Luis Landero
El huerto de Emerson
Tusquets, Barcelona, 2021
234 páginas, 19.00 €
POR LUIS BELTRÁN ALMERÍA

 

 

La nueva entrega de Luis Landero no defrauda al lector. Como es habitual en este autor, sus libros resultan inconfundibles por la fuerte impronta de su personalidad literaria y, al mismo tiempo, sorprendentes, nuevos. De El huerto de Emerson se dice que sigue la estela de El balcón en invierno, quizás porque fue un éxito de público y crítica todavía reciente. Y algo de verdad hay en eso, pero tal vez no sea la mejor referencia a la hora de situar este libro en el marco del conjunto de su obra, ya muy amplio. Luis Landero es, ante todo, el hombre entre dos mundos, entre dos épocas: el mundo rural, ya casi extinguido, y el mundo urbano actual. Entre esos dos mundos median en apariencia solo unas décadas, pero la distancia es abismal. Es la distancia entre la cultura oral popular y la cultura escrita sabia. Landero la traduce en símbolos poderosos: el niño y el sabio es quizá el primero y más transparente. Y también en otros símbolos más personales y, tal vez por ello, herméticos. El evónimo y el mejillón pequeño pertenecen a esta serie casi íntima. El evónimo, el árbol que crece en el centro del patio de la casa familiar, aparece en varias obras de Landero, siempre con esa denominación que parece proceder más de la curiosidad botánica del autor que del lenguaje popular. Términos como boj, agracejo o arraclán parecen más propios del léxico común. Dicho aspecto revela esa dualidad entre lo sabio y lo popular y la funde en este símbolo de la vida familiar, que es también la imagen del destino del autor. Pese a ser un árbol pequeño, «el evónimo se llenaba de pájaros al atardecer. Armaban un gran escándalo hasta que lograban ponerse de acuerdo y acomodarse cada cual en su sitio». Así son las peripecias de la vida que Landero nos viene contando desde su primera novela: un gran revuelo de iniciativas, curiosas y alocadas, que van ubicándose en su sitio y componen un inmenso autorretrato o, mejor, la imagen de una transición del domingo festivo –la juventud en el tiempo histórico de la Transición– al lunes gris de nuestros días.

Los momentos de transición entre épocas convocan esfuerzos de recopilación del saber. En la transición del mundo tradicional al mundo histórico se recopilaron colecciones de apotegmas y sentencias. En la Biblia hebrea esas recopilaciones dan lugar a libros como Proverbios y Eclesiastés. La Biblia cristiana incorporó Sabiduría y Eclesiástico. Otras colecciones adoptan formas ligeramente fabuladas, como las de Esopo. Incluso aparecen fórmulas dobles, como la historia de Ahikar y la Sabiduría de Ahikar. Esta tarea admite variaciones, ya sea para recopilar saberes tradicionales o para reunir nuevos saberes. Los fragmentos recopilados por el Círculo de Jena –los románticos Friedrich Schlegel y Novalis– en sus revistas Lyceum y Athenäum son también colecciones sapienciales y se corresponden al tránsito del Antiguo Régimen a la Modernidad. Landero es, sobre todo, el hombre entre dos mundos. Y, por esa razón, ha sido y es un coleccionista de saberes, tradicionales y modernos. No era raro verlo apuntar frases en sus libretas. En este libro adquiere relevancia una de esas frases: «Aquí no trabajamos el mejillón pequeño». Al reconsiderar su poética, Landero la convierte en la siguiente pregunta retórica: «¿Por qué no te dedicas a trabajar el mejillón pequeño?». Es una frase que ha recogido un día en un mercado, y a la que él otorga una significación personal y especial. El mejillón pequeño es la sabiduría de la transición, la sabiduría que mira el presente y aun el futuro desde las mejores lecciones del pasado que está a punto de perderse. Es el punto de encuentro entre el saber del niño y el del sabio. Si el evónimo simboliza el mundo rural familiar –y, por tanto, oral–, el mejillón pequeño se orienta a la cultura urbana. Sirve de punto de entrada a la cultura letrada.

La estética de Landero reúne una concepción de la novela que combina las tensiones de la biografía familiar con las lecciones del tránsito histórico entre dos mundos y una recolección de saberes que ha conformado lo que algún día se verá como una trilogía, la de los saberes del niño sabio, compuesta por Entre líneas: el cuento o la vida, ¿Cómo quiere que le corte el pelo, caballero? y El huerto de Emerson. Los dos primeros libros no tuvieron la acogida que merecen. A ello contribuyeron decisiones editoriales y que nuestro tiempo prefiera la novela a las didascalias. Aun así, Entre líneas debe considerarse una novela. No solo porque el autor se arrope en un personaje con nombre propio –Manuel Pérez Aguado–, sino porque presenta las tribulaciones –o, mejor, la formación– de un aprendiz de escritor. ¿Cómo quiere que le corte el pelo, caballero? tiene un carácter didáctico más marcado, pero también está muy próximo al dominio novelístico. Su primera sección lleva el título de «Tipos y paisajes» y la quinta y última «Pedagógicas». Son los materiales que terminan fraguando en los capítulos novelizados de El huerto de Emerson. Las simientes que veíamos crecer en los dos primeros libros son ahora hermosas lechugas, en todo su esplendor. La poética de nuestro autor, de la que habíamos recibido anticipos en esos libros anteriores y en novelas como Caballeros de fortuna o El guitarrista, es ahora la fábula que lleva por título «Plegaria», quizá la más clarividente poética escrita por un autor hispano. Artículos de prensa como «Actualidad de Kafka», en ¿Cómo quiere le corte el pelo, caballero?, es ahora «Iluminaciones», con ese eco benjaminiano. Ya era una pieza magistral como artículo. Ahora es una reflexión extraordinaria. En resumen, la excelencia de El huerto de Emerson consiste en que consigue reunir la curiosidad y el asombro del niño y el tesoro de conocimientos del sabio. Y, a resultas de esa fusión, aparece un magnífico autorretrato, el autorretrato de un clásico actual, porque, además de un retrato personal, es un retrato generacional. Aquí convive el lenguaje oral del niño con las más selectas lecciones de Schopenhauer y Faulkner. Es la historia de un tránsito hecha imaginación. Y, por si fuera poco, divierte.