(Notas sobre el surgimiento de la autora como punto de vista)
Hélène Cixous se enamoró de Clarice Lispector a los cuarenta años durante un período de sequía creativa, en el verano de 1978. Como ocurre en las tragedias, ese amor nunca sería correspondido, pues la autora brasilera nacida en Ucrania había muerto de cáncer meses antes. Quedaron sus cuentos, sus novelas y algunas reflexiones memorialescas en donde, descritas con profundidad y mesura, las mujeres son algo distinto a subjetividades suplementarias de la identidad masculina. Cautivada por la manera como la prosa de Lispector trastorna los binarismos de género, la académica francesa leyó todo lo que encontró de su nueva autora fetiche poseída por un rapto y convencida de que cada una de esas obras eran paradigmas de la écriture feminine, un procedimiento narrativo a través del cual ciertas autoras subvierten la construcción social de las diferencias entre el género masculino y su contrario.
El matrimonio entre Cixous y el espíritu de Lispector inspiró a la primera al menos una decena de los setenta textos entre ficción, ensayo y teatro que ha publicado hasta ahora y convirtió a la segunda en una de las autoras más leídas en los programas universitarios de Estudios de Género. Algunas críticas literarias han denunciado que la posición privilegiada de la francesa nacida en Argelia como académica y figura central del feminismo puede haber tergiversado el legado de la narradora. (Cixous fue parte del grupo que fundó la innovadora Universidad de París VIII en donde estableció la primera escuela interdisciplinaria de Estudios de Género en 1974). Sin embargo, ¿qué sentido tiene ahora pensar en otro escenario? La obra de Lispector es una parte fundamental de la tradición literaria en lengua romance, y el prestigio de Cixous es equiparable al de Jacques Derrida, con la variante que ella se niega a reconocerse como filósofa. El caso es que Lispector y Cixous están para siempre unidas en la tradición intelectual de Occidente, en especial desde que la académica publicó La risa de la Medusa, una colección de tres ensayos escritos entre 1975 y 1989, el último de los cuales se titula «La hora de Clarice Lispector».
En este libro se encuentran la mayoría de las claves de su pensamiento feminista. «¿Dónde está ella, dónde está la mujer, en todos los espacios que él frecuenta, en todas las escenas que prepara en el interior de la clausura literaria?», cuestiona Cixous en el libro. Se trata de una pregunta retórica a través de la cual denuncia que el lugar destinado a las mujeres es aquel de la sombra sobre la cual los hombres proyectan sus intereses. Se queja de que ellos han «inmovilizado» a las mujeres entre «dos mitos horripilantes: entre la Medusa y el abismo»; es decir, entre la monstruosidad y la nada. A Cixous le preocupa más la nada —la ausencia del pene, en la teoría freudiana; la falta de subjetividad, en la literatura—. Con su particular estilo más poético que académico, insiste en la necesidad de encontrar lugares de enunciación para la alteridad femenina. Pone en el centro de la discusión el cuestionamiento de las nociones de identidad, al tiempo que señala a la escritura femenina como el mejor lugar desde donde abarcar la otredad, pues esta literatura enuncia formas diferentes de relaciones entre hombres y mujeres y quiebra así el binarismo de género.
Cautivada por la manera como la prosa de Lispector trastorna los binarismos de género, la académica francesa leyó todo lo que encontró de su nueva autora fetiche poseída por un rapto y convencida de que cada una de esas obras eran paradigmas de la écriture feminine, un procedimiento narrativo a través del cual ciertas autoras subvierten la construcción social de las diferencias entre el género masculino y su contrario
Para Cixous lo crucial en las obras de Lispector es que están enunciadas desde una subjetividad femenina, incluso cuando narra un hombre, como es el caso en La hora de la estrella. Quien relata la historia se llama Rodrigo S.M; sin embargo, desde la «Dedicatoria del autor» el subtitulo revela que narrador y autora son la misma persona, «En verdad, Clarice Lispector»; así se establece el juego de espejos que presenta a una protagonista (Macabea) vista desde la perspectiva de un hombre que la describe como alguien tan insignificante que le obliga a prescindir de los «términos suculentos» en el texto, a su vez narrado por una autora que pone en él preguntas fundacionales de la identidad y de la profesión de la escritura, como ese «¿quién soy?» que Rodrigo S.M especula que la protagonista no se pregunta —escribe: «Si fuese tan tonta como para preguntarse “¿quién soy?”, se espantaría y se caería al mismo suelo»—. Se trata, en otras palabras, de una mujer vista por un hombre visto por una mujer, como si fuera un trabalenguas urdido por la estadounidense Siri Hudsvet, autora de La mujer que mira a los hombres mirar a las mujeres, el compendio de ensayos que habla de la influencia de los prejuicios en las percepciones.
En La hora de la estrella, Lispector no escoge a una mujer monstruosa —una Medusa— desde donde enunciar la historia de Macabea, sino que subraya la manera como el narrador masculino convierte a su personaje femenino en una mujer-objeto. Por eso, esta novela es para Cixous un lugar utópico en el cual se reconstruye, reconfigura y recuenta la subjetividad femenina, un caso paradigmático en la literatura de una autora que, mientras satiriza el lenguaje y la perspectiva masculina tradicional examina cómo ha sido inscrita en la cultura patriarcal la psique femenina y, por extensión, el cuerpo de la mujer.
La risa de Lispector.
La hora de Clarice Lispector que Cixous decretó el último cuarto del siglo pasado marca el surgimiento del punto de vista femenino en el texto literario, no desde la hechura de genios de las letras como Gustave Flaubert o León Tolstói, sino a partir la palabra de las autoras. Se trata de algo más que la ruptura con el realismo que un siglo antes preconizaban las novelas canónicas del tipo de Madame Bovary o Anna Karenina. Introducir la perspectiva de la mujer en la ficción abrió un nuevo camino para la igualdad de los géneros: la igualdad de las mentes, al equiparar la subjetividad de unos y la de otras. Sin embargo, esto no podía hacerse con las herramientas literarias tradicionales, por lo cual el surgimiento de la subjetividad femenina dentro del texto vino a expensas de una completa revolución de las formas literarias. No se trató solo de variaciones de lo externo, como la voz, el estilo o el ritmo; sino de otros cambios más profundos que influyen incluso en el argumento. Uno de estos cambios radicales son los monólogos interiores que reconfiguran la realidad según la percepción de quien narra y las estructuras narrativas fragmentarias que proponen lecturas lúdicas.
Sin embargo, Lispector no fue la única escritora de su tiempo, ni si quiera la primera, en quebrar el relato a partir de la psique femenina. Veinte años antes de que ella escribiera su primera novela, Virginia Woolf había publicado el prodigio del fluir de la conciencia que es La señora Dalloway, y ya en 1933, Gertrude Stein había narrado sus memorias sobre la París de los años veinte desde el punto de vista de su amante en Autobiografía de Alice B. Tolkas. Hacia mediados de siglo ya eran varias las narradoras que experimentaban con la perspectiva. La carrera de la autora de La Pasión según G.H. fue paralela a la prolífica Margarite Duras —aunque esta la sobrevivió dos décadas—. Para cuando Cixous descubrió a Lispector, ya Duras publicaba en Gallimard y sus obras caracterizadas por el estilo de las frases cortas se habían convertido en modelos de los planteamientos del nouveau roman. De hecho, desde principios del siglo, con la aparición de las vanguardias con el objetivo de transformar la sociedad a través del cambio radical en los criterios estéticos, ya la experimentación con la forma se había convertido en la regla y no era excepcional en el trabajo literario de hombres ni de mujeres. Lo que Cixous celebra en Lispector es un ejemplo entre varios en aquella época de cómo la experimentación con las formas narrativas pone de manifiesto la psique de las mujeres como lugar de enunciación del mundo. Porque lo esencial de la écriture feminine no es la impugnación de las formas en la tradición literaria, sino la validación de lo que antes se consideró alteridad como espacio desde donde escribir.
Puede parecer un capricho declarar en Lispector el nacimiento de la perspectiva de la autora, y lo es, tanto como la obsesión de Cixous con su obra. Sin embargo es innegable que la Medusa se ríe del hombre-autor del mundo en La hora de la estrella con más fuerza que en otras obras. Siguiendo la misma libre voluntad, me gustaría proponer que a continuación escuchemos algunos ecos de esa risa en libros más cercanos a nuestro tiempo. Propongo pensar un poco en escritoras que puedan servir como eslabón entre Lispector y cierta écriture feminine contemporánea. Tampoco puedes hacer nada para impedírmelo, este texto está, como todos, sujeto a la dictadura del punto de vista que te condena a seguir el hilo de pensamiento de un autor… o autora. Porque también las palabras que tú lees en este instante son el producto de una consciencia femenina que escribo yo desde mi condición de ensayista de narradora de académica. «Una escritora es una escritora es una es una escritora», diré parafraseando a Stein.
Hacer visibles aspectos de la psique o del cuerpo de las mujeres son los objetivos que guían la fragmentación del discurso en Libro de las horas (2013) de Nélida Piñón, igual que en el monólogo interior de la novela El lugar del escritor (1992) de Victoria de Stefano. Diamela Eltit usa de manera más radical las herramientas formales de la narrativa en obras como Impuesto a la carne (2010), donde el cuerpo textual y el cuerpo femenino funcionan como alegoría uno del otro. Escojo para comentar estas obras como podría tomar en cuenta otras de las mismas autoras, o referirme a escritoras distintas. Me guía la arbitrariedad.
Las carcajadas de la Medusa.
Acaso solo la inclusión de Piñón aquí sea la única justificada: a esta autora que se negó a identificarse con el Boom Latinoamericano se la considera heredera del legado de Lispector. Pero su relación con las demás va por otros derroteros. Algunas reflexiones sobre los espacios y la profesión de la literatura en Libro de las horas recuerdan a De Stefano, quien falleció semanas después de ella —una murió el 17 de diciembre de 2022, la otra el 6 de enero—. Nacida en 1949, Eltit es una generación posterior a Piñón (1937) y De Stefano (1940), pero las une el espacio literario. Para la década de los noventa ya las tres habían publicado sus obras más importantes: La república de los sueños (1984) dio un lugar destacado a Piñón en la escena literaria de Brasil, como La noche llama a la noche (1985) dio a conocer a De Stefano como una voz singular en Venezuela y El cuarto mundo (1988) a Eltit en Chile.
Libro de las horas parodia los horarium de la Edad Media en una estructura menos rígida por no seguir los días del calendario, sino las digresiones de la autora que se mueve entre el pasado y el presente, alrededor de su ciudad y viaja por el mundo. «No soy fuerte ni poderosa», así comienza el libro de memorias donde a través de una estructura de fragmentos combina reflexiones sobre el tiempo, la cotidianidad y la trascendencia. «Opto por ser la heroína de las ideas y de los actos que desarrollé, en especial por haberme sometido a lo que el cuerpo y la imaginación me dictaran», escribe más adelante. Quien habla aquí es una escritora que no se plantea dudas sobre su condición profesional ni de género. Es Macabea tomando la posición de Rodrigo S.M para revelar la subjetividad de la autora.
«Estaba pálida, ojerosa», se dice a sí misma Claudia, la narradora de El lugar del escritor: «La tez gris de una mujer que ha pasado de los cuarenta que ha perdido su lozanía, el perfil, la luminosidad de sus rasgos». Estos pensamientos formulados frente al espejo comparten la melancolía por el paso del tiempo del libro de Piñón. «Una mirada que cuando se demora me devuelve una imagen chocante», escribe De Stefano. En su novela no se presenta el punto de vista diferente de una escritora, sino el de una mujer que quiere escribir y no puede. Esto es fundamental: una escritura femenina que no puede ser. El énfasis que la autora hace en los espacios (una sala de fiestas, la cocina, un despacho, la calle) hacen pensar en el ensayo Un cuarto propio de Woolf. En cualquier sitio piensa Claudia en la escritura, pero la practica rara vez. El estilo de flujo de conciencia subraya a cada momento esta imposibilidad; las marcas que hacen avanzar el monólogo interior son los distintos lugares en donde Claudia no escribe. Es revelador que el título de la novela no aluda a la condición femenina de la protagonista narradora, sino al lugar del escritor, así, en género masculino. Con este solo gesto, De Stefano hace guiño a la subversión tan celebrada por Cixous y utiliza el procedimiento contrario al de Lispector para reivindicar la perspectiva femenina: muestra a la mujer que no puede ser un hombre y, por ende, tampoco un escritor. La conciencia de la mujer existe, también de su necesidad de escribir; lo que no existe en ella es un escritor.
En Impuesto a la carne no hay escritoras ni escritores. Pero hay una subjetividad femenina que cuenta la tragedia de dos mujeres, madre e hija, que tienen doscientos años encerradas en un hospital psiquiátrico. El punto de vista es el de la más joven, quien absorbe el cuerpo de la madre, y se supone que absorbe también su mirada. «El cuerpo de mi madre que yace dentro de mi cuerpo arde (de manera anarquista) de la cabeza a los pies», escribe Eltit: «Tengo definitivamente dos anatomías, una, la más destruida y emotiva, está a la vista de todos, cualquiera puede verla y evaluarla, ese cuerpo es perturbador y ocupa demasiado espacio, pero mi otro cuerpo contiene el lugar orgánico que circula y se desplaza, duele, hiere al cuerpo, me humilla, aunque esta es una operación demasiado dramática». El dolor y su tratamiento clínico por médicos que aparecen como alegorías del patriarcado es el estado de conciencia de la narradora protagonista que se estructura en fragmentos marcados por los espacios dentro del hospital (las camillas, las salas de espera, los consultorios de los doctores, las emergencias). Aunque Impuesto a la carne ha sido leída como una alegoría al lugar marginal de las mujeres en el Estado chileno, me interesa detenerme la narradora que absorbe el cuerpo (y la persona) de su madre. Eltit plantea aquí una vuelta de tuerca a la propuesta de La hora de la estrella. No es una autora que mira a un hombre narrar una mujer, aquí ni siquiera se plantea la perspectiva masculina. Se trata de un punto de vista que es femenino por partida doble: el de la mujer que narra y el de la tradición que absorbe la mujer que narra. La Medusa suelta aquí carcajada sobre carcajada.