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Martin Kitchen
Speer. El arquitecto de Hitler
Traducción de Javier Alonso
La Esfera de los Libros, Madrid, 2017
671 páginas, 35.90 € (ebook 9.99 €)
POR ISABEL DE ARMAS

 

Una nota dominante en la muy conocida autobiografía de Albert Speer, arquitecto de Hitler y ministro de Armamentos, es su insistencia en que desconocía los crímenes genocidas del Tercer Reich. En el sólido y revelador trabajo que comentamos, Martin Kitchen, historiador y autor de numerosos libros sobre la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y la historia de Alemania y la Europa moderna, cuestiona este «pretendido desconocimiento» y nos ofrece el retrato de un personaje mucho más turbio, que estuvo hondamente implicado en las atrocidades cometidas por el régimen al que sirvió con total lealtad y eficacia. Sirviéndose de fuentes inéditas que han salido a la luz en los últimos años, Kitchen desmonta el mito del «tecnócrata culto dedicado a su país y alejado de la política nazi y sus atrocidades».

Para el autor, Albert Speer «reunía todos los requisitos previos para una carrera exitosa». Nació en marzo de 1905, en una familia adinerada de la ciudad de Mannheim, situada en la confluencia de los ríos Rin y Neckar. Excepcionalmente inteligente, superó sin demasiados esfuerzos su formación como arquitecto y a la edad de veintitrés años fue nombrado ayudante de Heinrich Tessenow, uno de los más distinguidos arquitectos y planificador urbano de la República de Weimar. «Pero las oportunidades para un arquitecto joven —escribe—, incluso para alguien con unas credenciales tan impresionantes, eran escasas en 1928. Con el comienzo de la Gran Depresión desaparecieron por completo». Según este historiador, Speer debía su elevada posición en gran medida a su relación extraordinariamente cercana con Hitler. Igual que, sin esta conexión esencial, Hermann Göring habría sido sólo un veterano de la fuerza aérea con trabajos ocasionales, Joseph Goebbels, el autor de novelas de segunda fila, penosas obras de teatro y algún que otro artículo periodístico, y Heinrich Himmler, un criador de gallinas o un maestro rural. «Speer —afirma— habría tenido una modesta carrera como arquitecto de alguna ciudad pequeña». Asegura con toda firmeza que su éxito no se debió a sus capacidades artísticas, sino al hecho de que fuese un devoto seguidor de Hitler; que, sin el Führer, habría carecido de cualquier tipo de impacto.

Gracias a una serie de encuentros fortuitos, Speer se convirtió en 1933 en íntimo del todopoderoso Adolf Hitler a la edad de veintiocho años. Cuando Paul Troost, el entonces arquitecto preferido del Führer, murió de forma repentina en enero de 1934, nombró a Speer para sucederlo. Una vez instalado en su alto cargo, demostró con toda rapidez las cualidades que iban a asegurarle una carrera asombrosamente exitosa. Pronto se convirtió en el arquitecto de los monumentos de cultos atávicos y, desde un principio, no tuvo ningún escrúpulo acerca de emplear enormes cantidades de trabajadores esclavos procedentes de los campos de concentración de Himmler. En julio de 1933, el Gobierno municipal de Núremberg le encargó diseñar el escenario para el Congreso de la Victoria del partido y, poco después, también diseñó una serie de estructuras permanentes en esta misma ciudad. El profesor Kitchen observa que todas se construyeron en el estilo sobrio y contenido de Troost, pero a una escala mucho mayor, y puntualiza que la intención de Speer era construir estructuras gigantescas como monumentos conmemorativos del Reich de los mil años. También por aquel entonces Hitler ordenó a Speer que hiciera unos bocetos preliminares para una nueva y enorme cancillería en Berlín. Ésta iba a ser su mayor obra, en la que consiguió hacer realidad la visión del Führer de un edificio representativo que ejemplificase el poder y la grandeza del Tercer Reich. Construido con enormes cantidades de dinero, apenas fue utilizado.

En enero de 1937 Speer fue nombrado inspector general de edificios de la capital del Reich. Su tarea consistía en trazar planos para un nuevo Berlín que se llamaría «Germania». Se pusieron a su disposición fondos ilimitados para la construcción de una «capital mundial». A tal fin, las SS fundaron la Compañía Alemana de Tierra y Piedra en 1938 y, con su estrecha cooperación, se construyeron nuevos campos de concentración para extraer de las minas la piedra y fabricar los ladrillos que él mismo había seleccionado para el mencionado proyecto. Kitchen nos cuenta que las condiciones de trabajo en estos campos eran terroríficas y que formaban parte integral del método de «exterminio mediante el trabajo» de Himmler. También demuestra que, en su calidad de inspector general, Speer pisoteó las prácticas y las normas legales establecidas; que amasó enormes cantidades de dinero contratando a su propia empresa como consultora del proyecto; que obtuvo pingües beneficios por medio de la especulación inmobiliaria y, finalmente, que consiguió, con el apoyo de Goebbels, el despido del alcalde de Berlín, Julius Lippert, quien, a pesar de ser un devoto nacionalsocialista, tenía serios reparos sobre el astronómico coste económico y humano de los planes para construir la grandiosa «Germania».

Tras el fallecimiento en accidente aéreo del ministro de Armamentos, Fritz Todt, en febrero de 1942, Albert Speer, de inmediato, fue nombrado su sucesor, sin renunciar a ninguna de sus tareas como arquitecto municipal y planificador de ciudades de Hitler. El nombramiento del favorito de la corte para un alto cargo provocó una considerable consternación en algunos miembros de las altas esferas del partido, pero se demostró que se trataba de una excelente elección: era joven, enérgico, bien preparado, magnífico organizador y absolutamente fiel a su líder. Nunca llegaría a la altura del poder de gente como Goebbels, Bormann, Himmler o incluso Göring —hasta que este último se sumió en un letargo provocado por las drogas—, aunque de manera constante se vio involucrado en luchas por el poder entre una élite envidiosa. «Todo dependía de su relación con Hitler —insiste Kitchen—. Cuando se debilitó su apoyo, Speer estuvo perdido».

Rodeado por un equipo de expertos de enorme talento, el nuevo ministro de Armamentos consiguió realizar un gran despliegue de acción e influencias. El autor afirma que «lo hizo con una determinación tan despiadada, una ambición tan ilimitada y un desdén tan absoluto por la práctica establecida que llegó a alarmar a muchas de las figuras claves del séquito de Hitler». Sin embargo, seguro del apoyo incondicional del jefe supremo, Speer permaneció impávido, y así consiguió acumular a una velocidad sorprendente un abanico tan amplio de responsabilidades que se convirtió en una de las figuras más impactantes del Tercer Reich.

Como ministro del Reich para el Armamento y Producción de Guerra, ofreció a los empresarios «algunas tentadoras zanahorias —dice el autor—, mientras que la fuerza de trabajo no recibió nada más que palos». En estrecha colaboración con Fritz Sauckel, el gauleiter de Turingia, nos cuenta que Speer peinó la Europa ocupada en busca de trabajadores, fuesen libres, forzados o esclavos, y «amenazó —afirma— a todos aquellos considerados holgazanes o enfermos fingidos con unos castigos feroces». También habla Kitchen del eje Speer-Himmler, en el que el primero proporcionó al segundo los materiales de construcción para sus campos de concentración y el segundo cumplió con su parte del acuerdo facilitando grandes cantidades de mano de obra esclava para sus proyectos arquitectónicos y la industria armamentística.

Durante la Navidad de 1943, Speer sufrió una lesión de rodilla. Combinada con el agotamiento y una importante depresión, cayó enfermo de gravedad y pasó varios meses con tratamiento médico y hospitalizado. Sus rivales, tanto dentro como fuera del Ministerio de Armamentos, aprovecharon la oportunidad para socavar de forma seria su autoridad y sembrar la duda en la mente de Hitler acerca de su protegido favorito. Speer se defendió lo mejor que pudo, pero en el verano de 1944 ya había perdido el dominio efectivo sobre la poderosa Organización Todt. Ese mismo verano, a consecuencia del intento de asesinato de Hitler, sus rivales lanzaron una serie de ataques contra varios de sus colaboradores más cercanos, lo que lo afectó, asimismo, de manera muy negativa. El hasta entonces predilecto intentó reforzar su posición con «cifras de producción descaradamente adulteradas —afirma Kitchen—, exhortaciones a un supremo esfuerzo de guerra e ilusorias promesas de que las maravillosas armas nuevas traerían la victoria final». Sin embargo, nada le sirvió para recuperar la predilección perdida.

Si bien lo más chocante es que, aunque de hecho había sido desposeído de gran parte de su poder e influencia, Speer seguía imaginando que Hitler podría designarlo como su sucesor. Para el autor de este libro, ésta parecería ser la única explicación para su arriesgado vuelo a Berlín el 23 de abril de 1945. Allí se encontró con la sorpresa de que Hitler no disponía de tiempo para atender a su antiguo favorito y que ni siquiera lo mencionó en la lista de futuros nombramientos. Sin embargo, Speer siguió sintiéndose ligado al hombre que lo había bañado en poder y gloria y, cuando tuvo noticia del suicidio de Hitler, se sintió superado por una profunda emoción y quedó destrozado. Emoción profunda y destrozo que duraron poco, ya que su atención se concentró pronto en asegurarse una posición en el mundo de la posguerra. Para ello, puso todos los medios para atraer la simpatía de los aliados y consiguió reinventarse como un arrepentido apolítico, desconocedor de los crímenes cometidos por el régimen al que había servido desde un alto cargo, y reconocerse como una víctima inocente de una época tecnocrática sin remordimientos. «Tuvo tanto éxito en su intento —escribe Kitchen— que consiguió establecer los sólidos cimientos de la leyenda de Speer, convenciendo a bastantes mentes críticas de que era un tecnócrata apolítico que había logrado milagros y que había ofrecido una firme oposición al genio destructivo de Hitler».

Su representación durante los juicios de Núremberg fue tan impresionante que consiguió hábilmente evitar la sentencia de muerte. El autor nos recuerda cómo en medio de una colección de hombres indignados que proclamaban que tan sólo habían cumplido con su deber, orgullosos y desafiantes nacionalsocialistas y grises funcionarios, Speer era un hombre diferente, distante en cierto modo de ese terrible mundo del Tercer Reich. Al declarar que él era una víctima de una era tecnológica amoral que amenazaba con destruir la civilización, y al defender que los alemanes fueron también víctimas a causa de una política de bombardeos injustificable desde el punto de vista moral, contribuyó, además, a su imagen de posguerra construida de manera cuidadosa: un hombre que se había mantenido fundamentalmente decente interpretando el papel de un independiente crítico durante aquellos terribles momentos.

Para Martin Kitchen, la carrera de Speer en el régimen nazi es de particular interés porque pertenecía a la típica gente aristocrática de la clase media, culta, educada y de buenas maneras que representó papeles clave en todos los aspectos del Tercer Reich. «Es un reflejo —afirma— del hecho de que la sociedad alemana y la dictadura nacionalsocialista mantuvieron una relación bastante armoniosa». Y añade: «Alemania jamás habría podido llegar tan lejos si hubiese sido un dominio exclusivo de los inadaptados, psicópatas y sádicos de la imaginación popular». Darse cuenta de que fueron esos individuos fundamentalmente decentes, con doctorados, grandes cualificaciones profesionales, cultura y responsabilidad cívica quienes lo hicieron todo posible resulta difícil de aceptar.

En este consistente trabajo, Martin Kitchen se propone, con toda determinación, desmontar la «leyenda de Speer» y, sin duda, lo consigue, al mostrarnos, paso a paso, que el favorito del Führer no fue ni un gran artista ni un gran tecnócrata y que «su posición única se debió de forma exclusiva a su estrecha relación con Hitler. En cuanto ésta se vio comprometida, se quedó prácticamente sin poder». Para Kitchen su personaje es un hombre hueco, resueltamente burgués, inteligente en extremo, carente de toda visión moral, sin escrúpulos e incapaz de cuestionarse las consecuencias de sus acciones.