Yuri Herrera
La estación del pantano
Periférica
185 páginas
En México no hay verdaderas biografías de Cantinflas, ni de Hugo Sánchez, ni de Elena Poniatowska.
Y la última biografía seria, profesional, del presidente Benito Juárez data de 1948 aunque su autor, el erudito neoyorkino Ralph Roeder, la tradujo al español y la actualizó en 1967 con el título de Juárez y su México. Esa negligencia, aunque es común al mundo hispánico, se agudiza en México, acaso por la pésima combinación que padecemos entre el recelo indígena y el recato criollo. Digo, es un decir: recelo y recato. Es cierto que en los últimos años, la situación ha ido cambiando y ya tenemos, al menos, una gran biografía en proceso (la de Carlos Tello Díaz sobre Porfirio Díaz, su ancestro) y otras, significativas, sobre otros personajes históricos y literarios. Pero estamos muy, muy lejos de la facilidad anglosajona y francesa para ejercer con frecuencia –obsesivos– la biografía.
Recuerdo que cuando publiqué mi biografía de fray Servando Teresa de Mier (2004 y 2022) amigos míos, escritores mexicanos muy cultos, se sorprendían de la naturaleza, de las dimensiones y del aliento del libro, cuando lo que yo pretendí fue, solamente, escribir una buena biografía profesional, como las que aparecen cada día en otros países. Ocurre que un país enamorado de su historia como México, los escritores no leen biografías a la inglesa, ni las escriben. Lo que sí hacen algunos de ellos, es cultivar (aquí, como en otras latitudes) ese género bastardo y casi siempre infeliz que es la biografía novelada o la novela biográfica, que reúne, obra de la flojera y de la falta de imaginación, del apetito por poco dinero, pero fácil de agenciarse con un editor complaciente, lo peor de la novela y lo peor de la biografía. Recuerdo como una pesadilla el año de 2010 cuando, a título del bicentenario mexicano de la Guerra de Independencia y del centenario de la Revolución mexicana, el mercado –y mi buzón de crítico– se llenó de infamias cocinadas en el horno de microondas sobre el emperador Agustín de Iturbide, doña Leona Vicario, el virrey Juan Ruiz de Apodaca, Emiliano Zapata, Pancho Villa, los curas Hidalgo y Morelos, doña Josefa Ortiz de Domínguez…
Escribir una novela histórica, profunda, rica, eficaz, es muy difícil. Quien, en ese género no sueñe, al menos, con emular La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, o las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, deberá dedicarse a otra cosa.
Escribir una novela histórica es difícil porque, como es obvio, el buen lector de una novela de esa naturaleza sabe el desenlace de la historia y el autor debe abrir, por fuerza, la ventana a otra realidad, que simultánea a los hechos históricos, los deforme, los oculte, los interprete. Hace años, Eduardo Antonio Parra, un cuentista de raza, publicó Juárez, el rostro de piedra (2008), una novela histórica de corte tradicional, competente pero La estación del pantano, de Yuri Herrera es otra cosa, un tipo superior de literatura.
La prosa de Herrera, trabajadísima sin ser churrigueresca, hace del año y medio que Juárez habría pasado en Nueva Orleans, entre 1853 y 1855, una ensoñación. Al futuro prohombre de las Leyes de Reforma y de la lucha contra el Imperio de Maximiliano, no le ocurre allí gran cosa, en ese miserable pantano junto al Golfo de México. Nada de lo que gustan registrar sus escasos biógrafos, aunque allí conoció a Melchor Ocampo, liberal a quien ciertas leyendas urbanas le atribuyen el haber sido uno de los primeros traductores de Marx al español. No sé si lo fue, pero pudo serlo.
Se olvida con frecuencia que, si toda vida es aburrida si se le valora con exactitud, las vidas decimonónicas y las de antes del XIX, sobre todo cuando eran la de alguien llamado a las tareas del héroe, estaban llenas del tiempo muerto atenuado, en el mejor de los casos, jugando a las cartas al calor del fuego del hogar, y en el peor, penando entre las chinches y penumbras del calabozo. Por ello, el homo dixneuviemis fue autor de obras muy vastas y correspondencias copiosísimas porque su dilatado tiempo muerto no lo consumían las redes sociales.
La estación del pantano introduje neologismos, juega virtuosamente con el tamaño de las fuentes tipográficas y menudea en aciertos prosísticos de una belleza precisa, presentando a «un borracho que amanecía con la novedad espantosa de que ya no estaba borracho». O al referirse a los exiliados varados en el puerto de la Luisiana, alguien dice: «–Si supiera la cantidad de gente que lleva años aquí sólo por unos días». Y tratándose del célebre pianista y compositor Louis Golttschak, nativo de Nueva Orleans, cuenta cómo empezaba a «correr las manos por todo el teclado, no le fueran a robar alguna tecla».
Más allá del exilio de Juárez, sólo por la prosa, vale La estación del pantano y aunque me incomodó que Herrera dejase abierta la novela (Juárez simplemente regresa a dar cumplimiento a su destino político, el fuego), una segunda lectura me recordó que las buenas madres y los pedagogos justicieros festejan el aburrimiento de sus hijos, de los niños en general. Reafirmé así que un Juárez aburrido, enfangado, es un plato de cardenal si aparece un escritor como Herrera dispuesto a sacar provecho de lo que no ocurre, contento con reinar en la alusión. No necesito recurrir a la teoría de la punta del Iceberg, para convencerme de que Herrera trabajo minuciosamente el período novorleanista del legendario presidente y como novela histórica, La estación del pantano importa por lo muchísimo que fue desechado. Quedo así, si se quiere, una meditación sobre el exilio político.
Los mexicanos, a diferencia del resto de los latinoamericanos, no suelen exiliarse. Por exilio no cuento yo la estancia en el antiguo México que quedó enclavado en los Estados Unidos, a partir de 1847. Durante guerras, revoluciones y mudanzas, perseguidos y conspiradores solían salir huyendo rumbo a La Habana o Nueva Orleans para regresar lo más pronto posible al territorio nacional. Ello se debe menos al supuesto deseo existencialista de los mexicanos en hombrearse con la Muerte sino a que, sobre todo durante el siglo XX tras la Guerra de 1910, la historia mexicana ha sido, en comparación con otras, benigna. Ello se acabó, como bien lo sabe Herrera, con las guerras narcas del siglo XXI, que él ha narrado con humor, gesto de valentía que se le agradece.
Mientras otros autores hispanoamericanos ya cuentan a su edad –Herrera nació en Actopan, Hidalgo, en 1970– con bibliografías intimidantes llenas de novelas baratas, él ha meditado cada libro que ha escrito y se ha tomado su tiempo para publicarlo. Mantiene al mercado a raya.
Sabe Herrera qué hacer con el tiempo muerto, con el aburrimiento de un héroe que aún no lo es, apaciguando su zozobra mirando las nubes y sus formas. Incapaz de entender los periódicos en inglés, Juárez se recuerda dando clases de física en el Instituto de Artes y Ciencias de Oaxaca meses antes del destierro, y con él, piensa en sus estudiantes mirando «los signos y fórmulas en la pizarra como si fueran garabatos humanos». «Entonces», sigue Herrera, «él explicaba como cada número y cada garabato hacían algo cuando estaban juntos, y como ese algo era algo profundamente humano, y ellos empezaban a reconocer mundo en las ecuaciones, como uno reconoce animales en las nubes, pero estos animales sí existen. Unas palabras las sabía, otras las intuía».
La estación del pantano es prosa que no se olvida y meditación sobre el exilio político, he dicho. Y sobre todo, un tratado sobre el tiempo muerto, sobre qué ocurre con la Historia cuando la mayúscula se tarda en llegar: «los papeles muertos están para funerariar la vida, para crear la ilusión de que puede ser contenida y archivada. Los papeles muertos abundan en puntos finales. Los papeles vivos, en cambio, vienen calientitos, sangrando tinta, alardiando historias, insinuando desenlaces, dejándose querer, suspensiando las cuitas del día anterior, anticipando las del día siguiente».
Obra prologal, barrunto sin ser borrador, libro por venir, anticipación. Eso es La estación del pantano, de Yuri Herrera.