Greta García
Sólo quería bailar
Tránsito
200 páginas
POR CARMEN G. DE LA CUEVA

Lo único que quería Pili en esta vida era bailar. A los siete años aprendió a bailar sevillanas como casi todas las niñas andaluzas nacidas entre los ochenta y los noventa que acudíamos por las tardes a la academia del barrio o del pueblo para saber movernos en la feria. Con la mano que sube y baja y coge la manzana y se lleva la fruta a la boca comenzó la vocación de una niña distinta, aguda, inteligente y resuelta que quería ganarse la vida con el baile. Solo quería bailar (Tránsito, 2023) es la primera novela de la artista y payasa Greta García (Sevilla, 1992), un monólogo incendiario, escatológico y cómico atravesado por la clase y el género. Pili es como uno de esos pícaros del Siglo de Oro, una antiheroína que acaba en la cárcel por prender fuego a una institución que prometía salvarle la vida aunque fuera momentáneamente.

Por primera vez, una bailarina tiene algo más que cuerpo, tiene voz, una voz osada y muy fresca. Hay algo en este libro de esa novela picaresca tan nuestra y también algo de Cristina Morales —danza, cuerpo, cuerpo, precariedad, crítica a las instituciones, desparpajo y poca vergüenza—, pero, sobre todo, hay mucha experiencia, dolor y frustración. Como sevillana es extraño ver la lengua que escucho cada día, la que hablo y en la que me muevo expuesta así, por escrito, sin sutilezas ni pantomimas, un dialecto, el andaluz, en su versión más oral, mezclada y expuesta con naturalidad. Como ocurría con La lozana andaluza, la lengua de Pili está conformada al sonido de sus orejas: «La putá de mis pies es que tengo los deos mu largos, parecen los deos de una mano pequeña. Recuerdo mis primeras puntas, las más anhelás de la historia, con las que por fin me convertiría en bailarina de verdá y giraría y volaría como las bailarinas de verdá». Las puntas de Pili le estaban tan grandes que la profesora se rio en su cara a carcajada limpia porque en lugar de puntas parecía que llevaba «unah canoah en loh pie». Y ella se rio como el resto de las niñas, para no desentonar, para encajar porque lo importante en la vida era encajar, pero, en el fondo, aquel episodio fue tan solo el principio de una sucesión de momentos tragicómicos que el lector acompaña con risa, sí, porque no se puede negar la maestría de García para el humor, y de ahí la pena también, una pena honda que lo embarga todo y que permite emocionarse con Pili y enfadarse con el mundo.

Pili viene de donde viene y quizá esa sea la clave para entender su aciago destino en la prisión de Alcalá de Guadaira: la precariedad, la clase media-baja, el barrio humilde del que nunca podrá salir porque el ascensor social que promete cambiar de planta a las niñas que se esfuerzan mucho, no funciona para ellas: «Lo único que tenía que hacer era meterme en la web de la Agencia a las doce de la noche, subir mi deneí escaneao, el título de la obra que iba a realizar y una declaración responsable. Hola, soy Pili y soy responsable». Pili lo intenta y lo vuelve a intentar y fracasa sin remedio. Y un día, un día como cualquier otro en el que está al borde como tantas y tantos artistas y gente de este país —invisibles, impotentes, apenas un número en la estadística— , sin saber cómo pagarán el alquiler y las facturas del mes que viene, solos en el mundo —porque Pili está muy sola, sin amigas, sin amor, sin caricias, ninguneada por su compañero de piso, acosada por uno de sus jefes, —, decide irse a la Agencia que está en el Estadio Olímpico, en el desierto distópico de la Expo del 92 y, disfrazada de limpiadora, rociarlo todo con gasolina.

Greta García ha escrito un profundo y brillante monólogo dramático para una Pili que podríamos ser cualquiera de nosotras. Que no cese nunca su runrún en nuestra memoria: «A las que sienten un bicho dentro, que están hartas, jartas o lo que sea, que se venguen, que la venganza es crema pastelera. Que yo por lo menos lo intenté y si toas lo intentáramos, conseguiríamos grandes cosas. Que hice caso a mi corazón, a mi odio, y por un rato fui feliz».