G.K. Chesterton:
Temperamentos. Ensayos sobre escritores, artistas y místicos
Traducción de Juan Antonio Montiel y Natalia Babarovic
Jus, México D. F., 2017
208 páginas, 16.00 €
Hay escritores que desaparecen en sus temas o, mejor dicho, que se disuelven en ellos, como una substancia que determina, pero apenas percibimos; otros, en cambio, pareciera que su personalidad es la clave de todo lo que tocan. Entre estos últimos se cuenta Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), autor de casi un centenar de obras entre ensayos, artículos y narraciones. Le costaba trabajo no escribir un libro sobre cualquier tema que le ocupara un poco la mente. Fue un hombre culto, y más intuitivo que riguroso, aunque hay que reconocer que su intuición estaba muy bien formada, salvo, tal vez, en su defensa a ultranza del catolicismo, algo que lo unió a su amigo de toda la vida Hilaire Belloc, otro que, si no roza el fanatismo, toca al menos la obsesión rayana a veces en la tontería, como cuando postulaba, algo que compartía con Chesterton, la necesidad de que hubiera una sola religión, la verdadera, es decir, la católica. Chesterton es de ese tipo de escritores, como Samuel Johnson, que poseen una personalidad fuerte, y comparte con el escocés la suerte de haber tenido talento; de lo contrario hubiera sido un imbécil o un bufón. No todos los que no tienen talento son imbéciles o bufones, para eso hay que correr algún riesgo, y Chesterton se arriesgó, por lo pronto, a discutir con sus contemporáneos, y a enfrentar a los grandes muertos con una actitud no exenta de cercanía e irreverencia, sin excluir la admiración y el respeto, que logra hacérnoslos más vivos. Además, como H. G. Wells, fue un escritor preocupado por su tiempo, aunque el autor de El hombre invisible fue socialista y Chesterton conservador, sin embargo, como casi todo en él, necesita definirse para que le cuadre. Antes he afirmado que no fue riguroso, y lo que he querido decir no es que no tratara de llegar al final de sus reflexiones, sino que en muchas ocasiones no investigaba lo suficiente, por ejemplo, en ciencia, cuando habla de evolucionismo, porque, a diferencia de H. G. Wells, no tenía ni idea de biología. Pero Chesterton fue un hombre de una inteligencia notable, además de un prosista maravilloso, maestro en las paradojas y los paralelismos de todo tipo, capaz de hacer saltar chispas en cualquier frase. Fue brillante, y esos brillos iluminaron mucho de lo que habló. Tuvo otras cualidades: cordialidad y humor, también consigo mismo, aunque el humor y la cordialidad no lo eximieron de ser combativo y un temible polemista. Como se sabe, pasó del agnosticismo al anglicanismo para, finalmente, en 1922, abrazar, con fervor y libro, el cristianismo. De esa fecha es su texto Por qué soy católico, que podríamos leer paralelamente al de Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano (1927). Chesterton se parecía un poco físicamente al cineasta Orson Wells, muy alto y con los años cada vez más gordo. Los dos tenían algo de tozudez temperamental, creo. Y ambos compartían lo que dije al principio: reconocemos un texto de Chesterton con facilidad como reconocemos un fragmento de filme de Wells como algo que les pertenece por entero.
Temperamentos. Ensayos sobre escritores, artistas y místicos recoge su célebre ensayo sobre William Blake, el más extenso y valioso, y otros textos más breves sobre Charlotte Brontë, William Morris, Stevenson, Carlos II de Inglaterra, Francisco de Asís, Girolamo Savonarola y Lev Tolstói. Hasta donde sé no es una recopilación original, sino una acertada miscelánea en español. No es fácil enfrentarse a Blake, y menos aún en 1910. Poeta y grabador, Blake (1757-1827) fue un raro místico, en opinión de Chesterton, un místico «eminentemente práctico: vino a enseñar, más que a aprender». Perteneció a la pequeña burguesía inglesa de origen irlandés por parte de padre. Esto era importante para Chesterton, porque veía en los irlandeses una acusada capacidad para la lógica. Blake fue un republicano belicoso que admiró la Revolución francesa, aunque lamentó la violencia. Sus opiniones eran tajantes: «Conservar la paciencia con Blake debe haber sido un logro, pero lograr que Blake no perdiera la paciencia con uno era una auténtica proeza», afirmaba nuestro autor, tan maestro en darle vueltas a las frases. Según Chesterton, a Blake no lo afectó nunca el entorno, quizás porque era obtuso en sus inclinaciones y convicciones desde muy joven. Su mundo, tanto poético como pictórico, está entreverado de aspectos raros. ¿Estaba loco? Ésta es la pregunta que va a recorrer el ensayo de Chesterton, que piensa que no, que fue uno de los hombres más coherentes que hayan vivido jamás. Era un gnóstico, algo que aprovecha Chesterton para arremeter contra los agnósticos que creen saber sobre lo incognoscible. Herbert Spencer y Huxley fueron las bestias negras del autor de El hombre que fue jueves. Blake no creyó en el pecado, y Chesterton no pasa por ahí, porque ese mito funda, en su opinión, la humanidad y apela a la humildad y el perdón, etcétera. Blake tendía a la desnudez y a la anarquía desde un lado ingenuo. El poeta Blake es un tipo decente, afirma Chesterton, pero el lógico lo llevó a comportarse como un sinvergüenza. Blake era un hombre muy capacitado, si bien nada de lo que hizo alcanzó la perfección: «Su mente semejaba las ruinas de un arco romano que, destruido por los bárbaros, sigue siendo inequívocamente romano. Algo se derrumbó en la mente de Blake, pero lo que quedó de ella era perfectamente razonable». Chesterton, con esa sutileza psicológica que le era tan propia como difícil de imitar (quizás porque ha de ser natural, no una manera), vuelve a la locura y afirma que «No me atrevería a llamar loco a Blake por nada que haya dicho, pero sí por aquello que se sentía obligado a decir». Y pone algunos ejemplos en su poesía, bastante convincentes, creo, que no podemos comentar aquí sin extendernos considerablemente. Siguiendo con su amor y humor por las paradojas, más adelante da una vuelta de tuerca a Blake: «Si hubiera escrito siempre mal podría no haber estado loco. Pero un hombre que sabía escribir tan bien y que por momentos escribió tan mal debía estar loco». No creía que sus poemas inspirados fueran buenos, sino aquellos construidos por la lógica.
Chesterton sitúa a Blake dentro de una tradición ajena a la cristiandad, pagana «en el sentido original y temible, el de los bosques: magia pagana». Parece obvio que hace alusión a la obra de Frazer La rama dorada, es decir, a ese mundo tal como lo cuenta Frazer. Otros más tarde hablarán de la tradición hermética. «Y Blake en particular fue heredero de esta clase particular de sobrenaturalismo cuya tosca encarnación fue Cagliostro y cuya encarnación noble fue Swedenborg». Blake es un místico que no buscó en absoluto la oscuridad, porque lo propio del místico es lo luminoso. Su oscuridad, afirma Chesterton, consiste «en que las palabras se utilizan para decir algo distinto de lo que consta en el diccionario». Por otro lado, Blake no le parece ni alegórico ni simbólico, y, cuando el poeta habla de la oveja como símbolo de la inocencia, quería decir que «tras el universo existe realmente una imagen eterna llamada oveja de la cual todas las ovejas del mundo son simples copias o aproximaciones». Es decir: platonismo estricto. El cristianismo de Blake es extraño. Chesterton nos recuerda que sus dogmas son inamovibles y que su religión quiere de manera denodada sustentarse en una teología. La naturaleza no es la autoridad, sino una ilusión, no nuestra madre. «Si Wordsworth era el poeta de la naturaleza, Blake era, decididamente —afirma Chesterton—, el poeta de la antinaturaleza». Seguimos, en cierto modo, con la apuesta por lo ideal como idea de fuerzas: el triángulo imaginado es el más perfecto. Así pues, la verdad clara y perfecta está en el intelecto, y a Blake no le gustaba que le recordaran (como hacía Voltaire) que el hombre tiene un origen terreno, con todas sus consecuencias. En fin, Chesterton aprovecha siempre para dirimir entre paganismo y cristianismo (nadie como él ha hecho tantas digresiones en su obra para hablar, con pretexto o no, de las tres o cuatro cosas que lo inquietaban de veras) y afirma con su don siempre sorprendente: «Los misterios paganos son aristocráticos, dado que sólo se dirigen al entendimiento de algunos, mientras que los misterios cristianos son democráticos, dado que nadie los entiende en absoluto».
En cuanto a los demás textos, de Byron afirma que no fue pesimista hasta el momento de su Don Juan, pero, visto su final, Chesterton afirma que Byron forma parte de los optimistas inconscientes, que suelen ser conscientemente pesimistas fervorosos, y no se contentan para serlo con cualquier cosa. Charlotte Brontë: «Mostró que pueden existir abismos en una institutriz y eternidades en un industrial». Su obra se sostiene en la emoción, que define como «minimun irreductible, el germen indestructible». Por su parte, el mérito de Morris es haber mostrado «que los cuentos de hadas contienen la más profunda verdad del mundo, el más auténtico registro de los sentimientos humanos». Stevenson: «La idea de que la imaginación, o la visión de las posibilidades de las cosas, es mucho más importante que los meros acontecimientos». Dejemos abierto el libro, y con él el mundo de Chesterton, que siempre nos hará ver mejor lo que se distingue y lo que se asemeja.