse a su aventura, Rebeca Linke primero tuvo que quitarse la cabeza. Regresemos un instante a ese momento. En las primeras páginas, la protagonista hunde la daga en la garganta, tropieza con cosas que se podrían llamar arterias, venas, etcétera, hasta que la cabeza rueda pesadamente como un fruto. Tras registrar un instante ese nuevo estado —el vacío— recoge su cabeza y la coloca en un pedestal para verla sin los ojos. «La muñeca sin rostro parecía desafiarla con su insólita metamorfosis». Qué envidia da Rebeca Linke. Qué maravilla verse a una misma así, virgen de toda cultura y prejuicios, entera en la concentración del rostro propio que, por supuesto, es el que menos conocemos. Una vez más, como dijo Gandolfo respecto al estilo, nos encontramos ante ese doble movimiento del afuera y adentro. «Para ser propio, el cuerpo debe ser extraño y así encontrarse apropiado», ha dicho Jean-Lu Nancy. Enajenada de sus propios rasgos, Rebeca decide volver a ponerse la cabeza y salir.

La diferencia entre lo propio, lo apropiado y la propiedad es otro de los juegos interesantes que se alternan todo el tiempo en la novela. Evidentemente, decapitarse equivale a arrancarse la mala peste de la cultura y con ella, la represión y los miedos. «Ni nombre, ni procedencia ni explicaciones que irían a conducir siempre a lo mismo, a esa trilogía esclavizante». He aquí la libertad. Pero semejante gesto promueve también otra lectura: quitarse la cabeza equivale a quedarse sin un pasado privado, es decir, sin intimidad. Y ya sabemos lo que significa eso para una mujer desnuda: imaginado o real, el cuerpo de Rebeca se vuelve un cuerpo del pueblo. «Ella era una especie de propiedad colectiva», acierta en decir el cura.

Sin embargo, a medida que avanza el texto Somers olvida la decapitación y su posterior recolocación. Nadie vuelve a reparar en la cicatriz, ni siquiera la propia Rebeca. Cuesta imaginar que alguna editora o editor contemporáneo deje pasar esta omisión hoy. Desde luego yo, como lectora, no puedo hacerlo. Cuando esta mujer decide cortarse la cabeza, no está eligiendo una muerte trágica sino algo mucho más potente: está decidiendo convertirse, sin complejos, en un cuerpo «deforme», cosa que —en esta segunda lectura— me parece una decisión acorde a la ética contemporánea. Es más, al despojarse de la cabeza y de la ropa, queda condenada a un mundo sin recuerdos que invita a lo mismo, al precipicio constante de lo nuevo. «Ella estaba tan en su hoy, tan florecida en su rama, que era toda una muestra de presente». La mujer desnuda se vuelve entonces una figura entre tiempos, sin pasado, pero también sin futuro: un espectro. Y como tanto ha repetido Derrida: «Intempestivo, out of joint… el espíritu de la revolución es siempre fantástico y anacrónico».

Volver a leer un libro que nos ha gustado es peligroso, igual que perdonar a un padre: si nos decepciona, lo que está en juego es la orfandad, la pérdida de un referente. La primera vez que leí La mujer desnuda quedé pegada a la audacia de la propuesta. En la segunda vuelta, sin embargo, se desactivaron los fuegos de artificio y lo que quedó no fue sólo un goce estético sino también, por qué no, un regocijo moral. «Los escribidores solemos adelantarnos a las cosas. Es lo que pasó con La mujer desnuda. Si yo la escribiera ahora no pasaría nada, se leería como una novelita rosa. En aquel momento se venía el mundo encima. Entonces habrá parecido una ruptura, hoy ya está todo tan roto, que nadie se da cuenta», dijo Somers en una entrevista con Carlos María Domínguez en 1990. Creo que la sentimentalidad de su pesimismo la lleva a equivocarse. Si algún gesto revolucionario se puede atribuir a la literatura es el de estimular sutilmente ciertas zonas de la intimidad para desencadenar allí un movimiento autónomo. Hay muchas maneras de estar desnuda. No se trata sólo de sacarnos la ropa y salir a la calle. De lo que también se trata es de imaginar distintas formas de cortarnos la cabeza y abandonar nuestros uniformes para ver qué efectos tiene esa libertad en nosotras mismas y en la sensibilidad de los demás. En esto, Rebeca Linke tiene mucho que decirnos.

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