Teju Cole
Cada día es del ladrón
Traducción de Marcelo Cohen
Acantilado, Barcelona, 2016
144 páginas, 16.00 €
Mediada la segunda década del siglo xxi, tan cínica como convulsa, comienzan ya a corroborarse o desecharse definitivamente algunos de los augurios que sobre la literatura (y las formas que ésta podía adoptar) se elaboraron a finales de la centuria pasada. A este respecto, no cabe duda de que la breve pero exigente obra de Teju Cole encierra numerosas virtudes; o, al menos, las suficientes como para convertir a Cole, pese a su relativa juventud –nació en Kalamazoo (Michigan), en 1975–, en un autor especialmente significativo de nuestro tiempo. A mi entender, sus libros se integran con naturalidad en una de las más reveladoras corrientes estéticas destiladas en el ambiguo atanor de la literatura postcolonial del siglo xx: aquella que aborda en la actualidad, con vigor y desenvuelta audacia, tramas y asuntos relacionados con la íntima falta de auténticas raíces –familiares, culturales, geográficas–, la vida desplazada o las masivas migraciones económicas, al tiempo que incursiona por las sendas de un dizque turismo «flaneurista», según la denominación del crítico del New Yorker James Wood. Las seductoras aventuras literarias de Aleksandar Hemon, Sergio Chejfec, Jhumpa Lahiri, Francesc Serés o Dubravka Ugrešić, por citar sólo cinco ejemplos, orbitarían asimismo alrededor de esta incentiva tendencia.
Los riesgos (o las facilidades) de un tipo de literatura semejante son evidentes, sin embargo. Una suerte de adocenamiento globalizado y homogeneizador acecha en cualquier página. O, más precisamente, en el mero seno de cada tradición, de cada sistema cultural. Pues el capitalismo global –que derrama sin cesar y por doquier un tórrido y aséptico manto de conformismo, banalidad y manoseado exotismo– segrega su omnipresente ideología tras la más común o atrevida de las acciones narradas. Un extenso editorial de la revista estadounidense n+1, deudora en ciertas actitudes de la clásica Partisan Review, proponía a este respecto una diferenciación neta entre literatura global (en su opinión, una suerte de perversión frívolamente cosmopolita del concepto de Weltliteratur de Goethe –que, vaya por delante, Cole sortea con oficio–) y literatura internacionalista; es decir, entre una literatura que aspira a una engañosa universalidad mediante remotas y extravagantes localizaciones o uniformes discursos, canalizada a través de festivales internacionales y cobijada en los departamentos de preeminentes colleges, y una literatura con menor vocación universalista, carente de ningún afán de ecumenismo estético y, en definitiva, más áspera, más atenta a los fenómenos y usanzas expresivas locales. El deslinde propuesto por n+1 es muy estimulante, aunque discutible y maniqueo en varios aspectos; tampoco resulta demasiado adecuado para la obra de Teju Cole, la cual vehicula con naturalidad, desparpajo y escasos aspavientos cierta sensación de desarraigo generalizado, expresada en toda su ansiosa, íntima y observadora complejidad. Mucho más pertinente se alza, en cambio, una espontánea reflexión que Aleksandar Hemon elaboró durante una conversación con el propio Teju Cole incluida en Known and Strange Things (2016), un conjunto de ensayos firmados por Cole que no conocen todavía traducción española (la versión, por lo tanto, es mía): «Si no podemos imaginar un mundo mejor que éste, entonces este mundo está perdido. Por eso la literatura, que siempre se ha dirigido de algún modo a un lector futuro, debe renegociar sus formas de participación en la experiencia humana. Si en algún momento nos encontrásemos escribiendo únicamente para el presente –lo cual significa básicamente que todo lo que sabríamos hacer es gorjear, twittear–, sentiría que he fracasado absolutamente como ser humano y como escritor». Esta sensata argumentación me parece una verdadera piedra de toque para cualquier literatura de esta época. Y, por supuesto, considero que Teju Cole constituye una notable aportación contemporánea más allá de la discriminación entre lo mundial y lo internacionalista. Pues, a fin de cuentas, sucede que en la segunda década del siglo xxi la literatura continúa cumpliendo la misma tarea que hace veinticinco o cien años: tender puentes entre el pasado y el futuro; ofrecer un íntimo abrigo al desconcierto; y, puestos a exigirle una deuda con los tiempos presentes, ahormar un discurso que sólo ella pueda expresar efectivamente, sin mayores alharacas, complejos, imposturas foráneas ni adanismos tecnológicos.
Cada día es del ladrón, publicada tras el éxito de Ciudad abierta (2011, 2012, también en la editorial Acantilado), es, sin embargo, la primera obra de Teju Cole. En su origen, el libro fue concebido como blog durante el año 2006. Tras desaparecer del ciberespacio, un editor nigeriano mostró interés por los textos, razón por la que éstos vieron primero la luz gracias al sello africano Cassava Republic Press. Más tarde, Penguin Random House y Faber & Faber se encargaron de su publicación (revisada) en 2014 en Estados Unidos y Reino Unido, respectivamente. El proyecto literario –y esta palabra resulta fundamental en el análisis que antes se ha glosado de la revista n + 1, en oposición a la idea de producto literario– consistía en trazar el itinerario de un narrador con raíces nigerianas por Lagos, ciudad de la que la familia de Cole proviene y en la que el autor vivió durante toda su infancia y adolescencia, antes de trasladarse a Estados Unidos para cursar sus estudios universitarios.
Acompañan las breves estampas y capítulos del recorrido numerosas fotografías, todas ellas tomadas por la cámara de Cole. No debería verse en este hecho ningún tipo de oportunismo o recurso à la mode. Empero, la renombrada sombra de W. G. Sebald (y de toda una tradición que se remonta hasta Georges Rodenbach) parece sobrevolar las páginas de Cada día es del ladrón. Así lo sospecha el lector español que, condicionado por la inversión de la cronología bibliográfica, se familiarizó con la escritura de Cole a través de los paseos y deambulaciones descaradamente sebaldianas del protagonista de Ciudad abierta. No obstante, Cole no había leído a Sebald en el momento de afrontar la escritura de Cada día es del ladrón, como él mismo ha reconocido (aunque, obviamente, fue advertido de ciertas similitudes y al punto se sumergió en la obra del alemán). La espontánea inclusión de las imágenes responde, sobre todo, a la naturaleza bloguera del proyecto, así como a las actividades profesionales del autor, doctor en Historia del Arte y fotógrafo. Y ya se sabe, como recordó Susan Sontag, que el fotógrafo moderno fue desde el principio una versión armada del paseante solitario, un catador de empatía engolosinado con los regocijos de la observación.
Cada día es del ladrón podría perfectamente ser considerado también un libro de viajes. Pero un libro de viajes incapaz de servir como guía del turista y definido con arreglo a las siguientes palabras de Dubravka Ugrešić, es decir, un libro de viaje por la literatura y la vida: «El libro de viaje es un trabajo vano. […] Un escritor transcribe en su diario de viaje algo parecido a un escrito cifrado. Cada destinatario (lector) tiene la posibilidad de comparar el escrito con la realidad, posee la explicación, pero el propio texto desaparece. Algo similar sucede con el remitente del texto, el escritor. Más tarde no entiende lo que ha escrito durante el viaje. Lo que recuerda ya no se corresponde con lo que escribió con la intención de poder recordarlo. Por eso el escritor de libros de viaje no tiene más remedio que inventar la realidad». A lo largo del libro se suceden los encuentros con viejas caras conocidas, las trifulcas entre policías corruptos, feroces latidos de violencia callejera, linchamientos atroces, incontables y fulminantes cortes de luz, extorsiones por internet, museos vacíos, amenazas, muchas amenazas, y la muerte y la resignada desesperación. Es difícil que el lector de estas bellas estampas no se subleve en su fuero interno ante la profunda y desvergonzada corrupción que emponzoña la vida cotidiana en Nigeria, relatada sin ambages por Cole, con cuyo otro país se muestra implacable. Pero, simultánea y paradójicamente, el narrador se siente unido a él de forma irremediable: «No volveré a vivir en Lagos. De ninguna manera. No me importa que haya un millón de historias por contar, tampoco me importa si esto es una contribución más a la atmósfera de derrota. Volveré a vivir en Lagos. Debo hacerlo». La corrupción alcanza niveles delirantes, casi imposibles de creer; sus repugnantes tentáculos llegan, incluso, al consulado que el país tiene en Nueva York. Y lo mismo sucede con el ruido, ese índice de la tosquedad de una cultura: el alboroto es casi un way of life, una continua e inclemente presencia, tan paralizadora del pensamiento como cómplice del aturdimiento consuetudinario (y, para colmo, teñido de penosa superstición y de una huera visión del hombre:
«–Tai Solarin era un humanista –dice Adebola.
–Exacto –respondo–. ¿Y tú sabes qué es un humanista?
–Desde luego. Es una persona que no cree en Dios»).
Pero también hay espacio en Cada día es del ladrón para algún que otro prodigio cotidiano, como la fugaz aparición de una lectora de Michael Ondaatje en mitad del pegajoso marasmo causado por las anárquicas furgonetas del transporte público; o la visita del narrador a una tienda en la que, por fin, encuentra discos, libros y, en definitiva, un espacio grato a la creación, el interés por los trabajos del hombre y el intercambio de ideas.
Las escenas, concisas y yuxtapuestas, están contadas con el estilo ágil y observador que caracterizaba la escritura de Ciudad abierta, aunque sin su inclinación por los pasajes morosos y los ramales del discurso reflexivo. En Cada día es del ladrón, la voz que Cole le cede al narrador se muestra mordaz, incisiva y, en ocasiones, melancólica. Innegablemente, Teju Cole es un autor provisto de un infrecuente talento para consignar las sutilezas y las irisaciones del ánimo, un logro cuyo mérito corresponde –en gran medida– a la impecable y elegantísima labor traductora de Marcelo Cohen, quien ha sabido imprimirle al lenguaje una cautivadora pátina de transparente belleza.
La mirada fotográfica de Cole se adhiere al mundo con lánguido frenesí; captura, ponderándolos, los hechos más elementales de la vida. Pues, al dar cuenta de los hechos y de los más pequeños gestos de los individuos, se los redime en la medida que al autor le es posible, lo cual ha dependido siempre –naturalmente– de su ejercitada capacidad de atención (esa «natural plegaria del alma», según Walter Benjamin). En este sentido, Cole posee un agudísimo talento para la observación, ya que es capaz de referir el más sutil cambio en la presión del aire de una habitación o de bosquejar una escena a partir de tres inspirados trazos: «La mujer que vende el aceite mide con precisión la cantidad requerida. Da gusto mirar la fluidez de la sustancia. Cae de un recipiente a otro en un hilo anaranjado, en hilos refulgentes como seda trenzada». Acaso esta aptitud responda a la penetrante visión que entraña su doble ciudadanía, como dejó escrito Antonio Tabucchi, un escritor que consideraba que tener dos patrias era «como tener cuatro ojos». Pero, simultáneamente, y por estos mismos motivos, se multiplican las tensiones, la inabordable confusión de mensajes y equívocos: «Del combate entre el arte y la turbulenta realidad no surge ningún sentido».
Levedad, flaneurismo urbano, introspección laberíntica y una perspicaz mirada –tenue «como una imagen tomada con la lente muy abierta»– son los componentes primordiales de la personal narrativa de Teju Cole, la cual problematiza la artificial frontera fiction / non fiction que promueve el mercado anglosajón. Pero, como recuerda Cole en su conversación con Hemon, tal separación es absurda, ya que a nadie se le ocurriría pasear por un museo buscando pinturas fiction y non fiction. Narrar (crear) es construir un espacio para la verdad, la cual, poco a poco, se va edificando. Sobre la base de estas consideraciones, cumple evocar un potente pasaje de Ciudad abierta en el que el protagonista, durante una breve estancia en Bruselas, mantenía unos elocuentes e inquietantes diálogos con un par de jóvenes de origen magrebí. Resultan tristemente premonitorios de lo que algunos años después se sabría acerca del malestar y la intoxicada furia de algunos malogrados, de esa violencia cancerosa que carcome toda idea política en la actualidad: «Faruk vació su copa. Había en él algo poderoso, una inteligencia hirviente, algo que quería creerse indomable. Pero era uno de los malogrados. A esa medida se atendría su libreto».
Por sorprendente que parezca, sin embargo, resulta más sencillo construir la verdad en un texto –como la realidad en los libros de viajes, según Dubravka Ugrešić– que construir el refugio de un hogar estable: «La palabra hogar me sabe a comida extranjera», afirma el narrador de Cada día es del ladrón. Lagos, Nueva York, Bruselas… La escritura digresiva, íntima y discontinua de Teju Cole se yergue sobre el palimpsesto sentimental de unos espacios urbanos muy concretos y, al mismo tiempo, permanentemente deslocalizados. También, de imágenes evocadoras. Es su modo, quizá, de reivindicar el poder de las palabras, sin las cuales cualquier fotografía se transforma en un documento fallido e incompleto. Sí, la literatura del futuro era sólo un modo de continuar ligados al pasado y de aspirar siempre a algo mejor. Ahí radica la fuerza de la voz narrativa de Teju Cole: en sostener, mientras sea posible, el inestable y acelerado tiempo en nuestros brazos.